Desde que Clint Hocking acuñó el término disonancia ludonarrativa hasta hoy se ha producido una peculiar manía. El palabro concedía a los videojuegos cierto aura intelectual, pero como fuego amigo también les daba a los gamers la excusa perfecta para tachar de pretencioso todo lo que se sale de su concepción mercadotécnica de los videojuegos.
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