¿Qué queda de la Utopía? – Tomás Ibáñez

Conferencia leída el 10 de abril de 2019, durante el coloquio organizado por la asociación 24 de agosto de 1944 en el auditorio de la ciudad de París, sobre el tema "1939-2019, Utopía en el exilio".

Testimonio sobre la lucha antifranquista en los años 60 y 70, desde la muerte de Franco hasta la España contemporánea

Cuando un pesado manto de plomo y sangre cayó sobre España en 1939, la utopía que había hecho que gran parte del pueblo se levantara contra el golpe de Estado fascista no admitió la derrota.

Ni los miles de presos políticos ni las ejecuciones sumarias consiguieron debilitar la voluntad de lucha inspirada en esta utopía. Una voluntad de lucha, como lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que, durante los diez años que siguieron al final de la guerra, no menos de 14 comités nacionales de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) se reconstituyeron en la clandestinidad tras cada desmantelamiento policial... 14 en sólo diez años, y bajo una dictadura que no dudó en matar y torturar.

Paralelamente al enorme esfuerzo desplegado para mantener esta organización, se desarrollaba también una resistencia armada, dirigida en la mayoría de los casos por libertarios llegados del exilio. Y soy muy consciente de que mencionar aquí sólo los nombres de Amador Franco, Raúl Carballeira, José Luis Facerías, Quico Sabaté, Wenceslao Jiménez o Ramón Vila no es hacer justicia a la larga lista de luchadores caídos en España.

Por otra parte, cuando en 1939 cientos de miles de personas emprendieron la Retirada para buscar asilo en Francia, la maravillosa utopía que habían vivido tan intensamente en la España de los años 30 no se rompió contra la imponente muralla de los Pirineos, sino todo lo contrario...

La utopía atravesó -dolorosamente, es cierto- estas montañas y, como hacen las plantas más perennes, logró sobrevivir en los campos donde se hacinaban los refugiados, aferrándose, por ejemplo, al suelo árido de las playas de Argelès.

Y luego, veinte años más tarde, a principios de la década de los sesenta, los que habían luchado contra el fascismo, al tiempo que intentaban alcanzar la utopía, vieron cómo sus hijos se unían a ellos en la búsqueda tenaz de sus esperanzas; y este encuentro entre generaciones revigorizó de repente la lucha antifranquista, insuflando nueva vida y vigor a la utopía.

Así, en 1961, todo el movimiento libertario español -insisto: el conjunto de este movimiento, todas las tendencias combinadas, es decir, la CNT, la FAI (Federación Anarquista Ibérica) y la FIJL (Federación Ibérica de Juventudes Libertarias) - se unieron formalmente, en congreso, para relanzar la lucha directa contra el franquismo, a través de toda una serie de acciones cuya baza, la carta fundamental, no era otra -voy a utilizar un eufemismo que todo el mundo entenderá muy fácilmente- que la incapacitación del propio dictador.

La historia muestra, por supuesto, que esta baza no tuvo el resultado deseado. Pero el fracaso de los diversos intentos de poner fin a la existencia del infame y execrable dictador no impidió que estas acciones se sucedieran a buen ritmo durante varios años.

Eran dispositivos, que hacían más ruido que daño, destinados a demostrar que la resistencia era capaz de desbaratar el denso y espeso sistema represivo de la dictadura. También pretendían dar esperanza a la parte de la población que no se había resignado a la situación, y buscaban generar una cobertura mediática internacional, recordando al mundo la vergonzosa existencia de la dictadura franquista en Europa.

La fuerza de la utopía y la atracción que ejercía despertaron, como ya había ocurrido en 1936, una gran oleada de solidaridad internacional. Tanto es así que las acciones emprendidas contaron con la participación de compañeros de varios países: De Francia, como el Dr. Paul Denais que, en 1962, acompañó al joven libertario Antonio Martín hasta el corazón mismo del mausoleo de Franco, el famoso Valle de los Caídos, para provocar una deflagración; o Alain Pecunia que, después de haber cumplido años de prisión como represalia por una de estas acciones, fue víctima -pero en Francia, esta vez- de un misterioso accidente que casi le costó la vida y le dejó secuelas imborrables.

Compañeros de Francia, por supuesto, pero también de Gran Bretaña, como Stuart Christie que, recién salido de la adolescencia, soñaba con acabar con el dictador; o de Italia, como Amedeo Bertolo, un joven estudiante libertario que, en 1962, no dudó en retener -otro eufemismo- al vicecónsul español en Milán, para salvar la vida de un joven libertario barcelonés que estaba a punto de ser condenado a muerte por los tribunales militares; o también, compañeros argelinos o suizos, que no dudaron en asumir los riesgos de la acción directa en solidaridad con esta utopía.

Y estos riesgos no eran en absoluto menores, como atestigua la ejecución por garrote, el inhumano garrote vil, de los jóvenes libertarios Francisco Granado y Joaquín Delgado, en agosto de 1963.

Y es que en los años sesenta, la dictadura no se limitó a reprimir la reactivación de la utopía en suelo español, sino que también utilizó sus conexiones en el extranjero y consiguió de las autoridades francesas, del gobierno francés, la detención en 1963 de decenas de miembros del exilio libertario y la ilegalización de la FIJL, que se vio obligada a pasar a la clandestinidad.

Aunque estas condiciones hacían aún más difícil y arriesgada la lucha, ésta persistió contra viento y marea, y así, a finales de abril de 1966, el grupo Primero de Mayo, vinculado a la FIJL, dio un auténtico golpe de estado al secuestrar en Roma a monseñor Ussía, embajador de Franco en el Vaticano, reivindicando esta acción desde el mismo corazón de la dictadura, es decir, desde la capital española.

Eso fue en 1966, y apenas dos años después la gran utopía que había arrasado España en los años 30 se reavivó literalmente en el fabuloso acontecimiento de Mayo del 68, en el que muchos hijos del exilio se implicaron sin reservas. Un acontecimiento cuyos ecos cruzaron muchas fronteras, incluidas las de la Península Ibérica, e hicieron florecer de nuevo la utopía libertaria a principios de los años 70 en España.

Estos ecos contribuyeron a despertar sensibilidades inflexibles; y así, por ejemplo, en 1974, el joven Salvador Puig Antich, después de haber sido uno de los que había tomado la antorcha de esta utopía a manos llenas, lo pagó con su vida, brutalmente arrebatada por los verdugos de Franco, que aplicaron, una vez más, el cruel procedimiento del garrote.

Pero fue sobre todo cuando murió Franco que una explosión tan enorme, tan espectacular como completamente imprevisible, envió fragmentos de utopía a las ciudades, pueblos, barrios, fábricas y escuelas de toda España.

En efecto, de forma totalmente sorprendente e inesperada, la CNT resurgió, como por milagro, de las profundidades de la memoria histórica, y llenó hasta los topes todos los espacios donde se reunía. Hubo muchos, pero el más espectacular fue sin duda el de Barcelona en julio de 1977, que reunió a más de cien mil personas. Y puedo asegurar que cuando miramos a esta multitud, surgida de quién sabe dónde, ninguno de los participantes podía creer lo que veía.

Pero este resurgimiento no fue cosa de un día. Desde finales de 1975 y principios de 1976, los sindicatos libertarios se constituyeron rápidamente en los sectores industriales de todas las ciudades. Sus locales no estaban vacíos y en sus asambleas se encontraban, hasta la coma, las prácticas que habían hecho la originalidad del movimiento revolucionario hasta finales de los años 30 en España.

Sin embargo, esta utopía, como por arte de magia, tuvo que moverse en un contexto social y político extraordinariamente agitado que siguió al franquismo, pero sin conseguir separarse realmente de él.

Las dos grandes formaciones que dominaban el ala izquierda del espectro político -la Plataforma de Convergencia Democrática, en torno al Partido Socialista, y la Junta Democrática de España, en torno al Partido Comunista- dejaron de discutir sobre el grado de ruptura con la antigua dictadura, y se fusionaron en una poderosa alianza que se inclinaba definitivamente por el pacto con las fuerzas del antiguo régimen.

Esto aseguró una transición relativamente pacífica a una democracia en línea con los estándares europeos, pero sin hacer una ruptura radical con el régimen anterior, es decir, la dictadura, e implicó, por ejemplo, la aceptación de la monarquía, entre otros muchos legados directos del franquismo.

Una vez legalizados los partidos políticos y los sindicatos en abril de 1977, la Constitución española, aprobada en diciembre de 1978, consagró en el altar del consenso político la insólita e indigna ambigüedad de una ruptura que mantenía una hipócrita continuidad con el régimen anterior.

Sin duda, fue una píldora difícil de tragar para una gran parte de la población que soñaba con otros escenarios y exigía un cambio mucho más profundo.

De hecho, durante este periodo de transición, la tensión social alcanzó una intensidad extraordinaria, con decenas y decenas de grandes huelgas, y con una represión que no se avergonzó de ninguna pretensión. Este fue el caso, por ejemplo, de la huelga de marzo de 1976 en la ciudad de Vitoria, en el País Vasco, que se saldó con cinco muertos y más de un centenar de heridos, algunos de ellos por armas de fuego.

Así, lejos de ser tan ejemplar y pacífica como se ha retratado, la transición española se desarrolló en un clima de violencia que se saldó con entre 500 y 700 muertos en el breve periodo que transcurrió entre la muerte de Franco, a finales de 1975, y el inicio de la década de 1980.

Entre estas muertes, no podemos olvidar, por supuesto, a las cinco personas, activistas o cercanas al Partido Comunista, que fueron asesinadas en enero de 1977 por matones fascistas en un despacho de abogados de Madrid.

Por supuesto, la utopía libertaria no podía conformarse con los pactos entre el antiguo y el nuevo régimen, ni con la paz social que la represión pretendía imponer. Así, agitó el mundo del trabajo hasta paralizar Cataluña, por ejemplo, con la gran huelga de gasolineras que la CNT organizó en 1977, apenas unos meses después de su legalización definitiva.

En este contexto, cuando en octubre de 1977 las fuerzas políticas y sindicales firmaron los despreciables "Pactos de la Moncloa" con el gobierno español, con el fin de quebrar la lucha obrera, la CNT apareció como el elemento que, por su fidelidad a la utopía y su negativa a integrarse en este vasto acuerdo, podía hacer zozobrar toda la empresa de poner en jaque a la clase obrera, y desactivar las esperanzas de un cambio radical.

Por lo tanto, era necesario neutralizarla a toda costa, lo que se consiguió gracias a una operación policial que hizo que la CNT asumiera la responsabilidad del sangriento atentado contra la sala de fiestas La Scala de Barcelona, donde murieron, en enero de 1978, cuatro trabajadores que, para colmo, eran miembros de la CNT. Y no fue casualidad, pero en absoluto, que este atentado se produjera durante una imponente manifestación organizada por la CNT ese mismo día en Barcelona, precisamente para protestar contra estos pactos de la Moncloa.

Hábilmente criminalizada por las altas esferas del Estado, la utopía, que había gozado de dos años de increíble y verdadero esplendor, se marchitó con bastante rapidez, y luego tardó más de una década en levantar lentamente la cabeza.

Pero las raíces de esta utopía eran, al parecer, de una rara profundidad, porque, poco a poco, se fue recuperando, y lo hizo tan bien que el sindicalismo libertario cuenta hoy con más de 100.000 afiliados, contando sus dos principales organizaciones, la CNT y la CGT, y que, además, son mayoritarios en ciertos sectores estratégicos, como, por ejemplo, el sistema de transporte metropolitano de Barcelona.

Sin embargo, paralelamente a esta consolidación del anarcosindicalismo, es en el seno de los movimientos sociales actuales donde esta utopía late con más fuerza. Impregna toda una serie de colectivos libertarios, o de contenido libertario, así como centros sociales autogestionados, cooperativas sociales y comunidades agrarias que salpican el tejido social español.

Es como si la utopía libertaria hubiera pululado fuera de su hábitat tradicional y polinizado a grandes sectores sociales que la reconstruyen, cada uno a su manera. Es esta polinización, poco llamativa pero eficazmente productiva, la que permite entender, por ejemplo, la magnífica y espectacular explosión popular que invadió y ocupó las plazas públicas en mayo de 2011 en Madrid, Barcelona y otras muchas ciudades, y de la que aún hoy quedan algunos rescoldos, a pesar del control electoral de ese gran movimiento espontáneo que fue el movimiento "15 M", el movimiento de los indignados.

Sí, no nos equivoquemos: hoy, unos 80 años después, la gran utopía del 36-39 sigue latiendo en España. Lo hace con formas ciertamente renovadas, pero en las que se aprecia claramente la huella de sus lejanos orígenes.

En lugar de pretender dejar de ser una utopía al materializarse antes o después en la realidad, parece más convencida que nunca de que su razón de ser no es otra que la de seguir ampliando los límites de lo posible, y que sólo así, manteniéndose como una bella, atractiva y cálida utopía, nunca alcanzada, puede suscitar revueltas y producir repercusiones que sean, en definitiva, profundamente transformadoras de la realidad.

Y termino: la gran utopía de 1936 ha conseguido pasar por las diferentes etapas que se han sucedido desde entonces, hasta la actualidad; y algunas de ellas fueron especialmente duras, en el exilio, y especialmente crueles, en territorio español. Pero lo que realmente pone "sol en el corazón", como se dice en El tiempo de las cerezas, es ver, hoy, que la llama encendida hace tiempo por esta utopía sigue brillando, y que parece estar lejos de apagarse.

Tomás Ibáñez

Tomás Ibáñez es un activista libertario y teórico anarquista. Hijo de exiliados españoles, fue muy activo en el movimiento libertario, tanto en Francia en los años 60, especialmente en el "Movimiento 22 de Marzo" de mayo de 1968, como en España desde el final de la dictadura franquista.

Traducido por Jorge Joya

Original: www.memoire-libertaire.org/Que-reste-t-il-de-l-Utopie