Le dijeron trece veces que tuviera cuidado. Doce sus amigos y una el propio Hank. Hank Sandor, el húngaro, apodado el gato negro.
Le llamaban así porque alternaba trajes negros sin planchar, por su bigote escurrido, sus pasos silenciosos, y su nefasta habilidad de antípodas del rey Midas.
En las callejas húmedas de pensiones sin cartel y madames sin memoria, Hank cumplía su trabajo y callaba. Pero esta vez lo había advertido: “chico, mejor lárgate”
El chico era Sam. O San. Su aspecto medio chino impedía descifrar la última letra.
No estaba metido en nada. Pero buscaba su hueco. Quería empezar por un par de chicas que trabajaban en la calle y habían perdido su chulo en la última redada. Una redada tan previsible y anunciada que sólo cayeron los tontos. Como todas en los últimos años.
Las chicas no valían mucho. Sam tampoco. El trato no fue difícil ni ventajoso, pero había que empezar por algún sitio.
En las primeras de cambio, durante la huelga de estibadores, Sam cumplió su parte a punta de navaja con un par de borrachos y un par de chicas más se pusieron bajo su protección.
El negocio marchaba.
Entonces apareció Sandor. Hank Sandor.
No le molestaba que cada cual se ganase la vida. A su jefe no le molestaba. No pretendían el monopolio de las putas. Ni el de la colonia transformada en whisky. Sólo querían que Sam se mudara a otro barrio. Con sus chicas y con la bendición del patrón.
Sam no lo entendió.
No comprendió que justo en las calles donde huroneaba existía otra clase de movimientos que era mejor no ver de cerca. Como no había visto nada, no supo qué era lo que tenía que evitar.
Nunca se había fijado en el trajín de camiones cubiertos con lona. Ni siquiera se había enterado del incendio. No reconoció al tipo de la gabardina gris, ni al otro on reloj de oro que lo acompañaba. Nunca imaginó que el hombre que sacaron del almacén en llamas estaba algo más que muy borracho. No prestó atención al Ford azul en el que se lo llevaron.
No lo entendió.
Siguió deambulando por el barrio, con sus chicas, por las mismas calles.
Nada más común que seguir donde uno está. Es lo más lógico. Por eso no escuchó a los que le advirtieron, ni se tomó en serio a Hank.
No se enteraba de nada, pero tropezaba cada vez más a menudo con gente que preferí no ver a nadie.
Una noche tropezó, casi de sopetón, con la navaja de Hank y murió preguntándose por qué el gato negro le había hecho eso a él, que no se metía en nada.
No sabía que los gatos negros traen mala suerte. Sobre todo a los ratones idiotas.
Dedicado con todo mi afecto a José Luis Alvite