Luego, con el correr de los años, le dedicarían una calle oscura y marginal en recuerdo de su hazaña, pero el arquitecto Juan Madrazo Kuntz, comisionado por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando para reparar la catedral, no pensaba en tales veleidades a aquella crítica hora.
Suya había sido la determinación de desmontar un ala entera del templo, gótico por toda seña, sin un sólo muro de piedra, sostenido enteramente sobre una hectárea de vidrieras y la fe del maestro Enrico el Viejo, su primitivo artífice.
Desmontar un ala de la catedral y lograr que el resto no perdiera el equilibrio: tal era la proeza que se impuso, a sabiendas de que el fracaso lo hundiría en el más ominoso oprobio.
Los que a finales de la Edad Media levantaban una catedral podían permitirse que alguno de sus muros se desmoronase durante la construcción, y si el percance se repetía con demasiada frecuencia, el espíritu arcano de la época les concedía el recurso de apelar a intervenciones diabólicas, topos gigantescos o hechizos abominables para justificar el desaguisado. Cuando se encontraban ante un problema técnico que superaba sus capacidades, podían permitirse también demorar la obra cien o doscientos años, hasta que llegase quien supiera enfrentar la dificultad, o cambiar de estilo de repente, como es visible en muchas obras de la época.
Pero en el siglo XIX eso ya no era de recibo. Lo que se permitía al constructor no se toleraría en ningún caso al restaurador. El arquitecto sabía muy bien lo que se jugaba al ordenar el desmonte de toda un ala del templo. Si la catedral entera se venía a bajo como pronosticaban no pocos técnicos, a los libros de historia les faltarían páginas para denostar al insensato que se había atrevido a desmontar la mejor joya del gótico español contra el criterio de sus contemporáneos.
Pero Juan no hizo caso a nadie. Repasó por milésima vez sus cálculos y dirigió personalmente la operación, trabajando quince horas diarias durante ocho meses seguidos.
Para abordar la tarea construyó y diseñó cientos de distintos andamios, de palancas, de resortes, de flejes y ballestas que sostuvieran la bóveda. Hizo surgir de su mente una catedral de hierro y madera que sostuviese a la de piedra. Calculó los equilibrios, apuró los pesos y las tensiones, supervisó una a una la instalación de estas prótesis y ajustó sobre la marcha los mecanismos más dudosos.
El ala afectada por el exceso de carga de una cúpula postiza adosada durante el renacimiento fue reparada y vuelta a construir. La catedral que había nacido para gótica era gótica de nuevo, sin añadidos posteriores que hiriesen su estética ni debilitasen su estructura. La pureza de las líneas regresaría intacta del siglo XIII en que nació.
Cuando se acabó de desmontar el ala afectada, la ciudad entera desfiló ante el templo desfondado, admirándose de que aún se mantuviera en pie. Luego siguieron cinco años de consolidación de cimientos, sustitución de los sillares afectados por el mal de la piedra y reconstrucción de la estructura desmantelada.
Cinco años.
Y después de ese tiempo llegó al fin el momento de retirar los andamios y comprobar al fin si el conjunto resistía. Era la hora de comprobar si la nueva configuración armonizaba con la antigua hasta completar el endemoniado juego de simetrías y contrapesos que exigía aquel prodigio de luz y color.
Los trabajos se detuvieron un mes entero. El arquitecto quiso repasar una vez más todos sus cálculos y no hubo detalle que no pasara por el tamiz de su mente.
Al final, una mañana, decidió que ya había hecho cuanto estaba en su mano. Si había algún fallo oculto en sus diseños, excedía su capacidad el encontrarlo.
La Academia de Bellas artes en pleno acudiría al desmantelamiento de los andamiajes. Y todas las autoridades, civiles, militares y eclesiásticas de la ciudad y buena parte de la región. El propio arzobispo de Toledo había anunciado su presencia, a pesar del mal estado de los caminos por las últimas lluvias. Nadie quería perderse aquel desastre.
La mañana del día anunciado, Juan Madrazo, vestido con sus mejores galas, recibió los buenos deseos de las autoridades y para sorpresa de todos, se dirigió al interior de la catedral.
Tal vez hubiese oprobio después del fracaso, pero vida no podía existir. Si la catedral se desmoronaba, no podía haber vida después de aquello.
El arquitecto, con paso firme, despertó con sus pasos los ecos de las losas, los murmullos de los sepulcros, hasta colocarse bajo el crucero. Si se producía el derrumbe él no quería estar en otro sitio. Miró al alejado techo y dio la orden a los obreros de que empezasen a retirar los andamios.
Uno a uno se fueron aflojando los flejes y los tornillos. La estructura entera crujió, vibró un instante al recomponer su equilibrio, y todos lo que vivieron aquel momento supremo supieron que el edificio entero se sostuvo durante un segundo sobre la feroz mirada del arquitecto.
No pudo ser de otro modo.
Dicen que aún se sostiene sobre aquella voluntad. Sobre aquellos ojos.