Yo quisiera ser poeta y vivir de lo que escribo. Me gustaría sentarme bajo la sombra de un sauce y llorar por los amores que perdí o que imaginé. Fingir las tardes marchitas en los claustros de otra mente y apurar hasta los posos el beleño de los besos y el azar de las ortigas.
Eso quiero algunas veces, pero luego me convenzo, quizás por necesidad, de que es mejor tramar versos o andamiar relatos cortos sin más previa cortapisa ni más temprana intención que escribir lo que ese día me interese, me atraviese, me endemonie, o empuje mi curiosidad.
Es mejor ser fontanero, dijo la zorra a las uvas. Quizá el racimo sea usted, que está leyendo este cuento, y eso mismo le repito: es mejor ser fontanero, después de acabar un módulo de formación profesional con casi treinta años, tirar de soplete y grifa y poder celebrar de vez en cuando que vendiste lo escrito en vez de devanarte la mollera para escribir lo que venderías.
Mientras haya grifos que cambiar, tuberías que se piquen y desagües que se atasquen, las letras de la hipoteca y la cesta de la compra no dependerán de si mi estilo llega mejor o peor a los lectores, o de si están o no de moda los temas de mis obras.
Y además, la fontanería también es una fuente de inspiración. Todo lo es, para el que cambia la herramienta que lleva entre las manos, pero no la mirada que arrastra sus ojos.
Fue hace años. Si muchos o pocos, no importa. Los bastantes para que la verdad se haya transformado en relato pero no tantos como para que sus protagonistas hayan cambiado tanto que no puedan reconocerse por la calle e intercambiar un saludo, o una sonrisa. Yo aquí sigo, con mis cañerías. Y también ella, por ahí, en algún lado.
Fue una de esas tardes de invierno, con media lluvia perdiendo media apuesta y un frío completo ganándolas todas. Una de esas tardes que sólo necesitan tres golpes de hisopo para convertirse en cementerios.
Hacía ya rato que había oscurecido cuando me llamaron de un restaurante de las afueras para decirme que el friegaplatos echaba toda el agua fuera. Yo miré el reloj y sugerí que llamasen al servicio técnico del electrodoméstico, pero el dueño del establecimiento no se dejó desviar tan fácilmente y repuso que al aparato no le pasaba nada y que estaba seguro que era cosa del desagüe. Ya había intentado desatascarlo él por los método habituales, pero sólo había conseguido empeorar la avería. Esa noche tenía reservada una cena para treinta personas y no podía permitirse cerrar por avería, así que me rogaba que el echara una mano, aunque le cobrase un poco más de lo corriente.
Resignado a salir con aquel tiempo, tomé nota de la dirección y le aseguré que estaría allí en media hora, armado de los ácidos más corrosivos y los alambres más largos que pudiese encontrar. Si las cosas iban bien, o razonablemente tranquilas, podía hacerme un buen pellizco en una hora, y siempre era bueno anotarse un tanto con un empresario de la hostelería, que seguramente volvería a llamarme en la siguiente oportunidad o daría mi teléfono a algún otro profesional.
No fue voluntario, lo puedo jurar, pero media hora justa después de la llamada estaba en restaurante, un local donde los fluorescentes temblorosos, más que dar luz, acentuaban el aspecto de trabajoso decoro de mesas, sillas y baldosas fatigadas por los años y la administración con tres decimales de un negocio demasiado a las afueras para ir andando, demasiado céntrico para los clientes de paso por la ciudad.
El dueño, un hombre gordo, calvo y con bigote teñido, me condujo a la cocina y me señaló el desagüe por donde debería evacuarse el agua sucia del fregaplatos. Lo hizo con un solo gesto, como una presentación en sociedad: aquí el desagüe, aquí el fontanero. Espero que disfruten ustedes de las horas que van a pasar juntos. A la chica, alta y con el pelo recogido con horquillas, no se molestó en presentarla.
Yo la saludé con media sonrisa e intenté decirle algo mientras sacaba la herramienta, pero enseguida me di cuenta de que era extranjera y que sólo a duras penas conseguía entender lo que le decía mientras troceaba verdura en una fuente grande y oxidada como el casco de un pesquero alcanzado por la reconversión del sector.
Cuando fallaron los alambres y tuve que echar mano de los ácidos, le dije que saliera de la cocina para evitar los vapores y tuve ocasión de hablar un rato con ella mientras la química intentaba lo que no había podido la física.
Supe entonces que se llamaba Ludmilla y que era húngara, concretamente de Debrecen. Hablaba español mucho mejor de lo que lo entendía, lo que tampoco es mucho decir cuando soy yo el interlocutor, pues reconozco que vocalizo poco, mal y entre muelas.
Había venido a la ciudad a estudiar castellano, pero llegado el momento de regresar había preferido quedarse a trabajar en aquel restaurante antes de volver a su ciudad a buscar un trabajo parecido, pero peor pagado y con menos expectativas de mejorar. Llevaba dos meses en el trabajo y estaba un poco cansada, pero según ella valía la pena.
hablamos un cuarto de hora. A mí me gustaba mirarle los ojos, que se sobreponían al delantal, la blusa de trabajo y las zapatillas, y a ella le gustaba que se los mirase. Tenía una sonrisa que no fui capaz de descifrar y cuando al fin el ácido deshizo lo que fuese que bloqueaba el desagüe le pregunté a qué hora salía de trabajar.
Ella negó con la cabeza y me dijo que nunca salía de trabajar. Que trabajaba todo el día. Toda la vida. Que había sido muy mala y ese era su castigo.
Nunca había oído rechazar una cita de una manera tan original. El gesto de humo me resultó tan atractivo que me prometí intentarlo de nuevo otro día.
Lo hice aquel mismo domingo y luego algunas otras veces, pero parecía cierto que trabajaba todo dos los días, hasta las dos o las tres de la mañana. Me recibía siempre con una sonrisa, me daba las gracias por acordarme de ella y charlaba un rato conmigo mientras seguía trabajando en la cocina.
Un mes después volvió a fallar el desagüe y el dueño del restaurante me llamó de nuevo, un sábado por la noche. esta vez le dije que estaba muy ocupado y que era mejor que llamase a otro. Un sábado a aquellas horas no encontraría a nadie, ni siquiera de los servicios de emergencias, que tardase menos de un par de horas en acudir. Eso mismo dijo él, y cuando vi que estaba medio desesperado le propuse un trato: si me prestaba a su cocinera el domingo por la noche para ir a una fiesta, estaría allí en veinte minutos. Si no, que llamase a Superman.
No lo dudó ni un momento: era más fácil encontrar cocinera para el día siguiente que fontanero para ese mismo momento, así que aceptó.
La más sorprendida fue ella. Tuve que explicarle que al día siguiente tenía una cena, la de todos los años, con los compañeros de Facultad, porque antes de hacerme fontanero había empezado una carrera, y que ya estaba harto de ir sin pareja. Tuve que conseguir que lo considerase un pretexto barato para poder pedirle realmente un favor y que creyese lo que en el fondo era la pura verdad. Así le sucede a menudo a la verdad, que se viste de carnaval para atreverse a salir de la boca.
Al final aceptó. Y cuando aceptó me dio las gracias, como si nunca se hubiera opuesto, y me dijo que ya tenía ganas de descansar algún día. Le pregunté dónde quedábamos y cundo le dije dónde sería la cena me dio una dirección y me dijo que fuese a buscarla a su casa.
No pensé nada. No di nada por hecho. No me hice ilusiones. No sabía siquiera lo que pensaba de ella, salvo que estaba sola, trabajaba demasiado y planeaba volver en cuanto ahorrase algo de dinero a un país demasiado grande y demasiado lejano. No sabía casi nada de ella, pero me bastaba lo que veía: unos ojos grandes, una sonrisa inteligente y alguien con quien evitar el incómodo número impar de tantos años.
Al día siguiente me puse el traje oscuro de las cenas y los entierros y me comprometí conmigo mismo a disfrutar de lo que surgiese, sin darle demasiadas vueltas.
La cena era a las nueve y media y tenía que pasar por su casa a buscarla a las nueve. Cuando llegué estaba aún en vaqueros y zapatillas, y con el eterno atado de horquillas, pero prometió que no tardaría mucho.
Me fui a la salita a esperar que se cambiara, y cuando regresó diez minutos después casi me caigo de espaldas.
-¿Qué te parezco? - me preguntó apoyada con cuidadosa indolencia bajo el marco de la puerta.
Era Gilda. Tal cual. Con la misma melena roja, el mismo vestido negro y los mismos guantes hasta el codo. Era ella.
No sé lo que tardé en responder. Sólo pude decirle que estaba increíble, o alguna vulgaridad por el estilo. El poeta que se supone que soy no había logrado volver en sí y tuvo que responderle el fontanero. Luego me contó que su país se ganaba algún dinero extra posando como doble de la Hayworth para las revistas o imitándola en pequeños espectáculos locales. Por eso tenía el vestido y había aprendido a maquillarse como ella.
Lo único que pude hacer fue acercarme y besarla suavemente, como quien besa a un santo en su hornacina.
Quizás otro hubiera pensado que era falsa, que sólo era una pobre chica húngara sin amigos, asustada por sus penurias de inmigrante. Algún otro hubiese encontrado patético el remedo, pero yo no la hubiese cambiado por la auténtica.
Porque nunca hubo una Rita Hayworth auténtica.
No más que la mía.
Feindesland. 2011