El invierno de aquel año fue tan fiero que hasta la Navidad huyó a la vista de sus fauces. Cubierta la ciudad por una capa de nieve más allá de cualquier buena voluntad, tanto los fieles de la muy católica iglesia de San Bartolomé como los de la ortodoxa de San Nicolás, hubieron de quedarse en sus casas, en torno a la lumbre que cada cual podía mantener.
Aquellos días fueran una dura prueba para la convivencia de las familias, obligados sus miembros a permanecer juntos más tiempo del acostumbrado. Unos pasaron las horas abordando al fin las pequeñas tareas siempre postergadas, otros, profundizando en la desidia de no hacer hoy lo que también puedes dejar de hacer mañana, y otros más, según su talante, prolongando charlas insustanciales, imposibles en tiempo de trabajo y rutina productiva. Pero en los más de los casos se recrudecieron viejos rencores, salieron a la luz justas e injustas recriminaciones, y se airearon al fin faltas y pendencias cuidadosamente ocultas hasta el momento.
Pero como no hay mal que no traiga en otra alforja su propia medicina, la forzosa obligación de continuar la convivencia resolvió también, y a veces para siempre, esos males enquistados. Abiertas las heridas y ventiladas las supuraciones, se afianzaron amistades, se aclararon no pocos malentendidos y resultaron de la prueba muchas risas, anécdotas y complicidades con que alimentar otros fuegos y otros encierros forzados.
Hilaron en aquellas semanas las mujeres lo que no habían hilado en diez años, se mellaron las esquinas de dados y barajas, y salieron de los gruesos troncos destinados a la hoguera recios santos, piezas de ajedrez, platos, mazos, palmatorias, almireces con su mano, y hasta algún busto de mediana factura, reflejo casi siempre de quien mejor sabía estarse quieto o de quién menos criticaba los defectos.
De cuando en cuando, los más viejos de cada casa observaban las montañas en busca de la señal que decretaría el fin de las nieves, pero sólo podían ver, los que algo veían, nuevos augurios de temporal y cellisca. Lo más razonable, por tanto, era armarse de paciencia, de grandes provisiones de resignación para aguantar lo que hiciera falta y diese por bueno el cielo, que ni eran nuevos tales embates de la naturaleza en aquellas tierras ni había a quien echarle la culpa.
Paciencia, sí, ¿pero cómo? La sabiduría se encuentra en los libros y la virtud en la imitación de los justos, ¿pero dónde encontrar la paciencia? Saber aguardar no es precisamente la mejor virtud de los más jóvenes, y por más que se les diga, y aun lo crean, que son ellos quienes más tiempo tienen por delante, nadie los aventaja tampoco en el dislate de tomar por eterna cualquier espera.
Eso le pasaba a Irina, que soportaba mal el encierro impuesto por la nieve y la obligatoria permanencia junto a su madre, gran devota y aún mayor parlanchina. Su padre había iniciado un largo viaje en septiembre y seguiría aún varios meses fuera de casa: la pérdida de las rutas comerciales a manos de los turcos iba a crear grandes complicaciones a los mercaderes de allí en adelante. Hacia el Oeste aún permanecían algunas rutas abiertas, y una vez que se atravesaban las montañas y el peligroso reino de Hungría, se podía ya confiar en la protección de las fuerzas del Sacro Imperio, que mantenían los caminos más o menos limpios de bandidos y salteadores. Hacia el sur, en cambio, era imposible dirigirse, y mucho menos hacia el Este, donde en tiempos no demasiado lejanos aguardaban las mercancías que rendían mejores beneficios.
Todo esto lo sabía Irina de memoria a fuerza de preguntarle a su padre y de dibujar de memoria los mapas que había visto algunas veces. A pesar de ser mujer, no perdía la esperanza de que su padre la dejara acompañarlo en alguno de sus viajes, quizás cuando hubiese terminado definitivamente la guerra y las rutas fuesen más seguras. Eso le había prometido cuando era niña, y ella aún seguía aferrada a la promesa muchos años después de que su padre pensara que el tiempo le aportaría la sensatez necesaria para saber que aquello no sería nunca posible.
Irina era una joven de diecisiete hermosos años, ojos zarcos y larga melena rubia que se recogía primero en una trenza y luego en un abultado moño sobre la nuca. Era la primera mujer de la familia que sabía leer, y su madre aprovechaba tan extraordinaria habilidad para pedirle que le declamara las vidas de santos que le suministraba Istvan, el párroco de la pequeña iglesia de san Wenceslao.
Sus favoritos eran aquellos que habían llegado a santos a pesar, o tal vez gracias a su poder temporal. Irina le había leído hasta una docena de veces la vida y hazañas de san Esteban, de santa Isabel de Hungría, de santa Margarita de Escocia, esposa del rey Malcolm, o de san Ladislao. Pero María, la madre de Irina, acaso por creerse descendiente de su misma sangre, prefería sobre todo a san Bruno de Querfurt, un santo prusiano martirizado cuatrocientos años atrás y procedente de una importante familia de caballeros teutones, los fundadores de la ciudad. De nada sirven un santo o un rey muerto si no son de la familia: eso pensaba María en su fuero interno.
Irina, para sus adentros, pensaba otro tanto de los vivos. Pero aunque le aburrían terriblemente aquellas sucesiones de hechos virtuosos, solemnes y siempre ejemplarizantes, como un sermón perpetuo, también ella tenía sus preferencias. De toda aquella multitud de santos que desfilaba por sus manos, le atraía sobre todo la figura de santa Walpurgis, una abadesa de muchos siglos atrás que tuvo el coraje suficiente para fundar y mantener un convento mixto, de frailes y monjas, contra la opinión de todos sus superiores. Decía la santa en algunas de sus caretas que si la virtud lo es realmente ha de saberse defender de las tentaciones, porque la virtud conseguida a fuerza de aislamiento no es perfección espiritual, sino carencia. Honrado, para santa Walpurgis, no es el hombre que nunca tiene ocasión para robar, sino el que teniendo ante sí los mayores tesoros, doblega su codicia y los respeta.
Irina pensaba a menudo en aquella santa tratando de ponerse en su mente, y la encontraba muy por encima de los otros hombres y mujeres elevados a los altares de los que tantas veces había leído los méritos: en ella sí que había algo modélico, pero no en el sentido que pretendían señalar los libros piadosos.
Algo grande, diferente a los demás, debió de tener aquella mujer cuando a pesar de su poca docilidad fue muy pronto reconocida como santa. Algo especial debía de haber en su interior para que su nombre empezara a confundirse con el de la antigua diosa de la fertilidad, para que se dijese incluso que las brujas la habían tomado como patrona, reuniéndose en su honor todos los primeros de mayo. Cuando una mujer es alabada a la vez por los obispos y las brujas, tiene que ser necesariamente una mujer distinta al resto.
Esa clase de mujer le hubiese gustado ser a Irina, en vez de una joven dócil y sumisa que lee libros religiosos a su madre y se pasa las horas, horas muertas de aburrimiento y soledad, mirando nevar por la ventana. Pero semejante clase de vida era cosa de otros tiempos, y si quería imitarla tenía que ser a través de pequeñas osadías, o no tan pequeñas, pero sin remedio destinadas al silencio y no a la fama.
La valentía anónima, el acto heroico destinado a no ser nunca conocido por los demás, es sin duda el más grande de los que se pueden llevar a cabo, pero a Irina, que sentía a menudo flaquear sus fuerzas, le hubiese gustado recibir algún apoyo, algún consuelo, como sin duda los recibió la santa de sus amigos y allegados. Ser valiente a solas era demasiado peso para ella.
Le hubiese gustado irse lejos, salir a los caminos y empezar una nueva vida de aventuras y novedades, de penalidades incluso. Le hubiese gustado ser otra en otro lugar, o en otro tiempo. Le hubiese gustado probar de veras sus fuerzas en vez de estar siempre a la espera; a la espera de no sabía qué: eso era lo peor.
Cuando su padre regresaba de los cada vez más largos viajes, contaba a Irina las maravillas que había visto en Italia, o en Francia, o en los ducados del Sacro Imperio, y cuanto más oía ella, más encerrada se encontraba en aquella ciudad oscura, su Kronstadt natal, rodeada de montañas y leyendas, demasiadas montañas y demasiadas leyendas para que el sol llegara a imponerse sobre la pesada oscuridad de las nubes y el olvido.
En su tierra, todos los prodigios y las maravillas tenían siempre que ver con cosas horribles que te obligaban a esconderte entre las mantas, o a cerrar los postigos de las ventanas: desde niña, su madre y sus hermanas le contaban las más horribles historias de muertos y aparecidos, historias con moraleja en que los pecadores, los asesinos, los ladrones y los herejes acababan eternamente condenados a vagar por los cruces de caminos en que habían sido ajusticiados, o peor aún, reposando en sus tumbas a la espera de que la noche les concediera permiso para salir de ellas ávidos de la sangre ajena. Por causa de aquellas historias, Irina había pasado muchas noches con un crucifijo sobre el pecho, remedio probado para alejar a los vampiros, y aún tenía un frasco de agua bendita sobre su mesilla.
Las historias de muertos vivientes y aparecidos aún la aterrorizaban, y más en las últimas semanas, cuando todo el mundo hablaba de ello, pero con el tiempo y los años había encontrado algo mejor para alejar los miedos que aquellos extravagantes remedios de otro tiempo.
Un alivio mucho más eficaz, aunque tuviese su pequeña parte de peligro. O no tan pequeña.
Y todo había empezado por leer vidas de santos. Por la vida de santa Walpurgis.