Estado, nación y religión: los tres pilares de la dominación mundial

Hay tres tipos de déspotas. El que tiraniza los cuerpos. El que tiraniza las almas. Y el que tiraniza cuerpos y almas. El primero es el príncipe. El segundo es el Papa. Y la tercera es la gente. "Aforismos" Oscar Wilde

 

Preámbulo 

El artículo que reproduzco fue publicado en 1997, en el primer número de la revista "Oiseau-tempête". Me parece importante reanudar su publicación porque aborda la cuestión central del Estado y del nacionalismo, en particular del Estado-nación a la francesa. Según sus apologistas, este Estado es portador de valores republicanos, emancipadores y universales, que ahora se ven amenazados, tras otros enemigos en el pasado, por los yihadistas. Es en torno a estos valores que debemos reunirnos en nombre de la "lucha contra el terrorismo islamista". Terrorismo llevado a cabo aquí por seguidores nihilistas del islam, generalmente procedentes de los suburbios desfavorecidos, que, tras algunas estancias en Siria y otros lugares, siembran la destrucción en el corazón mismo de la metrópoli, incluso a costa de sus vidas. Por ejemplo, para vengar la caricatura del Profeta. Pero, por mucho que me repugnen esos actos, y otros antisemitas, llevados a cabo por los tontos de Dios, no acepto el chantaje de compasión al que se entregan el inquilino del Elíseo y todos los partidarios del Estado francés, empezando por los periodistas. Su unanimidad está adquiriendo tales proporciones que recuerda a desafortunados antecedentes, como la sagrada unión en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Hoy en día, como ventaja, existe la dimensión de la unión sagrada planetaria contra el terrorismo que es la marca del capitalismo globalizado. El uso de las emociones, empezando por el miedo, para santificar y consolidar modos de dominación es antediluviano. Durante mucho tiempo, ha sido el material de las castas sacerdotales y de los estados. En "La violación de las masas por la propaganda política", escrito hacia 1950, Chakhotin nos recuerda, basándose en la historia del nazismo, que los Estados vencedores de la Segunda Guerra Mundial heredaron su propensión a movilizar las emociones, incluidas las más viles e irracionales, para apoyar la razón de Estado cuando los modos de argumentación racionalistas, procedentes de la Ilustración, ya no eran suficientes. Es lo que ocurre hoy en Francia, especialmente en las manifestaciones dedicadas a rendir homenaje a las víctimas sacrificadas en el altar de la "libertad de expresión" y otros "valores republicanos", donde la gente marcha con rostros compungidos, velas en mano como en Lourdes. Esto demuestra que el Estado laico es el heredero, en formas profanas, del cristianismo, un monoteísmo cuyas pretensiones son tan despóticas como las de los demás, incluido el Islam. Pero no hay muralla china entre las emociones manipuladas y la plaga emocional. Al especular con ellos, el poder del Estado favorece la aparición de actos incalificables que condena, con toda la hipocresía republicana, empezando por los ataques a comercios regentados por musulmanes. En Francia, nada subleva más a los ciudadanos laicos que los fanáticos religiosos, en este caso los islamistas, que llegan a disparar al monte por blasfemia. Tampoco entienden que estos fanáticos se refieran, para dar sentido a sus acciones, a la época en que los califas, como herederos del Profeta, soñaban con dominar el mundo. Por supuesto, la conquista y el sometimiento de todas las tierras no musulmanas no es factible, menos aún hoy que en el pasado, a menos que creamos que las tendencias del capitalismo globalizado desaparecerán mágicamente. Los líderes del yihadismo, al contrario de lo que a veces se imagina por las tropas fanáticas que envían o devuelven a los Estados que todavía desempeñan un papel en el centro del capitalismo, no pretenden crear un Estado territorial centralizado que abarque vastos territorios. A lo sumo, su teocracia adoptará la forma mafiosa, inestable y quizá efímera del Estado Islámico en Siria. Saben cómo es el mundo actual y lo tienen en cuenta, independientemente de los sueños de dominación universal que tengan del mito fundacional del que extraen parte de su poder. Combinan la política y la teología. Participan, a su manera, en la gestión del mundo que ha surgido del fin de la Guerra Fría. No son ajenos a ello. Los mismos ciudadanos que rechazan con asco el terrorismo bajo la forma de islamismo, ya no lo reconocen cuando adopta la forma más familiar del republicanismo, la del terrorismo de Estado. Así, se horrorizan con el vídeo que, entre otros vídeos morbosos, muestra a uno de los policías, ya herido y neutralizado, rematado en el suelo por el comando de los vengadores del Profeta. Un comando que, hasta en su vestimenta, se asemeja a cualquier grupo de pretorianos del Estado, a los que aparentemente se les encomienda la tarea de combatir a los "terroristas". Tienen poca memoria cuando les conviene, los ciudadanos. Por poner el ejemplo más emblemático, durante la presidencia de Mitterrand, fue el 11 Choc, El mismo comando encargado del trabajo sucio de la razón de ser, que acabó con los independentistas heridos, e incluso asesinó a los prisioneros ilesos y esposados, en Ouvéa, Nueva Caledonia, en 1988, ¿no? Así que basta de frases compasivas, a la manera de los moralistas cristianos, sobre el carácter "sagrado" de la vida humana. Como si el Estado, aquí laico y republicano, no fuera sinónimo de coacción y violencia, en ocasiones implacable, contra quienes no aceptan el yugo. Y si los actos de los yihadistas me resultan extraños, no es porque sean extraños al mundo "civilizado" que los "bárbaros" de otros lugares pondrían en peligro, ni porque cualquier violencia contra este mundo sea condenable en principio. Pero como en realidad son de este mundo, por el contrario, tales actos.

André Dréan, enero de 2015 

EL ESTADO-NACIÓN Y EL NACIONALISMO

A finales de siglo, es difícil ignorar el auge de las reivindicaciones nacionalistas. El nacionalismo parece haberse convertido en la ideología de masas más compartida del mundo. Ahora todos los Estados son reconocidos como naciones, incluso cuando claramente no se ajustan al modelo de Estado-nación que dicen encarnar. No hay indicios de que la proliferación de nacionalismos y estados vaya a terminar en un futuro próximo. Esta no es la menor paradoja de los tristes tiempos que vivimos: más que nunca, el capitalismo tiende a liberarse de los límites que lo obstaculizan, en particular los límites constituidos por las fronteras. Pero la crisis del modelo de Estado-nación que acompaña a la afirmación del carácter supranacional del capitalismo, lejos de erosionar los fundamentos del nacionalismo, parece por el contrario haberlos consolidado. Al mismo tiempo, el nacionalismo de hoy no es en muchos aspectos una simple continuación del de ayer. Para oponerse al atractivo venenoso de los nacionalistas, sea cual sea el disfraz escénico que se pongan, no podemos conformarnos con las banalidades básicas de la crítica. Es necesario reflexionar por nosotros mismos sobre la situación sin precedentes a la que nos enfrentamos. En este sentido, el estudio de Hobsbawm "Naciones y nacionalismos desde 1780" [1] es uno de los pocos libros que pueden orientarnos. Aunque a veces coquetea demasiado con las concepciones de los seguidores del materialismo histórico -para él, los Estados centralizados como la URSS habrían tenido al menos el mérito de contener las tendencias separatistas-, está lejos de atenerse a su esclerótica insistencia en esta maldita cuestión. Aquí hemos optado por identificar algunas vías que son esenciales para nuestra propia reflexión.

El mundo al revés de la ideología nacionalista

El mérito de Hobsbawm es invertir la perspectiva del nacionalismo. Para los nacionalistas, las naciones son entidades, si no inmutables, al menos universales, que expresan las necesidades genéricas de los seres humanos de asociarse e identificarse con comunidades históricas estables. De ello se desprende que sería posible dar definiciones generales del fenómeno nacional, comunes a cualquier fase de la historia humana. La nación podría definirse por criterios objetivos (territorio, lengua, cultura, incluso economía...) e incluso por criterios subjetivos (la conciencia de compartir ciertos valores identitarios, la voluntad de alcanzarlos...). En definitiva, para los nacionalistas, la nación es definible a priori y la formación del Estado nacional sólo sancionaría a posteriori la aspiración popular de constituirlo. Hobsbawm demuestra que no es así. El propio término nación es antediluviano, pero su significado ha evolucionado a lo largo de la historia. No hay nada en común entre, por ejemplo, la nación de los estudiantes de la Sorbona en la época del Renacimiento en el siglo XVI, expresión sinónima de la corporación, y la nación que apareció en la época de las revoluciones en el siglo XVIII. En realidad, las naciones son fenómenos históricos recientes. El mundo real de las naciones no tiene nada que ver con el mundo al revés de los nacionalistas. La historia real demuestra que, por regla general, las naciones están formadas por estados y nacionalistas, y no al revés. En la historia, la aparición del Estado precedió a la de la nación, pero la noción más reciente del propio Estado-nación muestra la íntima conexión entre ambos. Disociada del Estado, la nación pierde toda consistencia, sean cuales sean los intentos de los llamados nacionalistas revolucionarios por demostrar lo contrario. De la naturaleza histórica del fenómeno nacional se deduce que los famosos criterios inmutables están sujetos a una revisión casi constante. De hecho, en todas las crisis de la historia de las naciones, es la razón de Estado la que se abre paso.

El Estado-nación y los jacobinos

La nación, en el sentido moderno del término, apareció por primera vez en la época de la Revolución Francesa. Allí se concibió y aplicó la concepción burguesa jacobina del Estado-nación, especialmente en lo que respecta a las nociones de territorio y fronteras. Para los jacobinos, la definición de la nación estaba vinculada a la del Estado, un Estado territorial, no fragmentado e indivisible. Se basaba en la soberanía del pueblo, que supuestamente había arrancado el poder del Estado de las manos del individuo soberano, el monarca, y lo ejercía a través de los delegados de la Convención. Por lo tanto, el criterio de la nacionalidad era la ciudadanía. Hobsbawm señala, con razón, que la concepción de la nación de los sectores sans-culotte iba un poco más allá de la definición jacobina. Porque los revolucionarios de las secciones eran hostiles a los aristócratas, pero también a los burgueses, a los acaparadores de la propiedad feudal, a los especuladores de los suministros del ejército, etc. Se consideraban la punta de lanza de la revolución europea y aspiraban a extenderla más allá de las fronteras. Los jacobinos, por su parte, heredaron la centralización del Estado, iniciada bajo la monarquía absoluta, que definía al Estado como una entidad territorial, limitada por fronteras que ya no abarcaban los dominios de la aristocracia. Completaron la labor centralizadora de la monarquía. Convirtieron al Estado-nación en una especie de comunidad genérica, frente a la cual las antiguas comunidades se consideraban obstáculos para la realización de la ciudadanía. En su mente, el pacto social se basaba en la adhesión de los presuntos individuos emancipados, los ciudadanos, a los valores del Estado republicano. En consecuencia, para los extranjeros, la adquisición de la nacionalidad francesa era posible, pero según las modalidades de asimilación de los mismos valores. Los criterios culturales, lingüísticos, económicos, etc., que adquirieron más importancia posteriormente, estaban presentes en la época jacobina. La falta de homogeneidad entre los ciudadanos en todos los ámbitos de su vida no política sólo podría socavar el poder del Estado central a largo plazo. Pero estaban subordinados al criterio político: la condición de ciudadano.

La nación y la economía liberal

Sin embargo, incluso en Francia, para la burguesía de finales del siglo XVIII, el control del poder del Estado era sólo el preludio de la consolidación de su propio poder: la economía. Desde los albores de la industrialización, los apóstoles de la economía política en Inglaterra no tuvieron en cuenta los fenómenos nacionales. Para los más doctrinarios entre ellos, incluso la existencia de territorios limitados por fronteras estatales parecía antagónica a la libre competencia, condición primordial para la libre acumulación de capital. En sus mentes, el territorio en el que operaba el capital global era el mercado mundial emergente, un campo de batalla para los capitales individuales. Sin embargo, se vieron obligados a reconocer que la acumulación de capital, como fenómeno concreto y no como idea abstracta, se producía a partir de ciertos polos, a grandes rasgos de los Estados nacionales de Europa en formación. Al final, ninguno de ellos negó las ventajas que podían ofrecer los Estados y sus colonias anexas, ventajas heredadas de las guerras mercantiles por el control del mercado mundial entre las monarquías europeas. Los Estados centralizadores eran casas calientes en las que podía proliferar el capital, siempre que estimularan su acumulación con las medidas adecuadas. Incluso los librecambistas más fanáticos nunca quisieron destruir las funciones económicas de los Estados. De ahí la invención del concepto de economía nacional para tener en cuenta la existencia de los Estados. Hobsbawm tiene razón al decir que en las zonas desarrolladas del capitalismo, la constitución de naciones basadas en la combinación de Estado y economía nacional fue uno de los fenómenos esenciales del siglo XIX. Pero la nación fue reconocida como una entidad viable a condición de que fuera compatible con el progreso, el progreso de la acumulación y la centralización del capital. Por lo tanto, el principio de las nacionalidades en el liberalismo no era incondicional. Excluía muchas zonas aún no tocadas por el capitalismo y, sobre todo en Europa, regiones que ya formaban parte de Estados centralizados.

Nación y cultura

No es muy conocido que los criterios culturales, lingüísticos y raciales de la nacionalidad surgieron bastante tarde y no fueron decisivos hasta la segunda mitad del siglo XIX en Europa. Hobsbawm señala que la identificación de la nacionalidad con la lengua fue inicialmente sólo relevante para los literatos que, como en Alemania, dividida en principados hasta la instauración del Reich, sólo tenían en común la lengua literaria como principal vehículo de difusión de la cultura con pretensiones nacionales, lengua que luego utilizaron para hacerse con el aparato estatal. En general, las lenguas que más tarde se convertirían en lenguas nacionales sólo podían desempeñar un papel muy modesto, si es que desempeñaban alguno, en la formación de la conciencia nacional de los analfabetos, que en la mayor parte de Europa apenas habían salido de la Edad Media. Lo mismo ocurre con la cultura. Es cierto que los nacionalistas, para ganarse el apoyo de las poblaciones a las que cortejaban, trataron de especular cada vez más con las tradiciones, las costumbres, las lenguas, las religiones, etc., con las que a veces podían identificarse. De ahí el mito nacionalista de la comunidad de cultura, incluida la religiosa, que es estable e incluso ajena a la mezcla de poblaciones y culturas. En cierto modo, estaba preestablecido y sólo esperaba las condiciones favorables para aparecer a plena luz del día en forma de Estado nacional. Hobsbawm nos recuerda que algunos de los principales inventores del nacionalismo cultural y lingüístico procedían de la casa marxista enfrentada al problema de las nacionalidades en el decadente Imperio Austrohúngaro a finales del siglo XIX. Pero, por regla general, no había continuidad entre los factores heterogéneos del protonacionalismo popular, como él lo llamaba, y los factores homogéneos del Estado-nación. En realidad, las lenguas nacionales eran creaciones medio artificiales, a veces sólo remotamente relacionadas con las lenguas vernáculas que pretendían representar y normalizar. Su difusión era impensable sin la generalización de la educación de masas, en definitiva, sin la intervención del Estado. Sólo más tarde, cuando la homogeneidad lingüística y cultural bajo la égida del Estado comenzó a hacerse efectiva, se convirtieron en criterios centrales para definir la nación.

El nacionalismo como fenómeno de masas

Para Hobsbawm, no se puede negar que el nacionalismo, en el período que va de la Comuna a la Gran Guerra, se afirmó gradualmente como un fenómeno de masas, en Europa y luego en otros lugares. La ampliación de la base del nacionalismo, especialmente de la variante cultural, lingüística y racial, estaba claramente vinculada a la cambiante estructura de clases de la sociedad. La industrialización de los Estados europeos, ya sea nacional o multinacional, dislocó lo que quedaba de la sociedad anterior, aceleró el despoblamiento del campo y el crecimiento de las ciudades, generó una migración y una mezcla de poblaciones sin precedentes, etc. En Europa, el nacionalismo, a partir de finales del siglo XIX, apareció cada vez más como una reacción de las clases medias rurales empobrecidas, amenazadas de extinción, y de las clases medias urbanas desestabilizadas por la Gran Depresión de finales del siglo pasado. Estos estratos estaban aterrorizados por el ascenso de las clases peligrosas y buscaban chivos expiatorios para explicar su desgracia: los extranjeros, a veces equiparados a los revolucionarios peligrosos. El nacionalismo encontró refugio en los brazos de los monárquicos, los clérigos y los racistas, todos los cuales compartían el odio a la revolución. Pero las clases peligrosas, especialmente la clase obrera, no fueron inmunes a la llamada del nacionalismo. Hobsbawm señala una de las principales paradojas de la época. La clase obrera era ciertamente hostil a la burguesía. Pero también exigía ser reconocida como parte integrante del Estado. Los trabajadores aspiraban al estatus de ciudadanos. La idea de ciudadanía estaba vinculada a la de nacionalidad, especialmente en Francia. Por lo tanto, la democratización podría ayudar a los Estados a resolver los problemas de adquisición de legitimidad a los ojos de sus ciudadanos, incluso cuando éstos la impugnaran. El nacionalismo, aunque republicano, seguía siendo nacionalismo. La contradicción estalló cuando, en cuanto se declaró la guerra, los mismos trabajadores que a veces habían luchado contra la burguesía se dejaron llevar por el fervor patriótico en defensa de sus respectivas patrias. Al menos al principio.

El wilsonismo y el principio de las nacionalidades

Según Hobsbawm, la Primera Guerra Mundial y la paz de Versalles fueron etapas decisivas en la historia del nacionalismo. En primer lugar, las consecuencias de Versalles brindaron la oportunidad de aplicar el principio wilsoniano de las nacionalidades, un principio compartido por Lenin y los herederos del marxismo-leninismo. El principio wilsoniano no difiere en lo esencial del principio liberal. También exigía que las fronteras de los Estados y las fronteras de las nacionalidades, culturas y lenguas coincidieran. Pero abandonó la noción de umbrales: sea cual sea su tamaño, las comunidades, así definidas como naciones potenciales, deberían tener la posibilidad de formar el estado territorial que eligieran, a través del cual ejercerían la soberanía. Hobsbawm señala astutamente que la autodeterminación wilsoniana sólo empeoró la situación. En Europa, sólo se aplicó con el acuerdo de los estados victoriosos, normalmente como estados tapón contra el empuje revolucionario del Este. Sin embargo, dado el mestizaje de las comunidades y su dispersión en territorios no relacionados, el principio de coincidencia territorial entre el Estado y la nación sólo podía lograrse mediante la violencia intercomunitaria, a veces llevada al extremo, combinada con la violencia estatal. Una vez conseguido, el nacionalismo de las minorías nacionales europeas parecía tan reaccionario como el de los Estados multinacionales de los que habían formado parte. Luego, tras Versalles, la zona de influencia del nacionalismo se extendió a las colonias. Todos los que decían actuar en nombre de los pueblos oprimidos en los imperios coloniales hablaban como nacionalistas. Hobsbawm muestra que, de esta manera, ahora estaban adoptando el lenguaje de los estados opresores que decían combatir. En realidad, los futuros líderes pretendían construir estados a partir de las zonas colonizadas. Los territorios que presentaban como potenciales entidades nacionales, según los criterios wilsonianos o incluso marxistas-leninistas, eran creaciones recientes de la conquista colonial, especialmente el reparto del mundo entre los estados colonizadores de Europa, con la notable excepción de China y algunos otros estados asiáticos antediluvianos. Las zonas coloniales no podían identificarse con el modelo territorial del Estado-nación. Las propias élites nacionalistas educadas en Occidente eran medio conscientes de ello, ya que, como recuerda Hobsbawm, deploraban la indiferencia, cuando no la hostilidad, hacia la idea nacional de las poblaciones a las que hacían propaganda. Atribuyeron su fracaso a la política de los colonizadores, que se valieron del ancestral tribalismo de los pueblos colonizados. Pero el relativo éxito del "divide y vencerás" demostró que el apego de las distintas poblaciones no era todavía a la comunidad nacional imaginada por las élites, sino a las múltiples formas de comunidades tradicionales. Sin embargo, con la penetración del capitalismo en las colonias y la concomitante descomposición de dichas comunidades, comenzaron a surgir reacciones, a veces insurreccionales, contra los opresores extranjeros y los compradores locales. Los nacionalistas tenían ahora la oportunidad de aprovechar el potencial de revuelta siempre que modificaran un poco su programa y su lenguaje. Había que tener en cuenta las confusas aspiraciones del pueblo para convertirlo en carne de cañón del ideal nacional.

Marxismo-leninismo y nacionalismo radical

Para Hobsbawm, la aparente victoria de la Revolución Rusa fue decisiva para el curso del nacionalismo. La participación de la URSS y de los partidos afiliados a ella en la Segunda Guerra Mundial, presentada como una guerra de liberación contra el fascismo, la asimilación del fascismo a la traición de la nación, particularmente en Francia, etc., aceleraron el reencuentro entre el nacionalismo y el marxismo-leninismo. En efecto, los nacionalistas que aspiraban a crear Estados independientes no podían dejar de ver en los llamados Estados socialistas, que se proclamaban defensores de todas las naciones oprimidas por los Estados imperialistas, a sus aliados privilegiados. Incluso en Europa, los separatistas llegaron a abrazar la ideología marxista-leninista que contrastaba con su genealogía de asociación con el clericalismo, el monárquico e incluso el fascismo. Les permitió cambiar sus trajes descoloridos por los de los nacionalistas revolucionarios, que podían captar mejor la atención de la población desorientada en la medida en que prometían combinar la liberación nacional y la social. Incluso aquellos que no eran serviles a Moscú aparecieron así en la escena de la lucha contra el imperialismo, especialmente contra la hegemonía estadounidense, aunque en realidad nunca quisieron otra cosa que la adaptación del modelo de Estado-nación a las condiciones locales en las que operaban. Esto fue evidente en las secuelas. La descolonización, incluso cuando no se logró con el beneplácito de los Estados coloniales sino como resultado de revueltas abortadas, como en Argelia, mostró lo que su fraseología revolucionaria realmente significaba: tomar el poder del Estado e intentar construir localmente, sobre la base de la nacionalización de sectores clave de la economía, algo bastante cercano en principio al modelo europeo de economía nacional. En la mayoría de los casos, estas medidas ni siquiera mejoraron la situación de los afectados y escaparon al control de los amos del mercado mundial. Por lo demás, como los Estados surgidos de la descolonización se construyeron sobre un mosaico de comunidades culturales, lingüísticas y religiosas ancestrales, heredaron todas sus contradicciones, en particular las luchas entre jefes de clanes por monopolizar el poder, sin olvidar las numerosas fricciones entre Estados vinculadas a la rectificación de las fronteras coloniales.

El nacionalismo hoy

En los albores del tercer milenio, marcado por la implosión del Estado soviético y sus estados satélites, parece extraño que Hobsbawm insista en el declive del nacionalismo. Ante la multiplicación de los Estados con pretensiones nacionales y la exacerbación de los odios nacionales, se empeña en subrayar el impasse que constituye el modelo de Estado-nación. La nación, que siempre se considera algo muy concreto, se ha convertido de hecho en algo muy abstracto. La identificación con la representación nacional es cada vez más imaginaria y nadie, ni siquiera los ciudadanos de a pie o los jefes de Estado, es capaz de explicar qué significa la pertenencia nacional, salvo la exclusión de los demás. El Estado-nación y el nacionalismo están en crisis, sobre todo en sus versiones wilsoniana y marxista-leninista, crisis que es confesada a medias por los líderes nacionalistas que van abandonando, bajo cualquier latitud, las referencias anteriores, sobre todo el binomio Estado-economía nacional, para especular con identificaciones, más o menos eficaces, con la etnia, la cultura, la lengua, la religión, o incluso con la raza. Porque, ante las mutaciones catastróficas y sin precedentes del capitalismo mundial, los componentes tradicionales del nacionalismo, en primer lugar el económico, que favorecía la identificación de las poblaciones con su Estado, pierden fuerza, aunque no desaparezcan del todo. La globalización acelerada del capital, en el marco de la rápida desintegración y transformación de las estructuras sociales, permite al capital transgredir los límites de los Estados nacionales. Incluso favorece la multiplicación de pequeños estados, incluso de ciudades-estado como Singapur, que son polos de acumulación y circulación de capital. En consecuencia, queda poco del programa nacionalista, salvo referencias muy vagas a comunidades y tradiciones más o menos inventadas y, a veces, la ilusión de poder revivir el modelo prewilsoniano. Esto es lo que distingue a los fundamentalistas religiosos de los nacionalistas laicos. Los fundamentalismos están actualmente en boga como ideologías alternativas al mito fallido del progreso, incluida la versión marxista-leninista del progreso emancipador, especialmente en el mundo árabe donde el panarabismo ha fracasado. Los fundamentalismos están ahora en boga como ideologías alternativas al mito fallido del progreso, incluida la versión marxista-leninista del progreso emancipador, especialmente en el mundo árabe, donde el panarabismo ha fracasado. Los fundamentalistas pretenden volver a los valores fijos de los orígenes míticos, al menos en principio. Así, pretenden dar respuestas precisas, e incuestionables cuando se refieren a los mitos religiosos sobre los orígenes, a las angustiosas preguntas de la época. Y, como señala Hobsbawm, hoy en día la propia falta de un programa preciso de las distintas variantes del nacionalismo juega a su favor. Hasta el punto de que, en la propia Europa, cualquier reclamación local, regional o incluso sectorial contra la burocracia estatal central es probable que, en cuanto pueda, adopte el traje nacional, preferentemente en su versión cultural y lingüística. En realidad, el nacionalismo es un catalizador de fenómenos más profundos. Se alimenta constantemente de la desorientación de las poblaciones, traumatizadas y a veces empujadas a la simple supervivencia por la evolución catastrófica del capitalismo a escala planetaria, atomizadas y desarraigadas, deseosas de encontrar puntos de referencia que les permitan dar sentido a sus vidas, o al menos soportarlas un poco. En este caso, las antiguas relaciones familiares, de clan, tribales, religiosas, etc., pueden desempeñar un papel de identificación, aunque en realidad hace tiempo que han sido arrasadas por la economía, absorbidas por ella, e incluso sirven de base para la constitución de mafias, como muestra el ejemplo de los grupos separatistas del antiguo imperio soviético. La identificación nacional, incluso el fundamentalismo nacional, cualesquiera que sean las justificaciones delirantes que invente, incluidas las religiosas, tiene entonces la función esencial de designar chivos expiatorios, extranjeros que, en tanto que extranjeros, son enemigos potenciales y que, en nuestra época, heredada de la industrialización forzada de los Treinta Gloriosos, acampan incluso en el corazón de los Estados europeos. De ahí la base común de todas las variantes del nacionalismo actual: la xenofobia. A todos los Estados les resulta fácil perseguir a los extranjeros, expulsarlos, cerrar sus fronteras, etc., aunque, con la aceleración de la globalización, estén perdiendo sectores enteros de sus funciones tradicionales.

Francia y el nacionalismo

No podemos concluir esta breve aproximación sin abordar la situación a la que nos enfrentamos en Francia, de la que Hobsbawm sólo rasca la superficie. Hoy en día, en Francia, está de moda equiparar el nacionalismo con el fascismo ante el auge de la xenofobia fascista, con sus tintes racistas. Para combatir la xenofobia, sancionada y agravada por las medidas del poder estatal, que acentúa el antagonismo entre presuntos nacionales y presuntos extranjeros, es necesario afirmar la intangibilidad de los principios de la democracia. Este es el credo de la espectacular oposición a la amenaza fascista, un fascismo que reduce estrechamente al del partido de Le Pen. Pero esto es olvidar, o pretender olvidar, que los famosos valores universales de la ciudadanía, incluso en términos de asimilación, son en realidad singulares, propios del Estado-nación tal y como se ha constituido en Francia a lo largo de la historia reciente. Son valores nacionales. También se olvida que su realización ha sido siempre muy elástica, subordinada prioritariamente a las necesidades de la economía nacional y a la razón de Estado. Por lo tanto, siempre han sido muy restrictivas, con la excepción de breves períodos de la historia, como los Trente Glorieuses, donde el capital nacional necesitaba fuerza de trabajo de origen extranjero, de las colonias y neocolonias. Blandir la bandera descolorida de la llamada república universal contra tal o cual partido, tal o cual líder, incluso uno tan demagógico como Le Pen, que también dice representar los valores de la república, es, en el mejor de los casos, no entender nada sobre el Estado-nación y las fuentes del nacionalismo contemporáneo, y, en el peor, compartir los mismos valores fundamentales. Como prueba, basta con ver la influencia de las ideas de este demagogo, no sólo entre los campesinos y comerciantes, base habitual del ultranacionalismo en Francia, sino también entre lo que queda de los trabajadores. La comunidad de la clase obrera, que se había construido con la industrialización del país, se está dislocando en el marco de una crisis laboral ligada a la relativa desindustrialización. En Francia, los valores de clase, a pesar del potencial de revuelta que todavía pueden simbolizar, han estado ligados durante mucho tiempo a los valores del Estado-nación, protector de la industria nacional. En este caso, los temas de la decadencia nacional tienen cierta resonancia porque corresponden a la idea que tienen los trabajadores franceses de su propia decadencia como factor indispensable para el desarrollo del capital nacional. Entre la defensa de la economía nacional y la defensa de la nación no hay hoy ninguna muralla china, como tampoco la había ayer entre el nacionalsocialismo y el nacionalsocialismo. Los apóstoles de la democracia, a veces situados en los círculos de la militancia con pretensiones revolucionarias, pretenden no entender la genealogía del fascismo como fenómeno de masas. Incluso a veces denuncian al partido ultranacionalista de Le Pen como una traición a las tradiciones republicanas de Francia y pretenden recalentar la ideología podrida de la resistencia nacionalista al fascismo. No podrían haber hecho un mejor trabajo para admitir que la democracia y la nación son inseparables y revelar la base sobre la que pretenden dirigir y enmarcar el espectáculo de la resistencia de rodillas contra "el ascenso del fascismo". Además, frente al autoritarismo del poder estatal, los decepcionados con la centralización en las regiones periféricas son algo sensibles a los cantos de sirena de los autonomistas e incluso de los separatistas. Se dice que la desertización provocada por la centralización de la economía, especialmente en el ámbito de la cultura, es responsabilidad exclusiva del gobierno central. Frente a la normalización general de la supervivencia, cada vez más atomizada, desesperada y sin sentido, la necesidad de encontrar puntos de referencia y de volver a conectar con la sociabilidad pasa por la valorización de las llamadas culturas particulares que, por regla general, se presentan como vestigios de tradiciones populares restringidas por el Estado. Y las personas que se refugian en ellas están dispuestas a olvidar lo exclusivas, estrechas y autoritarias que eran esas tradiciones. Los ingenuos partidarios de los líderes separatistas juran que se trata de cultura, nada más que de cultura. Pero en este caso, la cultura es la búsqueda de la política por otros medios. La glorificación de las diferencias culturales parece ser uno de los medios esenciales para movilizarlos detrás de esos líderes que aspiran a conquistar el poder, incluso mediante la violencia, en sus respectivas áreas regionales de influencia y, por supuesto, a hacer negocios dentro de Europa. Al poder estatal, fiel a la tradición jacobina, le molestan esas gesticulaciones nacionalistas. Al mismo tiempo, está dispuesta a dejar pasar, incluso a dar rienda suelta a ciertas mafias nacionalistas, como demuestra el ejemplo de Córcega. El relativismo cultural se extiende ahora también a las comunidades de inmigrantes del Tercer Mundo. Sin negar los factores de solidaridad que aún puedan poseer, no podemos cerrar los ojos ante sus estrecheces, en particular su jerarquía de tipo patriarcal, en la que se apoyan los nacionalistas, los últimos marxistas-leninistas e incluso los integristas musulmanes, nostálgicos del tiempo pasado en que los califas gobernaban en el mundo árabe-musulmán. En Francia, estas comunidades parecen ser refugios seguros porque el poder del Estado, en virtud del principio jacobino de asimilación individual, las disloca y a veces incluso las persigue como tales. Pero esto no es motivo para convertirlos en polos de resistencia radical al Estado.

A modo de conclusión

En Francia, como en otras partes, el nacionalismo tiene menos posibilidades de aportar soluciones a las cuestiones fundamentales que plantea la catastrófica evolución de la sociedad contemporánea. Por regla general, distrae a los individuos, incluso a los que están algo revueltos por su condición, de la cuestión esencial: la lucha contra el capitalismo. Les ilusiona la posibilidad de mejorar su supervivencia a condición de que acepten identificarse con las distintas comunidades nacionales que se ofrecen en el mercado de la ideología, presentadas de forma mitificada y nostálgica como otros tantos vestigios palpables de la sociabilidad precapitalista. En realidad, esas comunidades, bajo la dirección de líderes nacionalistas y religiosos, las dominan, las utilizan y, en última instancia, las privan de libertad. Estamos a favor de que los individuos vuelvan al camino de la comunidad, que ya ha existido en la historia de la humanidad, incluso en Europa, en la historia reciente, a través de las luchas contra el capital y el Estado. En este sentido, no más hoy que en el pasado, los individuos en rebeldía no parten de la nada para alcanzar sus objetivos y sueños. Se basan en su historia. Pero la conquista de la libertad, tanto individual como colectiva, sigue siendo la condición primordial para el redescubrimiento de la sociabilidad. Cuando la libertad está ausente, la comunidad deja de tener sentido. Es sinónimo de dominación.

André Dréan

FUENTE: Non Fides (base de datos anarquista) - 22 de enero de 2015

Traducido por Jorge Joya

Original: www.socialisme-libertaire.fr/2015/02/etat-nation-religion-trois-pilier