Desde su oscuro rincón, ajado su rostro por los años y los diversos accidentes que los acompañan, también el espejo los contemplaba a ellos, maldiciendo al hechicero que le negó unos párpados que poder cerrar.
Odiaba a la vela que le impedía ignorar aquel suplicio. La odiaba con toda su alma reconcentrada y oscura, como una vieja oquedad donde en un día perdido quedó atrapada el agua, imposibilitada de buscar una vía de escape. Odiaba la llama enhiesta, triunfante en su brillo, como odia el reo de muerte a la humanidad entera que lo ha de sobrevivir. Estaba inerme, abandonado, condenado sin remedio a ser testigo de lo que hubiese preferido no imaginar siquiera.
No podía recordar cómo había sido atrapado tras aquel cristal maldito, ni la hora ni la fecha en que había dejado su cuerpo, ni el delito cometido para merecer semejante castigo. En un último y renovado suplicio, hasta la memoria le habían robado. No podía recordar ni siquiera su nombre: sólo un vago sonido y algún retazo de conversación con algo que no era un hombre, ni una sombra, ni una luz. Algunas veces imaginaba una choza al lado de una montaña, entre pastos verdes, o el furioso correr de un río por una honda cavidad en la roca desnuda, pero no lograba encontrar un sólo detalle que le recordase a sí mismo. Sabía sólo que estaba allí atrapado, obligado a ver y a dejar correr los años, cien, doscientos ya, ¿quién sabe cuántos?
Se sabía capaz de gobernar los elementos, de pronunciar la palabra que pusiera a su servicio los vientos y las rocas, de convocar a su lado a los pájaros del cielo y las bestias de la tierra. Sabía que existía esa palabra y que en un algún momento del pasado había osado pronunciarla, pero no conseguía recordar nada más. Después de tantos años de abrasarse en el intento, había dejado ya de buscarla y se conformaba con los pequeños retazos de poder que había conseguido rescatar de su memoria.
Porque aún era fuerte. Aún conservaba parte de su dominio sobre los elementos. Quien quiera que le hubiese reducido al estado en el que se encontraba no había podía desarraigar completamente su pasado vigor. Era fuerte aún y tenía una razón para vivir: un amor que hacía soportable el dolor de su reclusión eterna. Desde que estaba ella, los días eran tolerables y ya no tan vacías las esperas. Tenía algo que esperar, una razón para no recibir la luz del sol como quien recibe un salivazo en el rostro.
Irina era todo lo que le quedaba, su único lazo de unión con el mundo, pero había llegado aquel hombre y ella se había entregado. Se había entregado con placer y ya no quedaba nada: sólo una eternidad sin esperanza tras un cristal. Días eternos y noches interminables hasta la hora de una muerte estúpida, sin esperanza de remisión, sin otro horizonte que días siempre repetidos en una habitación vacía, hasta que los muros de la casa se doblegaran por el peso de los años o la devastación del fuego. Sólo eso.
Si alguien hubiese mirado al espejo habría visto reflejarse centenares de veces la pequeña lengua de fuego, convertida en espantosa hoguera, en lumbre devoradora presta a tragarse la habitación y la casa toda, el mundo entero si era posible. Intentaba hacer salir de su ser el fuego para incendiar la casa toda, pero sólo conseguía un juego de luces propio de un bufón o un malabarista.
Tenía que resignarse a la tortura de verlos, de ser testigo de sus caricias, indefenso, atrapado en su catafalco de cristal, vencido por una distancia tan corta y a la vez tan larga, tan fieramente insuperable como todas las que malquistan lo posible y lo imposible. Tenía todo el tiempo del mundo para apurar hasta la hez su dolor, el gran dolor de saberse condenado a mirar siempre a distancia al objeto de su amor, su condena el silencio, el perpetuo silencio que sumía sus palabras, sus requiebros, eternamente perdidos en la lisa superficie de su bruñida, brillante, implacable maldición. Pero lo peor era sentirse impotente, inerme, sin una sola oportunidad ante el rival que acariciaba su piel haciéndose dueño de los temblores, señor de los estremecimientos tantas veces ensoñados por el verdadero amante, el que juró vivir por ella tan solo a cambio de un beso, aquel beso inocente y tierno que la joven Irina, poco más que una niña, dio a su propia imagen al descubrir los encantos del alba de su cuerpo.
Fue una mañana cualquiera, poco después de que Irina cumpliese los doce años. Su padre le había regalado un peine de carey y le había explicado que algunos países lejanos terminan en una extensión de agua tan grande que se puede tardar años enteros en cruzar de un lado al otro. En esos mares inmensos es donde viven las tortugas marinas, y con la concha de una de ellas un hábil artesano había fabricado ese peine para que ella se peinara. Irina pasaba mañanas enteras imaginando los mares mientras peinaba su melena con aquel instrumento casi mágico. Un día, regresó de pronto de sus ensoñaciones infantiles y fijó la vista en su propia imagen, como si no la hubiese visto nunca antes. Probó distintas trenzas y peinados, ensayó toda suerte de gestos y posturas ante el espejo y se encontró tan hermosa que besó sus propios labios en la fría superficie del cristal.
Desde entonces la adoraba con enfermiza constancia, anhelando la llegada de la noche, que le entregaría a la muchacha, para contemplar cómo se peinaba su largo cabello rubio, cómo se desprendía una a una de sus ropas y se ponía el camisón, antes de arrodillarse piadosamente para rezar sus oraciones.
Al principio tuvo vergüenza de verla desnuda, y aunque no podía evitarlo, sentía sobre sí la imagen de aquel cuerpo impúber como una mancha. Trató de convencerse de que la muchacha era tan sólo uno más de los objetos que a diario reflejaba en la habitación, pero todo fue en vano: la belleza de Irina crecía tan deprisa como su amor, y a fuerza de buscarlas halló razones para deleitarse en el único placer que le era dado. Tamaño privilegio lo había convencido de que era suya, sólo suya, hasta que aquella aciaga noche de diciembre entró por la ventana el apuesto capitán y deshizo el engaño, devolviendo al mundo lo que era del mundo y a Platón lo suyo: era de justicia que Irina entregara su amor a quien tuviera para ella algo más que miradas y silencio. Era natural que ella se entregase a quien pudiera estrecharla en sus brazos. Era lógico que prefiriese unos brazos de hombre a un anhelo de espectro.
Pero el alma del espejo no pudo, no quiso o no supo comprenderlo, y ebrio de rabia, de una rabia negra y mate como el basalto en que se tornan los ardientes ríos de lava, sospechó de pronto que el mismo poder que lo retenía a él podía aprisionarla también a ella.
Tras aquel cristal había sitio para los dos: en un abismo hay sitio para el universo entero.
Tras aquel cristal vivirían juntos eternamente, en una existencia sin fin, y la condena se tornaría recompensa, un premio aún mayor que cualquier paraíso que hubieran podido prometerle cuando aún era un ser humano.
El espejo sintió una rendija de luz, una tímida esperanza en la negrura de su pecho, y reconcentrando su voluntad miró fijamente a Irina, tendida lánguidamente sobre el lecho, hasta que en un esfuerzo supremo pudo también él poseerla, hacerla suya para siempre, aunque de muy distinta, lejana, siniestra manera.
Los amantes no se dieron cuenta de nada. Estaban demasiado embebidos en sí mismos para tener en cuenta la existencia de algo que no fueran sus propios sentidos. Nada cambió en la habitación. No sonaron distintos los silbidos del viento ni el crujir de las maderas. No hubo avisos del Cielo ni se oyeron las risas del infierno.
La noche continuó entre besos renovados y recién descubiertas caricias, delirantes a veces, remisas en ocasiones para acrecentar el ansia que habría de ser saciada luego.
Los primeros rayos de sol encendían ya las aristas de la nieve cuando Adalberto e Irina se despidieron.
Afuera, la nieve había dejado de caer.