Anarquismo y sindicalismo

Anarquismo y Sindicalismo - Congreso Anarquista de Amsterdam 1907. 

El debate Pierre Monatte - Errico Malatesta. 

"En la historia del anarquismo, el Congreso de Ámsterdam, celebrado del 24 al 31 de agosto de 1907, constituye uno de los acontecimientos más significativos: en él participaron delegados de 14 países; la presencia de figuras históricas del movimiento anarquista internacional, como Malatesta, Fabbri, Monatte, Broutchoux, Goldman, Rocker, Cornelissen. ... le dio un relieve particular; la importancia de los temas tratados: antimilitarismo, anarquismo y organización, relación mayoría/minoría, anarquismo y sindicalismo, anarquismo y huelga general, educación, religión... no tiene precedentes. 

Entre todos los problemas debatidos, el que marcará un hito en la historia del anarquismo internacional fue el relativo al desarrollo futuro del movimiento obrero y, en particular, a la relación entre anarquismo y sindicalismo, entre organización específica y organización sindical, de masas. El debate entre Malatesta y Monatte constituye todavía hoy una referencia y un testimonio histórico de indiscutible valor para cualquier militante implicado en la lucha social.

Puede encontrar el informe de los debates en Anarchisme & Syndicalisme, le congrès Anarchiste International d'Amsterdam (1907), de Ariane Miéville y Maurizio Antonioli, coeditado por Nautilus y Éditions du Monde Libertaire.

Proponemos aquí las intervenciones de Pierre Monatte y Errico Malatesta.

PIERRE MONATTE

"Mi deseo no es tanto daros una explicación teórica del sindicalismo revolucionario como mostrarlo en acción y hacer así que los hechos hablen por sí mismos. El sindicalismo revolucionario, a diferencia del socialismo y del anarquismo que lo precedieron en su carrera, se ha afirmado menos por las teorías que por los actos, y es en la acción y no en los libros donde hay que buscarlo.

Habría que estar ciego para no ver lo mucho que tienen en común el anarquismo y el sindicalismo. Ambos persiguen la extirpación completa del capitalismo y del trabajo asalariado mediante la revolución social. El sindicalismo, que es la prueba de un despertar del movimiento obrero, ha recordado al anarquismo el sentimiento de sus orígenes obreros; por otra parte, los anarquistas no han hecho poco para conducir al movimiento obrero por la vía revolucionaria y popularizar la idea de la acción directa. Así, el sindicalismo y el anarquismo han reaccionado el uno sobre el otro, para mayor bien de ambos.

Fue en Francia, en el marco de la Confederación General del Trabajo, donde nacieron y se desarrollaron las ideas sindicalistas revolucionarias. La Confederación ocupa un lugar único en el movimiento obrero internacional. Es la única organización que, declarándose claramente revolucionaria, no tiene ningún vínculo con los partidos políticos, ni siquiera con los más avanzados. En la mayoría de los países, aparte de Francia, la socialdemocracia es la protagonista. En Francia, la C.G.T. deja muy atrás, tanto por su fuerza numérica como por la influencia ejercida, al Partido Socialista. Pretende representar únicamente a la clase obrera y ha rechazado todos los avances que se le han hecho en los últimos años. La autonomía ha sido su punto fuerte y pretende seguir siéndolo.

Esta reivindicación de la C.G.T., su negativa a tratar con los partidos, le ha valido el calificativo de anarquista por parte de los opositores exasperados. Sin embargo, ninguno es más falso. La C.G.T., una amplia agrupación de sindicatos y gremios de trabajadores, no tiene doctrina oficial. Pero todas las doctrinas están representadas y gozan de la misma tolerancia. Hay un cierto número de anarquistas en el comité confederal; se reúnen y colaboran con los socialistas, la gran mayoría de los cuales -hay que decirlo de paso- no son menos hostiles que los anarquistas a cualquier idea de acuerdo entre los sindicatos y el partido socialista.

La estructura de la C.G.T. merece ser conocida. A diferencia de tantas otras organizaciones de trabajadores, no es ni centralizadora ni autoritaria. El comité confederal no es, como imaginan los gobernantes y los reporteros de los periódicos burgueses, un comité de dirección que une en sus manos al legislativo y al ejecutivo: está desprovisto de toda autoridad. La C.G.T. se gobierna a sí misma de abajo a arriba; el sindicato no tiene más dueño que él mismo; es libre de actuar o no actuar; ninguna voluntad ajena a él mismo obstaculizará o desencadenará su actividad.

Por lo tanto, en la base de la Confederación está el sindicato. Pero esta última no se une directamente a la Confederación; sólo puede hacerlo a través de su federación corporativa, por un lado, y de su bolsa de trabajo, por otro.

Es la unión de las federaciones entre sí y la unión de las bolsas lo que constituye la Confederación.

La vida confederal está coordinada por el comité confederal, formado por delegados de las bolsas y de las federaciones. Junto a ella, hay comisiones de la confederación. Se trata de la comisión de prensa (La Voz del Pueblo), la comisión de control, con atribuciones financieras, la comisión de huelgas y la comisión de huelga general.

El Congreso es el único órgano soberano para resolver los asuntos colectivos. Cualquier sindicato, por débil que sea, tiene derecho a estar representado por un delegado de su elección.

El presupuesto de la Confederación es muy modesto. No supera los 30.000 francos anuales. La agitación continua que condujo al gran movimiento de mayo de 1906 para la conquista de la jornada de 8 horas no absorbió más de 60.000 francos. Una cifra tan escasa causó en su día el asombro de los periodistas cuando se divulgó. Fue con unos pocos miles de francos que la Confederación pudo mantener, durante meses y meses, una intensa agitación obrera - Es que el sindicalismo francés, si es pobre en dinero, es rico en energía, devoción y entusiasmo, y éstas son riquezas de las que no se corre el riesgo de convertirse en esclavo.

No es sin esfuerzo y sin tiempo que el movimiento obrero francés se ha convertido en lo que vemos hoy. Ha pasado por muchas fases en los últimos treinta y cinco años, desde la Comuna de París. La idea de hacer del proletariado, organizado en "sociedades de resistencia", el agente de la revolución social, fue la idea madre de la gran Asociación Internacional de Trabajadores fundada en Londres en 1864. El lema de la Internacional era, como recordarás, "La emancipación de los trabajadores será obra de los propios trabajadores", y este sigue siendo el lema de todos nosotros, partidarios de la acción directa y opositores al parlamentarismo. Las ideas de autonomía y federación, tan en boga entre nosotros, inspiraron en su día a todos aquellos que en la Internacional se levantaron contra el abuso de poder del Consejo General y, tras el Congreso de La Haya, adoptaron abiertamente el partido de Bakunin. Mejor aún, la propia idea de la huelga general, tan popular hoy en día, es una idea de la Internacional, que fue la primera en comprender el poder que hay en ella.

La derrota de la Comuna desató una terrible reacción en Francia. El movimiento obrero fue detenido en seco, sus militantes fueron asesinados o se vieron obligados a irse al extranjero. Sin embargo, al cabo de unos años se reconstituyó, débil y tímida al principio; más tarde se volvería más audaz. En 1876 se celebró un primer congreso en París, donde el espíritu pacífico de los cooperativistas y mutualistas dominó de punta a punta. En el siguiente congreso, los socialistas alzaron la voz; hablaron de la abolición del trabajo asalariado. En Marsella (1879), los recién llegados triunfan y dan al congreso un carácter socialista y revolucionario muy marcado. Pero pronto surgieron disidencias entre socialistas de diferentes escuelas y tendencias. En Le Havre, los anarquistas se retiraron, dejando desgraciadamente el campo libre a los partidarios de los programas mínimos y de la conquista del poder. Dejados solos, los colectivistas fueron incapaces de llegar a un acuerdo. La lucha entre Guesde y Brousse desgarró el naciente partido obrero, provocando una completa escisión.

Sin embargo, ocurrió que ni los guesdistas ni los broussistas (de los que luego se separaron los allemanistas) pudieron hablar pronto en nombre del proletariado. El proletariado, justamente indiferente a las disputas de las escuelas, había reformado sus sindicatos, a los que llamó, con un nuevo nombre, sindicatos. Abandonado a sí mismo, protegido, por su propia debilidad, de los celos de los coterráneos rivales, el movimiento sindical fue adquiriendo fuerza y confianza. Creció. En 1892 se creó la Federación de Bolsas, y en 1895 la Confederación General del Trabajo, que desde el principio se cuidó de afirmar su neutralidad política. Mientras tanto, un congreso obrero de 1894 (en Nantes) había votado el principio de la huelga general revolucionaria.

Fue en esta época cuando algunos anarquistas, comprendiendo por fin que la filosofía no es suficiente para hacer una revolución, se unieron a un movimiento obrero que suscitó las más bellas esperanzas en los que supieron observar. Fernand Pelloutier era el hombre que mejor encarnaba, en aquella época, esta evolución de los anarquistas.

Todos los congresos que siguieron acentuaron aún más el divorcio entre la clase obrera organizada y la política. En Toulouse, en 1897, nuestros camaradas Delesalle y Pouget hicieron adoptar las llamadas tácticas de boicot y sabotaje. En 1900 se fundó la Voix du Peuple, con Pouget como redactor principal. La C.G.T., saliendo del difícil periodo de sus inicios, atestigua cada día más su creciente fuerza. Se estaba convirtiendo en un poder con el que el gobierno, por un lado, y los partidos socialistas, por otro, tenían que contar a partir de entonces.

Por parte de los primeros, apoyados por todos los socialistas reformistas, el nuevo movimiento tuvo que sufrir entonces un terrible asalto. Millerand, que se había convertido en ministro, intentó gubernamentalizar los sindicatos, para hacer de cada bolsa una rama de su ministerio. Los agentes a su cargo trabajaban para él en las organizaciones. Intentaron corromper a los militantes fieles. El peligro era grande. Se evitó, gracias al acuerdo que intervino entonces entre todas las fracciones revolucionarias, entre anarquistas, guesdistas y blanquistas. Este acuerdo se ha mantenido, habiendo pasado el peligro. La Confederación -fortalecida desde 1902 por la entrada en su seno de la Federación de Bolsas, mediante la cual se logró la unidad obrera- se nutre hoy de ella; y de este acuerdo nació el sindicalismo revolucionario, la doctrina que hace del sindicato el órgano, y de la huelga general el medio de transformación social.

Pero -y llamo la atención de nuestros camaradas no franceses sobre este punto, que es de extrema importancia- ni la realización de la unidad obrera, ni la coalición de los revolucionarios podrían, por sí solas, haber llevado a la C.G.T. a su actual grado de prosperidad e influencia, si no hubiéramos permanecido fieles, en la práctica sindical, a este principio fundamental que excluye de hecho los sindicatos de opinión: un sindicato por profesión y por ciudad. La consecuencia de este principio es la neutralización política del sindicato, que no puede ni debe ser anarquista, guesdista, allemanista o blanquista, sino simplemente obrero. En el sindicato, las diferencias de opinión, a menudo tan sutiles, tan artificiales, pasan a un segundo plano; a cambio, el acuerdo es posible. En la vida práctica, los intereses priman sobre las ideas: y todas las disputas entre escuelas y sectas no impedirán que los trabajadores, por el hecho mismo de estar todos igualmente sometidos a la ley del trabajo asalariado, tengan idénticos intereses. Y este es el secreto del entendimiento que se ha establecido entre ellos, que hace la fuerza del sindicalismo y que le permitió, el año pasado, en el Congreso, afirmar con orgullo que era autosuficiente.

Estaría gravemente incompleto si no os mostrara los medios en los que se apoya el sindicalismo revolucionario para lograr la emancipación de la clase obrera.

Estos medios pueden resumirse en dos palabras: acción directa. ¿Qué es la acción directa?

Durante mucho tiempo, bajo la influencia de las escuelas socialistas, y principalmente de la escuela guesdista, los trabajadores confiaron en el Estado para el éxito de sus reivindicaciones. ¡Basta con recordar las procesiones de trabajadores, encabezadas por diputados socialistas, que acudían a los poderes públicos para llevar los folletos del Cuarto Poder! - Como esta forma de actuar se tradujo en fuertes decepciones, se llegó a pensar que los trabajadores no obtendrían nunca más que las reformas que fueran capaces de imponer por sí mismos; en otras palabras, que la máxima de la Internacional que he citado antes debía ser entendida y aplicada de la manera más estricta.

Actuar por uno mismo, confiar sólo en uno mismo, eso es la acción directa. Esto, no hace falta decirlo, adopta las formas más diversas.

Su forma principal, o más bien su forma más llamativa, es la huelga. Un arma de doble filo, decíamos, un arma sólida y bien templada que, manejada hábilmente por el trabajador, puede golpear el corazón de la patronal. Es a través de la huelga que la masa obrera entra en la lucha de clases y se familiariza con las nociones que surgen de ella; es a través de la huelga que hace su educación revolucionaria, que mide su propia fuerza y la de su enemigo, el capitalismo, que gana confianza en su poder, que aprende la audacia.

El sabotaje no es mucho menos valioso. Se formula como Mala paga, mal trabajo. Al igual que la huelga, se ha utilizado desde tiempos inmemoriales, pero sólo en los últimos años ha adquirido un significado verdaderamente revolucionario. Los resultados producidos por el sabotaje son ya considerables. Allí donde las huelgas han resultado impotentes, ha conseguido romper la resistencia de los empresarios. Un ejemplo reciente es el que se dio tras la huelga y la derrota de los albañiles parisinos en 1906, los albañiles volvieron a las obras con la resolución de hacer una paz más terrible para la patronal que la guerra: y, por acuerdo unánime y tácito, empezaron por ralentizar la producción diaria; como si por casualidad se estropearan sacos de yeso o cemento, etc., etc. Esta guerra continúa hoy en día y, repito, los resultados han sido excelentes. No sólo los jefes cedieron muy a menudo, sino que de esta campaña de varios meses, el albañil salió más consciente, más independiente, más revuelto.

Pero si considero el sindicalismo en su conjunto, sin detenerme más en sus manifestaciones particulares, qué disculpa no debería hacer - El espíritu revolucionario en Francia moría, o al menos se volvía más y más lánguido, año tras año. El revolucionarismo de Guesde, por ejemplo, era sólo verbal o, peor aún, electoral y parlamentario; el revolucionarismo de Jaurès iba mucho más allá; era simplemente, y además muy francamente, ministerial y gubernamental. En cuanto a los anarquistas, su revolucionarismo se había refugiado magníficamente en la torre de marfil de la especulación filosófica. Entre tantos fracasos, y por el efecto mismo de estos fracasos, nació el sindicalismo; el espíritu revolucionario revivió, renovado por su contacto, y la burguesía, por primera vez desde que la dinamita anarquista había matado su grandiosa voz, la burguesía tembló.

Pues bien, es importante que la experiencia sindicalista del proletariado francés beneficie a los proletarios de todos los países. Y es tarea de los anarquistas hacer que esta experiencia se repita allí donde haya una clase obrera

trabajo de emancipación. A este sindicalismo de opinión que ha producido, en Rusia por ejemplo, sindicatos anarquistas, en Bélgica y Alemania, sindicatos cristianos y sindicatos socialdemócratas, corresponde a los anarquistas oponer un sindicalismo a la manera francesa, un sindicalismo neutral o, más exactamente, independiente. Así como hay una sola clase obrera, debe haber, en cada oficio y en cada ciudad, una sola organización obrera, un solo sindicato. Sólo en esta condición la lucha de clases -que ya no se ve obstaculizada en todo momento por las disputas de las escuelas o sectas rivales- podrá desarrollarse en toda su extensión y dar su máximo efecto.

El sindicalismo, según proclamó el Congreso de Amiens en 1906, es autosuficiente. Sé que esta afirmación no siempre ha sido bien entendida, incluso por los anarquistas. Sin embargo, ¿qué significa esto si no es que la clase obrera, habiendo alcanzado la mayoría de edad, pretende finalmente ser autosuficiente y no depender de nadie más para su propia emancipación? ¿Qué anarquista podría encontrar un fallo en una voluntad de acción tan afirmada?

El sindicalismo no se empeña en prometer a los trabajadores un paraíso terrenal. Les pide que la conquisten, asegurándoles que su acción nunca será en vano. Es una escuela de voluntad, de energía, de pensamiento fecundo. Abre nuevas perspectivas y esperanzas para el anarquismo, que durante demasiado tiempo se ha encerrado en sí mismo. Que todos los anarquistas se acerquen al sindicalismo; su trabajo será más fructífero, sus golpes contra el régimen social más decisivos.

Como toda obra humana, el movimiento sindicalista no está exento de imperfecciones, y lejos de ocultarlas, creo que es útil tenerlas siempre presentes para reaccionar contra ellas.

La más importante es la tendencia de los individuos a dejar la lucha a su sindicato, a su Federación, a la Confederación, a recurrir a la fuerza colectiva cuando su energía individual habría sido suficiente. Nosotros, los anarquistas, apelando constantemente a la voluntad del individuo, a su iniciativa y a su audacia, podemos reaccionar enérgicamente contra esta nefasta tendencia a recurrir, tanto para las cosas pequeñas como para las grandes, a las fuerzas colectivas.

También el funcionarismo sindical suscita fuertes críticas, que, además, suelen estar justificadas. Puede ocurrir, y de hecho ocurre, que los activistas ya no ocupen sus puestos para luchar por sus ideas, sino porque en ellos hay un medio de vida asegurado. Sin embargo, esto no significa que las organizaciones sindicales tengan que prescindir del personal. Muchas organizaciones no pueden prescindir de ellas. Son necesarias, y sus deficiencias pueden corregirse con un espíritu crítico siempre atento.

ERRICO MALATESTA

"Quiero declarar de inmediato que desarrollaré aquí sólo aquellas partes de mi pensamiento en las que no estoy de acuerdo con los anteriores oradores, y especialmente con Monatte. Lo contrario sería infligirle esas repeticiones ociosas que uno puede permitirse en las reuniones, cuando habla para un público de opositores o indiferentes. Pero aquí estamos entre camaradas, y ciertamente ninguno de ustedes, al oírme criticar lo que hay que criticar en el sindicalismo, tendrá la tentación de tomarme por un enemigo de la organización y de la acción de los trabajadores; si no, me conocería muy mal.

La conclusión a la que llegó Monatte es que el sindicalismo es un medio necesario y suficiente para la revolución social. En otras palabras, Monatte declaró que el sindicalismo se basta a sí mismo. Y esto, en mi opinión, es una doctrina radicalmente falsa. Combatir esta doctrina será el objeto de este discurso.

El sindicalismo, o más exactamente el movimiento obrero (el movimiento obrero es un hecho que nadie puede ignorar, mientras que el sindicalismo es una doctrina, un sistema, y hay que evitar confundirlos), el movimiento obrero, digo, siempre ha encontrado en mí un defensor decidido, pero no ciego. Es porque lo vi como un terreno particularmente favorable para nuestra propaganda revolucionaria, así como un punto de contacto entre las masas y nosotros. No necesito insistir en esto. Es justo decir que nunca fui uno de esos anarquistas intelectuales que, cuando se disolvió la vieja Internacional, se encerraron voluntariamente en la torre de marfil de la pura especulación; que nunca he dejado de combatir, dondequiera que la he encontrado, en Italia, en Francia, en Inglaterra y en otras partes, esta actitud de aislamiento altivo, ni de empujar a los compañeros una vez más por ese camino que los sindicalistas, olvidando un pasado glorioso, llaman nuevo, pero que los primeros anarquistas ya habían vislumbrado y seguido, en la Internacional.

Quiero, hoy como ayer, que los anarquistas entren en el movimiento obrero. Soy, hoy como ayer, sindicalista, en el sentido de que soy partidario de los sindicatos. No pido sindicatos anarquistas que legitimarían inmediatamente a los sindicatos socialdemócratas, republicanos, monárquicos o de otro tipo y que, a lo sumo, servirían para dividir a la clase obrera más que nunca contra sí misma. Ni siquiera quiero los llamados sindicatos rojos, porque no quiero los llamados sindicatos amarillos. Por el contrario, quiero sindicatos que estén ampliamente abiertos a todos los trabajadores sin distinción de opiniones, sindicatos que sean absolutamente neutrales.

Así que estoy a favor de una participación lo más activa posible en el movimiento obrero. Pero lo hago sobre todo en interés de nuestra propaganda, cuyo alcance se ampliaría así considerablemente. Pero esta participación no puede suponer en ningún caso una renuncia a nuestras ideas más preciadas. En la unión, debemos seguir siendo anarquistas, en toda la fuerza y alcance del término. El movimiento obrero es para mí sólo un medio, el mejor de todos los medios de que disponemos. Esto quiere decir, que me niego a tomarlo como objetivo, e incluso ya no lo querría si nos hiciera perder de vista el conjunto de nuestras concepciones anarquistas, o más sencillamente de nuestros otros medios de propaganda y agitación.

Los sindicalistas, por el contrario, tienden a hacer del medio un fin, a tomar la parte por el todo. Y así es como, en la mente de algunos de nuestros compañeros, el sindicalismo se está convirtiendo en una nueva doctrina y amenazando la existencia misma del anarquismo.

Ahora bien, aunque se le dé el muy inútil epíteto de revolucionario, el sindicalismo no es ni será nunca otra cosa que un movimiento legal y conservador, sin otro objetivo alcanzable -¡y todavía! - que la mejora de las condiciones de trabajo. No voy a buscar otra prueba de ello que la que ofrecen los grandes sindicatos norteamericanos. Después de haberse mostrado radicalmente revolucionarios en los días en que todavía eran débiles, estos sindicatos se han convertido, a medida que crecían en fuerza y riqueza, en organizaciones claramente conservadoras, ocupadas únicamente en hacer que sus miembros sean privilegiados en la fábrica, el taller o la mina, y mucho menos hostiles al capitalismo patronal que a los trabajadores no organizados, Pero este proletariado de desempleados, cada vez más numeroso, que no cuenta para el sindicalismo, o más bien que sólo cuenta para él como un obstáculo, los anarquistas no podemos olvidarlo, y debemos defenderlo porque es el que más sufre.

Repito: los anarquistas deben ir a los sindicatos de trabajadores. En primer lugar, para hacer propaganda anarquista, luego porque es la única manera de disponer, llegado el momento, de grupos capaces de tomar en sus manos la dirección de la producción: finalmente, hay que ir allí para reaccionar enérgicamente contra este detestable estado de ánimo que inclina a los sindicatos a defender sólo intereses particulares.

El error fundamental de Monatte y de todos los sindicalistas revolucionarios proviene, en mi opinión, de una concepción demasiado simplista de la lucha de clases. Es la concepción según la cual los intereses económicos de todos los trabajadores -de la clase obrera- son solidarios, la concepción según la cual basta con que los trabajadores tomen en sus manos la defensa de sus propios intereses para defender al mismo tiempo los intereses de todo el proletariado contra la patronal.

La realidad es, en mi opinión, bastante diferente. Los obreros, como la burguesía, como todo el mundo, están sometidos a la ley de la competencia universal que se deriva del régimen de la propiedad privada y que sólo acabará con ella. Por lo tanto, no hay clases, en el verdadero sentido de la palabra, ya que no hay intereses de clase. Dentro de la propia clase obrera, hay competencia y lucha, como entre la burguesía. Los intereses económicos de una categoría de trabajadores son irremediablemente opuestos a los de otra categoría. Y a veces vemos que económica y moralmente ciertos trabajadores están mucho más cerca de la burguesía que del proletariado. Cornelissen nos ha dado ejemplos de este hecho en la propia Holanda. Hay otros. No hace falta que le recuerde que, muy a menudo, en las huelgas, los trabajadores utilizan la violencia... contra la policía o la patronal... No: contra los Kroumir, que sin embargo son explotados como ellos y aún más desgraciados, mientras que los verdaderos enemigos del trabajador, los únicos obstáculos a la igualdad social, son la policía y la patronal.

Sin embargo, entre los proletarios es posible la solidaridad moral, si no la económica. Los trabajadores que se limitan a la defensa de sus intereses corporativos no lo experimentarán, pero nacerá el día en que una voluntad común de transformación social los habrá convertido en hombres nuevos. La solidaridad, en la sociedad actual, sólo puede ser el resultado de la comunión dentro de un mismo ideal. El papel de los anarquistas es despertar a los sindicatos al ideal, orientándolos poco a poco hacia la revolución social, - a riesgo de perjudicar esas "ventajas inmediatas" de las que hoy los vemos tan aficionados.

Que la acción sindical entraña peligros es algo que no debemos seguir negando. El mayor de estos peligros está sin duda en la aceptación por parte del militante de las funciones sindicales, especialmente cuando éstas son remuneradas. Regla general: el anarquista que acepta ser funcionario permanente y asalariado de un sindicato está perdido para la propaganda, ¡perdido para el anarquismo! A partir de ahora, se convierte en el servidor de los que le pagan y, como éstos no son anarquistas, el funcionario asalariado, colocado a partir de ahora entre su conciencia y su interés, seguirá su conciencia y perderá su puesto, o seguirá su interés y entonces, ¡adiós anarquismo!

El funcionario es un peligro en el movimiento obrero que sólo puede ser comparado con el parlamentarismo: ambos conducen a la corrupción y de la corrupción a la muerte, ¡no está lejo

Y ahora pasemos a la huelga general. Por mi parte, acepto el principio de la huelga general, que he propagado todo lo que he podido durante años. La huelga general siempre me ha parecido un medio excelente para abrir la revolución social. Sin embargo, cuidémonos de caer en la dañina ilusión de que, con la huelga general, la insurrección armada se convierte en una superfetación.

Se afirma que al detener brutalmente la producción, los trabajadores matarán de hambre a la burguesía en pocos días, y ésta, muerta de hambre, se verá obligada a capitular. No puedo concebir un mayor absurdo. Los primeros en morir de hambre en una huelga general no serían los burgueses, que disponen de todos los productos acumulados, sino los trabajadores, que sólo tienen su trabajo para vivir.

La huelga general, tal y como se describe por adelantado, es pura utopía. O bien el trabajador, muerto de hambre tras tres días de huelga, volverá al taller con la cabeza gacha, y contaremos otra derrota. O querrá apoderarse de los productos por la fuerza. ¿A quién encontrará frente a él para detenerlo? Soldados, gendarmes, si no los propios burgueses, y entonces habrá que resolver la cuestión con armas y bombas. Será una insurrección, y la victoria será para el más fuerte.

Preparémonos, pues, para esta inevitable insurrección, en lugar de limitarnos a defender la huelga general como panacea de todos los males. No hay que objetar que el gobierno está armado hasta los dientes y siempre será más fuerte que los rebeldes. En Barcelona, en 1902, las tropas no eran numerosas. Pero no estaban preparados para la lucha armada y los trabajadores, sin entender que el poder político era el verdadero adversario, enviaron delegados al gobernador para pedirle que hiciera ceder a los patrones.

Además, la huelga general, incluso reducida a lo que realmente es, sigue siendo una de esas armas de doble filo que sólo deben utilizarse con mucha precaución. El servicio de subsistencia no admitiría una suspensión prolongada. Por lo tanto, será necesario tomar por la fuerza los medios de abastecimiento, y eso inmediatamente, sin esperar a que la huelga se convierta en una insurrección.

Por lo tanto, no es tanto a parar el trabajo a lo que hay que invitar a los trabajadores, sino a continuarlo por su cuenta. De lo contrario, la huelga general se convertiría rápidamente en una hambruna general, incluso si hubiéramos sido lo suficientemente enérgicos como para confiscar todos los productos acumulados en las tiendas desde el principio. En el fondo, la idea de una huelga general tiene su origen en la creencia, errónea entre todos, de que con los productos acumulados por la burguesía, la humanidad podría consumir, sin producir, durante quién sabe cuántos meses o años. Esta creencia inspiró a los autores de dos panfletos de propaganda publicados hace unos veinte años: Los productos de la tierra y Los productos de la industria, y estos folletos han hecho, en mi opinión, más bien que mal. La sociedad actual no es tan rica como la gente cree. Kropotkin ha demostrado en alguna parte que, suponiendo un cese repentino de la producción, Inglaterra tendría sólo un mes de suministro de alimentos; Londres tendría sólo tres días de suministro. Sé que existe el conocido fenómeno de la sobreproducción. Pero toda sobreproducción tiene su correctivo inmediato en la crisis que pronto pone orden en la industria. La sobreproducción sólo es temporal y relativa.

Ahora debemos concluir. Solía deplorar el hecho de que los oficiales se aislaran del movimiento obrero. Hoy deploro que muchos de nosotros, cayendo en el exceso contrario, nos dejemos absorber por este mismo movimiento. Una vez más, la organización de los trabajadores, la huelga, la huelga general, la acción directa, el boicot, el sabotaje y la propia insurrección armada son sólo medios. La anarquía es el objetivo. La revolución anarquista con la que nos comprometemos va mucho más allá de los intereses de una clase: propone la liberación completa de la humanidad actualmente esclavizada, desde el triple punto de vista económico, político y moral. Desconfiemos, pues, de cualquier medio de acción unilateral y simplista. El sindicalismo, excelente medio de acción por las fuerzas obreras que pone a nuestra disposición, no puede ser nuestro único medio.

Menos aún debe hacernos perder de vista el único objetivo que merece un esfuerzo: ¡La anarquía!

 FUENTE: Fundación Besnard

Translate by Jorge Joya

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