Los anarquistas, lo que son, y lo que no son (1928) - Sébastien Faure

Sébastien Faure (1928). 

Los anarquistas son poco conocidos y, lo que es peor, mal conocidos. Pregunte a cien personas en la calle qué saben de los anarquistas. Muchos responderán extendiendo los brazos o encogiéndose de hombros para expresar su ignorancia. Otros, sin querer sugerir que no saben nada de ellos, y creyéndose suficientemente informados por el periódico del que recogen devotamente la información, responderán:

"Los anarquistas son vulgares bandidos. Sin escrúpulos ni piedad, sin respetar nada de lo que es sagrado para las personas honradas: la propiedad, la ley, la patria, la religión, la moral, la familia, son capaces de las peores acciones. El robo, el saqueo y el asesinato son actos establecidos por ellos.

"Pretenden servir a un magnífico ideal: mienten. En realidad, sólo sirven a sus bajos instintos y a sus abyectas pasiones.

"Es posible que en sus filas haya algunas personas sinceras que estén equivocadas. Son los impulsivos, los iluminados, fanatizados por los líderes que los precipitan al peligro, mientras ellos, los cobardes, se guardan celosamente de la responsabilidad.

"En el fondo, su único deseo es vivir sin hacer nada, después de haberse apoderado de los bienes que el trabajador ahorrador ha ahorrado trabajosamente. Esta gente no es más que bandidos, y bandidos entre los más peligrosos y despreciables, porque, para ocultar el verdadero propósito de sus odiosos crímenes, tienen la desfachatez de evocar los gloriosos e inmortales principios sobre los que es necesario y deseable que descanse toda sociedad: igualdad, justicia, fraternidad, libertad.

"Además, la sociedad, cuyos fundamentos atacan violentamente los anarquistas, faltaría a todos sus deberes si no reprimiera con la mayor energía la detestable propaganda y las empresas criminales de estos malhechores públicos.

Si sólo los privilegiados, que no paran de temblar al ver que se les quitan sus prerrogativas, fueran los únicos en pronunciar tales palabras, esto se explicaría, aunque este lenguaje sería una prueba de su ignorancia y mala fe.

La desgracia es que una multitud de pobres diablos, que no tienen nada que perder y que, por el contrario, tendrían todo que ganar si la actual organización social desapareciera, piensan y hablan de esta manera.

Y sin embargo, la literatura anarquista es ya copiosa y rica en enseñanzas claras, en tesis precisas, en demostraciones luminosas.

Desde hace medio siglo hay toda una serie de pensadores, escritores y propagandistas libertarios que, con la palabra, con la pluma y con la acción, han difundido la doctrina anarquista, sus principios y sus métodos, en todas las lenguas y en todos los países; de modo que todo el mundo debería poder adoptar o rechazar el anarquismo, pero nadie debería hoy ignorarlo.

Es el destino de todos los portadores de antorchas ser abominablemente calumniados y perseguidos; es el destino de todas las doctrinas sociales que atacan las mentiras oficiales y las instituciones actuales ser distorsionadas, ridiculizadas y combatidas con las armas más odiosas.

Hacia finales del siglo XVIII, este fue el caso de los principales protagonistas de la Revolución Francesa y de los principios sobre los que pretendían sentar las bases de un nuevo mundo; Durante la primera mitad del siglo XIX, que fue testigo del aplastamiento de la República "única e indivisible" por el Imperio, la Restauración y la Monarquía de Julio, fue el caso de los republicanos, durante la segunda mitad del siglo XIX, que vieron florecer y desarrollarse el triunfo de la democracia que pretendían sustituir al democratismo burgués; En los albores del siglo XX, cuando los socialistas llegaron al poder, es fatal que los anarquistas sean calumniados y perseguidos, y que sus ideas, que atacan las mentiras y las instituciones del momento, sean desnaturalizadas, ridiculizadas y combatidas por los medios más pérfidos.

Pero es deber de los heraldos de la nueva verdad confundir la calumnia y oponerse a los incesantes golpes de la falsedad con la constante réplica de la verdad. Y como los impostores y los ignorantes -estos últimos bajo la influencia de los primeros- se empeñan en vilipendiar nuestros sentimientos y distorsionar nuestras concepciones, creo que es necesario explicar, en un atajo lo más claro posible: quiénes somos, qué queremos y cuál es nuestro ideal revolucionario.

¿Quiénes somos?

La gente tiene una idea muy falsa de los anarquistas como individuos. Algunos nos consideran utópicos inofensivos, gentiles soñadores; nos llaman espíritus quiméricos, imaginaciones retorcidas, tanto como medio locos. Se dignan a vernos como enfermos a los que las circunstancias pueden hacer peligrosos, pero no como criminales sistemáticos y conscientes.

Los demás tienen una opinión muy diferente de nosotros: piensan que los anarquistas son brutos ignorantes, odiosos, violentos y locos, contra los que no se puede ser demasiado cuidadoso, ni ejercer una represión demasiado implacable.

Ambos están equivocados.

Si somos utópicos, lo somos del mismo modo que todos aquellos de nuestros predecesores que se atrevieron a proyectar en la pantalla del futuro imágenes que contradecían las de su tiempo. De hecho, somos los descendientes y continuadores de aquellos individuos que, dotados de una percepción y sensibilidad más agudas que sus contemporáneos, previeron el amanecer, aunque estuvieran inmersos en la noche. Somos los herederos de aquellos hombres que, viviendo en una época de ignorancia, de miseria, de opresión, de fealdad, de hipocresía, de iniquidad y de odio, vislumbraron una ciudad de conocimiento, de bienestar, de libertad, de belleza, de franqueza, de justicia y de fraternidad, y que, con todas sus fuerzas, trabajaron para construir esta maravillosa ciudad.

Que los privilegiados, los satisfechos y toda la sucesión de mercenarios y esclavos interesados en mantener y defender el régimen del que son, o se creen, los aprovechados, dejen caer con desdén el epíteto peyorativo de utópicos, soñadores y espíritus desconcertados, sobre los valientes artesanos y lúcidos constructores de un futuro mejor, eso es lo suyo. Están dentro de la lógica de las cosas.

No obstante, es cierto que sin esos soñadores cuya herencia estamos construyendo, sin esos constructores quiméricos y esas imaginaciones enfermizas -así se ha llamado siempre a los innovadores y a sus seguidores- estaríamos en épocas muy lejanas, que apenas podemos creer que hayan existido, ¡tan ignorante, salvaje y miserable era el hombre!

Utópicos, porque queremos que la evolución, siguiendo su curso, nos aleje cada vez más de la esclavitud moderna: el trabajo asalariado, y que el productor de toda riqueza sea un ser libre, digno, feliz y fraterno.

Soñadores, porque prevemos y anunciamos la desaparición del Estado, cuya función es explotar el trabajo, esclavizar el pensamiento, ahogar el espíritu de revuelta, paralizar el progreso, romper las iniciativas, ahogar el impulso hacia lo mejor, perseguir a los sinceros, ¿para engordar a los intrigantes, para robar a los contribuyentes, para mantener a los parásitos, para favorecer la mentira y la intriga, para estimular las rivalidades asesinas y, cuando siente su poder amenazado, para arrojar sobre los campos de la carnicería todo lo que el pueblo tiene de más sano, de más vigoroso y de más bello?

¿Somos mentes quiméricas, imaginaciones medio locas, porque, constatando las lentas transformaciones, demasiado lentas para nuestro gusto, pero innegables, que empujan a las sociedades humanas hacia nuevas estructuras construidas sobre bases renovadas, dedicamos nuestras energías a socavar, y finalmente destruir de arriba abajo, la estructura de la sociedad capitalista y autoritaria?

Desafiamos a las mentes informadas y atentas de hoy a que acusen seriamente de desequilibrio a los hombres que planifican y preparan tales transformaciones sociales. Locos, por el contrario, no a medias sino totalmente, son los que se imaginan que pueden bloquear el camino a las generaciones contemporáneas que avanzan hacia la revolución social, como el río avanza hacia el océano: puede ser que con la ayuda de poderosos diques y hábiles desvíos, estos locos frenen más o menos el curso del río, pero es fatal que tarde o temprano se precipite al mar.

No; los anarquistas no son ni utópicos, ni soñadores, ni locos, y la prueba es que los gobiernos de todo el mundo los persiguen y los meten en la cárcel, para impedir que la palabra de verdad que propagan llegue a los oídos de los desheredados, mientras que, si la enseñanza libertaria fuera una quimera o una locura, les sería tan fácil hacerla irracional y absurda.

Algunos afirman que los anarquistas son unos brutos ignorantes. Es cierto que no todos los libertarios poseen la alta cultura y la inteligencia superior de los Proudhons, los Bakunins, los Elisée Reclus y los Kropotkins. Es cierto que muchos anarquistas, aquejados por el pecado original de los tiempos modernos: la pobreza, tuvieron que dejar la escuela muy pronto y trabajar para ganarse la vida; pero el mero hecho de haber llegado a la concepción anarquista denota una aguda comprensión y atestigua un esfuerzo intelectual del que un bruto sería incapaz.

El anarquista lee, medita, aprende cada día. Siente la necesidad de ampliar constantemente el círculo de sus conocimientos, de enriquecer constantemente su documentación. Le interesan las cosas serias; le fascina la belleza, que le atrae, la ciencia, que le seduce, la filosofía, que le altera. Su esfuerzo por una cultura más profunda y amplia no se detiene. Nunca siente que sabe lo suficiente. Cuanto más aprende, más disfruta educándose. Instintivamente, siente que si quiere iluminar a los demás, primero debe iluminarse a sí mismo.

Todo anarquista es un propagandista; sufriría para callar las convicciones que le animan, y su mayor alegría consiste en ejercer a su alrededor, en todas las circunstancias, el apostolado de sus ideas. Siente que ha desperdiciado su día si no ha aprendido o enseñado nada, y lleva el culto a su ideal tan alto que siempre observa, compara, reflexiona, estudia, tanto para acercarse a este ideal como para hacerse digno de él, y ser más capaz de exponerlo y hacerlo amar.

¿Y este hombre sería un bruto grueso? ¿Y es tal persona la que es burdamente ignorante? ¡Eso es mentira! ¡Calumnia!

La opinión más extendida es que los anarquistas son personas odiosas y violentas. Sí y no.

Los anarquistas tienen odios; son vivos y múltiples; pero sus odios son sólo la consecuencia lógica, necesaria y fatal de sus amores. Odian la servidumbre porque aman la independencia; odian el trabajo explotado porque defienden ardientemente la verdad; odian la iniquidad porque adoran la justicia; odian la guerra porque luchan apasionadamente por la paz.

Podríamos prolongar esta enumeración y demostrar que todos los odios que engrosan el corazón de los anarquistas tienen como causa su inquebrantable apego a sus convicciones, que estos odios son legítimos y fecundos, que son virtuosos y sagrados. No somos odiosos por naturaleza; al contrario, somos afectuosos y sensibles de corazón, con un temperamento abierto a la amistad, al amor, a la solidaridad y a todo lo que pueda unir a los individuos.

No podía ser de otra manera, ya que el más querido de nuestros sueños y nuestra meta es abolir todo lo que enfrenta a los hombres entre sí: la propiedad, el gobierno, la Iglesia, el militarismo, la policía, la magistratura.

Nuestros corazones sangran y nuestras conciencias se rebelan ante el contraste de la indigencia y la opulencia. Nuestros nervios vibran y nuestros cerebros se agarrotan ante la mera mención de las torturas sufridas por quienes, en todos los países y por millones, mueren en prisiones y cárceles. Nuestra sensibilidad se estremece y todo nuestro ser se apodera de la indignación y la piedad al pensar en las masacres, las salvajadas, las atrocidades que, con la sangre de los combatientes, llenan los campos de batalla.

Los que odian son los ricos que cierran los ojos ante la imagen de la indigencia que les rodea y de la que ellos son la causa; son los gobernantes que, con los ojos secos, ordenan la carnicería; son los execrables aprovechados que cobran fortunas con sangre y barro; Son los perros de la policía los que hunden sus colmillos en la carne de los pobres diablos; son los magistrados los que, sin pestañear, condenan, en nombre de la ley y de la sociedad, a los desgraciados que saben que son víctimas de esta ley y de esta sociedad.

En cuanto a la acusación de violencia de la que se nos acusa, para hacer justicia basta con abrir los ojos y constatar que, en el mundo actual como en los siglos pasados, la violencia gobierna, domina, aplasta y asesina. Es la norma, hipócritamente organizada y sistematizada. Se afirma cada día bajo la especie y la apariencia del recaudador de impuestos, del propietario, del jefe, del gendarme, del carcelero, del verdugo, del oficial, todos profesionales, bajo múltiples formas, de la fuerza, de la violencia, de la brutalidad. Los anarquistas quieren organizar el libre entendimiento, la ayuda fraternal, el acuerdo armonioso. Pero saben -por la razón, por la historia, por la experiencia- que sólo podrán construir su deseo de bienestar y libertad para todos sobre las ruinas de las instituciones establecidas. Son conscientes de que sólo una revolución violenta vencerá la resistencia de los amos y sus mercenarios. La violencia se convierte así, para ellos, en algo inevitable; la sufren, pero la consideran sólo como una reacción necesaria por el estado permanente de autodefensa en el que se encuentran los desheredados, en todo momento.

Lo que queremos

El anarquismo no es una de esas doctrinas que amurallan el pensamiento y excomulgan brutalmente a quien no se somete a él en todos los aspectos. El anarquismo es, por temperamento y por definición, resistente a cualquier tipo de confinamiento que ponga límites a la mente y encierre la vida. No hay, ni puede haber, ningún credo o catecismo libertario.

Lo que existe y lo que constituye lo que puede llamarse doctrina anarquista es un conjunto de principios generales, de concepciones fundamentales y de aplicaciones prácticas sobre las que se ha llegado a un acuerdo entre los individuos que piensan como enemigos de la autoridad y luchan, individual o colectivamente, contra todas las disciplinas y limitaciones políticas, económicas, intelectuales y morales que se derivan de ella.

Puede haber, y de hecho hay, muchas variedades de anarquistas, pero todos tienen un rasgo común que los separa de todas las demás variedades humanas. Este rasgo común es la negación del principio de autoridad en la organización social y el odio a todas las limitaciones que se derivan de las instituciones basadas en este principio.

Por lo tanto, cualquiera que niegue la autoridad y la combata es un anarquista.

Se sabe poco sobre la concepción libertaria; es poco conocida. Es necesario aclarar y desarrollar un poco lo anterior. Ya llegaré a eso. En las sociedades contemporáneas, mal llamadas civilizadas, la autoridad adopta tres formas principales, generando tres grupos de restricciones:

  1. la forma política: el Estado ;
  2. la forma económica: la propiedad;
  3. la forma moral: la religión

El primero, el Estado, tiene soberanía sobre las personas; el segundo, la propiedad, reina despóticamente sobre los objetos; el tercero, la religión, pesa sobre las conciencias y tiraniza las voluntades.

  • El ESTADO toma al hombre desde la cuna, lo inscribe en los registros del estado civil, lo encarcela en la familia si la tiene, lo entrega a la Asistencia Pública si es abandonado por su familia, lo enreda en la red de sus leyes, reglamentos, defensas y obligaciones, lo convierte en súbdito, en contribuyente, en soldado, a veces en prisionero o en convicto; por último, en caso de guerra, en asesino o en homicida.
  • La propiedad reina sobre los objetos: el suelo, el subsuelo, los medios de producción, el transporte y el intercambio, todos estos valores de origen y destino común se han convertido gradualmente, mediante el saqueo, la conquista, el robo, la astucia o la explotación, en propiedad de una minoría. Es la autoridad sobre las cosas, consagrada en la legislación y sancionada por la fuerza. Es, para el propietario, el derecho a usar y abusar (jus utendi et abutendi), y, para el no propietario, la obligación, si quiere vivir, de trabajar en nombre y en beneficio de los que le han robado todo. ("La propiedad", decía Proudhon, "es un robo"). Establecida por los espoliadores y apoyada por un mecanismo de violencia extremadamente poderoso, la ley consagra y mantiene la riqueza de unos y la indigencia de otros. La autoridad sobre los objetos: la propiedad es tan criminal e intangible que, en las sociedades en las que se lleva a los límites extremos de su desarrollo, los ricos pueden morir de indigestión con facilidad e impunidad, mientras los pobres se mueren de hambre por falta de trabajo ("La riqueza de unos", decía el economista liberal J.-B. Say, "está hecha de la miseria de otros").
  • La RELIGIÓN -este término tomado en su sentido más amplio y aplicado a todo lo que es dogma- es la tercera forma de autoridad. Pesa la mente y la voluntad; oscurece el pensamiento, confunde el juicio, arruina la razón, esclaviza la conciencia. Toda la personalidad intelectual y moral del ser humano es su esclava y víctima. El dogma religioso o secular se abate, decreta brutalmente, aprueba o culpa, prescribe o defiende sin apelación: "Dios lo quiere o no lo quiere". - La patria lo exige o lo prohíbe. - La ley lo ordena o lo condena. - La moral y la justicia lo mandan o lo prohíben. Extendiéndose fatalmente en el ámbito de la vida social, la religión crea, mantiene y desarrolla un estado de conciencia y una moral en perfecta concordancia con la moral codificada, guardiana y protectora de la propiedad y del Estado, del que se hace cómplice, así, lo que, en ciertos círculos fervorosos de superstición, chovinismo, legalidad y autoritarismo, se llama fácilmente "la gendarmería preventiva y suplementaria".

No pretendo enumerar aquí todas las formas de autoridad y coacción. Señalaré los esenciales y, para facilitar su localización, los clasificaré. Eso es todo.

Como implacables negadores y opositores del principio de autoridad que, en el plano social, dota de omnipotencia a un puñado de privilegiados y pone la ley y la fuerza al servicio de este puñado, los anarquistas libran una batalla feroz contra todas las instituciones que proceden de este principio y llaman a esta batalla necesaria a la masa prodigiosamente numerosa de los que son aplastados, hambrientos, degradados y asesinados por estas instituciones.

Queremos destruir el Estado, abolir la propiedad y eliminar de la vida la impostura religiosa, para que, liberados de las cadenas cuyo peso aplastante paraliza su marcha, todos los hombres puedan por fin -sin dios ni amo y en la independencia de sus movimientos- avanzar con paso acelerado y seguro hacia los destinos de bienestar y libertad que convertirán el infierno terrenal en una estancia de dicha.

Tenemos la certeza inquebrantable de que cuando el Estado, que alimenta todas las ambiciones y rivalidades, cuando la propiedad, que fomenta la codicia y el odio, cuando la religión, que sostiene la ignorancia y da lugar a la hipocresía, hayan sido derribados, los vicios que estas tres autoridades juntas arrojan en el corazón de los hombres desaparecerán a su vez. "¡Muerte a la bestia, muerte al veneno!

Entonces nadie tratará de mandar, ya que, por un lado, nadie consentirá en obedecer y, por otro, se habrá roto toda arma de opresión; nadie podrá enriquecerse a costa de los demás, ya que la riqueza privada habrá sido abolida; los sacerdotes mentirosos y los moralistas tarugos perderán todo ascendiente, ya que la naturaleza y la verdad habrán recuperado sus derechos.

Tal es, a grandes rasgos, la doctrina libertaria. Esto es lo que quieren los anarquistas. La tesis anarquista conlleva, en la práctica, algunas consecuencias que es imprescindible señalar.

La rápida exposición de estos corolarios bastará para situar a los anarquistas en relación con todos los demás grupos, con todas las demás tesis, y para precisar los rasgos por los que nos diferenciamos de todas las demás escuelas filosófico-sociales.

Primera consecuencia.

Quien niega y combate la autoridad moral: la religión, sin negar y combatir las otras dos, no es un verdadero anarquista y, si se me permite, un anarquista integral, ya que, aunque es enemigo de la autoridad moral y de las limitaciones que implica, sigue siendo partidario de la autoridad económica y política. Lo mismo ocurre, y por la misma razón, con quien niega y combate la propiedad, pero admite y apoya la legitimidad y beneficencia del Estado y la religión. Lo mismo ocurre con el que niega y combate al Estado, pero admite y apoya la religión y la propiedad.

El anarquista integral condena con igual convicción y ataca con igual ardor todas las formas y manifestaciones de la autoridad, y se levanta con igual vigor contra todas las restricciones que éstas o cualquiera de ellas implican.

Así, tanto de hecho como de derecho, el anarquismo es antirreligioso, anticapitalista (el capitalismo es la fase histórica actual de la propiedad) y antiestatista. Lucha frontalmente en la triple batalla contra la autoridad. No escatima sus golpes contra el Estado, la propiedad o la religión. Quiere abolir los tres.

Segunda consecuencia.

Los anarquistas no creen que un simple cambio en el personal que ejerce la autoridad sea eficaz. Consideran que los gobernantes y los propietarios, los sacerdotes y los moralistas, son hombres como los demás, que no son por naturaleza ni peores ni mejores que el hombre común, y que si encarcelan, si matan, si viven del trabajo de los demás, si mienten, si enseñan una moral falsa y convencional, es porque están funcionalmente obligados a oprimir, explotar y mentir.

En la tragedia que se está representando, el papel del gobierno, sea quien sea, es oprimir, hacer la guerra, cobrar impuestos, apalear a los que infringen la ley y masacrar a los que se sublevan; El papel del capitalista, sea quien sea, es explotar el trabajo y vivir como un parásito; el papel del sacerdote y del maestro de moral, sea quien sea, es ahogar el pensamiento, oscurecer la conciencia y encadenar la voluntad.

Por eso luchamos contra los bufones, sean quienes sean, y los partidos políticos, sean quienes sean, cuyo único esfuerzo es convencer a las masas, cuyos votos mendigan, de que todo va mal porque ellos no gobiernan y que todo iría bien si gobernaran.

Tercera consecuencia.

De lo anterior se desprende que, siempre lógico, somos los adversarios de la autoridad a la que hay que someter. No querer obedecer, sino querer mandar, no es ser anarquista. Negarse a permitir que se explote el propio trabajo, pero consentir la explotación del trabajo de los demás, no es ser anarquista. El libertario se niega a dar órdenes tanto como a recibirlas. Siente tanta repugnancia por la condición de líder como por la de subordinado. No consiente en coaccionar o explotar a otros, como tampoco consiente en ser explotado o coaccionado él mismo. Está a la misma distancia del amo y del esclavo. Puedo incluso declarar que, consideradas todas las cosas, concedemos a los que se resignan a la sumisión los atenuantes que formalmente negamos a los que consienten en mandar; porque los primeros se ven a veces en la necesidad -es para ellos, en ciertos casos, una cuestión de vida o muerte- de renunciar a la revuelta, mientras que nadie está en la obligación de ordenar, de actuar como jefe o amo.

Aquí estalla la profunda oposición, la distancia insalvable que separa a los grupos anarquistas de todos los partidos políticos que se autodenominan revolucionarios o se hacen pasar por tales. Porque, desde el primero hasta el último, desde el más blanco hasta el más rojo, todos los partidos políticos tratan de expulsar del poder al partido en el poder, sólo para tomar el poder y convertirse en sus amos a su vez. Todos están a favor de la autoridad... con la condición de que ellos mismos la posean.

Cuarta consecuencia.

No sólo queremos abolir todas las formas de autoridad, queremos destruirlas todas simultáneamente, y proclamamos que esta destrucción total y simultánea es indispensable.

¿POR QUÉ?

Porque todas las formas de autoridad están conectadas; están indisolublemente unidas entre sí. Son cómplices e interdependientes. Dejar que uno de ellos permanezca es fomentar la resurrección de todos ellos. Ay de las generaciones que no tengan el coraje de llegar hasta la extirpación total del germen mórbido, del foco de infección; verán rápidamente cómo vuelve la podredumbre. Inofensivo al principio, porque es inaparente, imperceptible y como sin fuerza, el germen se desarrollará y se hará más fuerte, y cuando el mal, habiendo crecido pérfidamente y en la sombra, irrumpa en la luz, habrá que renovar la lucha para acabar definitivamente con él. ¡No! ¡No! Sin asperezas, sin medias tintas, sin concesiones. Todo o nada.

La guerra se declara entre los dos principios que se disputan el imperio del mundo: autoridad o libertad. La democracia sueña con una conciliación imposible; la experiencia ha demostrado lo absurdo de una asociación entre estos dos principios mutuamente excluyentes. Hay que elegir.

Sólo los anarquistas están a favor de la libertad. Tienen a todo el mundo en contra.

¡No importa! Ganarán.

Publicación: Librairie Internationale, coll. des Écrits subversifs, nº 5, París, s.f. [1928]

¡FUENTE: Vivre Libre! FA Región de Lyon

Traducido por Jorge Joya

Original: www.socialisme-libertaire.fr/2015/07/les-anarchistes-ce-qu-ils-sont-ce