Léo FERRE : la anarquía

"La anarquía es la formulación política de la desesperación o "Introducción a la anarquía". 

"La anarquía es la formulación política de la desesperación. La anarquía no es algo solitario; tampoco lo es la desesperación. Son otros los que nos informan sobre nuestro destino. Son otros los que nos hacen, los que nos destruyen. Con otros somos otro. Así que destruimos a los demás, y al hacerlo nos destruimos a nosotros mismos. Esto se ha dicho; es importante que se repita. Cristo, el pecado, la desgracia, los ricos, los pobres... vivimos envueltos en ideas-palabras. Somos conceptuales, abstractos, nada. Una moral de la anarquía sólo puede concebirse en el rechazo. Es rechazando que creamos. Es al negarnos que nos ponemos en situación de expectativa, y la tasa de agresividad contenida en nuestra postura, nuestra negatividad, es la medida misma de la agresividad contraria: todo está en función de los polos. Somos electricidad consciente, o lo que creemos que somos, y eso debería bastarnos. Los postulados, los teoremas, el eterno quid que es nuestra condición de homo curiosus, nos conducen hacia soluciones de alteridad a los problemas que creamos. El enunciado del problema es sospechoso por el hecho mismo de estar expresado en un lenguaje convencional. Muller, en el siglo pasado, se preocupó por saber por qué el pasado del verbo amar es el pasado sólo en el sufijo. Amado... y el tiempo pasado se extiende, dramáticamente. No es nada que escuchar: el amor; es un tiempo presente que simplemente nos satisface o informa. Basta con que la desinencia entre en el juego para que todo cambie, aparte del propio problema lingüístico. Este d, este amado despierta inmediatamente el pesar que es la revuelta civilizada. Todo un potencial de irreversibilidad está inscrito en esta letra aparentemente convencional, que no es más que el resultado de una larga evolución fonética hacia la simplicidad, hacia la claridad del discurso. La gramática sometida, queda esta herramienta, esta palabra haciendo el pasado, haciendo una conciencia, pensamientos, melancolía, historia. No sabemos que las convenciones, ya sean lingüísticas, morales, religiosas o económicas, nos encierran en lo "social" como una red invisible que nos pone en situación de hacer algo, de pensar esta cosa como si fuera evidentemente una creación de nuestra voluntad de hacer y pensar, mientras que somos la mosca atrapada, reducida, por una araña que nos observa sin comernos. El hombre es devorado por la sociedad, pero se reinventa perpetuamente, a través de una especie de connivencia inconsciente que hace de la víctima el impulso vital de su verdugo. Sin crimen, no hay verdugo, por supuesto. Son los jueces los que hacen a los infractores. Como decía Sartre a propósito de la traición, la represión es un crimen adventicio, un crimen de segundo grado que no puede dar la cara en primer lugar, por eso las sociedades son represivas: matan por delegación, en segundo lugar, o mejor, de rebote. Matan a través de la Moralidad, también afilada, pero encerrada y garantizada por el procedimiento. El procedimiento es una forma mecano-gráfica de matar al prójimo. La historia de la humanidad es una estadística de la compulsión. No creo que, en nuestra forma habitual de pensar, pueda haber una vida sin coacción. La Ley, sea cual sea -incluso la más desinteresada- siempre incluye lo que está fuera de ella, su contrario, la antiley, lo que está detrás de la promulgación. Hay rincones sombríos en la mente del legislador donde maduran las actividades turbias y necesarias de la jurisprudencia. Una ley contra la tortura no es una ley completa si no contempla la tortura para quien tortura... "Por un ojo, dos ojos... por un diente, toda la boca" decía Lenin, creo, con un sentido inquietante de la metafísica de la venganza y sus intereses compuestos... Lo que salta a la vista del hombre es esta restricción sin la cual la sociedad no podría subsistir, y se trata efectivamente de una cuestión de subsistencia. Esta fuerza limitadora que me hace vestir según lo mejor de la moda contemporánea para no forzar la risa de los que me miran, dice bastante sobre la adicción del ciudadano a la regla de lo que se hace, lo que no se hace. Lo que me atormenta es la compulsión y por qué me entrego a ella. ¡Muéstrame un hombre en este universo de números! La destrucción es un orden invertido. Es la negación del Bien Social que analizo en la granada cebada. Qué es el Bien Social sino lo que hoy defino como el Mal, mi Mal, este Mal que me amordaza, que me somete. Las bisagras de la puerta saltan, entro en la Ciudad, con flores negras en la mano, y me linchan. Yo entro con mi Bien que se convierte en su tormento, su Mal por mí dado. Me he convertido en el diablo. La coacción es esta exoneración de principios que me justifica en mi prudente obediencia, verdadera imagen del civismo.

Obedezco, sin orden. Obedezco, porque como miembro de esta sociedad me ordeno a mí mismo guardar silencio. Hay en todo siervo una feliz disposición de ánimo que le hace doblegarse sin romperse nunca. Las imágenes constrictivas se me proyectan día tras día según normas adquiridas y tan impregnadas de técnicas admirables que el conjunto receptor que me transmite las palabras de orden es ajustado para el sonido y para el valor correcto de los puntos, de las líneas, por mí. He dejado de pensar por mí. En casa, creo que ON. El yo está desfigurado por una nueva gramática que me desprotege de la soledad y el valor, el que me pone al alcance de la vida real ha sido castrado. He cortado mi valor. Soy negro. Fuera, si lo sacaba indemne; lo más probable es que me lo devolvieran con un catálogo de sanciones. Ni derecho privado, ni derecho público; son palabras de la doctrina. Sólo hay una ley: la penal. No hay nada de malo en la obligación que me impongo al firmar al pie del contrato, sin el surtido esperado de restricciones financieras, si no me obligo a ello. ¿Por qué no se garantiza la compulsión? Porque no se puede garantizar el castigo. Se asume desde toda la eternidad. Yo soy su creador. Si lo revoco, se da la vuelta y me abofetea. De rodillas, acompaño el ritmo de los golpes que me propina, bajo el hechizo, a pesar de todo, de la demora y la gracia. En este Bien, en este Mal, me siento como un extraño. Soy un showman de la moral. Si el Bien es mujer, el Mal ara. Un tercer sexo es más importante para mí, y quizás sea la indiferencia. El indiferente ha sido desposeído de su derecho. Ya no invoca nada. Mira, si es necesario, la ley: señal de alarma, calle bloqueada, conciencia del hecho social. Creo en la relatividad jurídica en cuanto he desechado los postulados que fundan el Estado de Derecho. Seguimos siendo romanistas. El Código Civil es un tratado práctico de derecho romano revisado por una secuela revolucionaria. No estamos lejos del sacramentum in rem, de la in jure cessio y de las fórmulas del antiquísimo derecho que sancionaban tal o cual artimaña jurídica. Simplemente hemos denigrado las acciones de la ley para llegar a esta tartufería jurisprudencial que salta del artículo 1382 al artículo 1384 y que incluye la responsabilidad en un arco concreto, si es necesario. La responsabilidad de las cosas ha puesto el riesgo en la boca del perro. El amo muerde por delegación, y esa es la civilización del derecho: dar pensamiento a la materia inerte, poner al hombre al nivel de la cosa, despersonalizarlo hasta transformar en riesgo latente lo que una antigua moral llamaba falta. El riesgo es la falta atrasada. De esta maquinaria de la que soy siervo, de esta interferencia incesante de mis vísceras, de mi sangre, de mis nervios, de esta prisión definitiva en la que yo -un mamífero bípedo- he sido puesto, me libero sólo a través de las palabras. Mis pensamientos, regidos por mi estado de ánimo, mi imaginación, que se basa en lo ya hecho y visto, son un engaño más. Mi desesperación es una desesperación química. Me estoy muriendo cada segundo. No tengo salvación sino en el rechazo, un engaño más pero terriblemente sobreactuado. Soy el rey de mi dolor y es el dolor el que me somete. En el fondo, el dolor sería un placer, si no fuera por el escozor que siempre me produce el epígrafe. En el libro de nuestra vida, una palabra completa, que significa: "¡Sufre! El perro que grita, el hombre que grita, nada los diferencia. Me siento especialmente "perro" en mis horas de retiro del mundo. Además, tomo mis facultades de hablar. Nunca hablo conmigo mismo. Me canto a mí mismo. Yo me matematizo. Yo soy la naturaleza. Hablaré de esta gramática que hace tiempo que nos ha amordazado. No soporto la falta de ortografía. La norma, en este punto, está por encima de la norma. Se trasciende, como diría el filósofo... Y la regla que se supera a sí misma se convierte en "yo". La moral, venga de donde venga, está muy cerca de esta autodictadura. No son los tiranos los que gobiernan. El mundo es una anarquía atemperada por reglamentos solitarios y algunas escalas policiales. ¿Propiedad? Esa es la palabra que hay que cambiar. Soy dueño de mi derecho a reclamar "este" bien, objeto de mi codicia y cuya sanción posesiva depende únicamente del dinero que necesito para convertirme en su dueño, a no ser que haya decidido transgredir el orden establecido y apoderarme por la fuerza o con argucias de un bien que considero, desde toda la eternidad, que me pertenece. Y lo que me pertenece, lo puedo romper: ese es el derecho de propiedad, el derecho a destruir... ¡ad libitum! El derecho de propiedad sobre el Van Gogh por el que pagué trescientos millones, no es el derecho de ponerlo en el banco a la espera de los días de vacas flacas, ni es el derecho de mirarlo a solas, en casa, refunfuñando o no sobre las peculiares maneras que tenía el pintor de ir al burdel, con la navaja en el bolsillo y la oreja en el suelo... No, mi verdadero derecho de propiedad sobre este cuadro es poder quemarlo, en mi chimenea, en una pira de indiferencia, con, en el ojo de mi mente y en este recuerdo imaginado que apenas se equivoca porque las cosas dan vueltas, los críticos de arte de la época que no vieron nada del genio de Vincent. ¡Pero veo, y me he convertido en el único que "ve" en esta piromanía crítica!

No veo la comida de mi perro porque no como "perro". No es tan seguro, por cierto. En la comodidad de mi sueldo, de mi quincena, de mi paga, de mis emolumentos, de mis honorarios (curiosa forma de multiplicar el vocabulario del dinero...), no veo ni al perro comer. Es un mundo que no me importa. Soy un hombre pensante que come salteado de ternera, caviar fresco o productos lácteos, porque el médico lo ha recomendado. Pero este sistema de nivelación que consistiría en ponerme al alcance de los animales, en medir la extensión, el territorio del hambre, desde la hidra hasta los abonados del comedor comunitario, en abonar la despensa de las moscas atraídas por la tela de araña y decirme: "Está muy bien, estoy "arañando", me quedan otros cuatro días...", esto, nunca, y sin embargo... Si estoy hambriento, peco, duro, ya no pienso en comer "perro" u "hombre", pero es importante que "aguante" porque la sociedad me ha identificado, me ha dado un nombre, soy hijo de alguien. No es un derecho, la filiación, es un estado. A un perro que roba le dan una patada. Si robo una barra de pan, me encierran. Por lo tanto, mi trabajo me da derecho a no estar entre rejas. Es mejor, durante horas y horas, clavar clavos en la estúpida planificación de la mierda proletaria que hacer la pelota a los cuervos y, cuando llega la noche, poner redes a la gente "honrada" y luego ir a hacer las cuentas a la comisaría. El litigio correccional que evito me convierte en esclavo de alguien, y hoy, de un ser concreto: la sociedad anónima. Con esto me refiero, no al artificio legal que pone el Capital en una acción que cotiza en la Bolsa, sino a esas múltiples bocas en la acera y en el metro, al Pueblo, al humus sobre el que cada cuatro o cinco años crece lo que se llama sufragio universal. Las personas que no veo no existen. Si no soy un bandido, es porque el Pueblo votó para inventar el Ministerio Público. El pueblo es el horno de la tiranía. Un psicoanálisis de la patrimonialidad comenzaría por nombrar: la ley habla. Mi patrimonio nunca podrá superar las pretensiones del Estado de someterme a sus planteamientos de expropiación o a la aprensión de un vecino que argumenta un derecho de paso si no presento la prueba catastral de mi propiedad. ¿Qué es Mine sino un convenio comprado? Mi roble tiene cien años. Una visión más sana me diría que pertenece a quien lo plantó, al roble padre de la naturaleza libre, al paisaje del que es un punto móvil en la tormenta o estático en el verano azul. Que se pertenece a sí mismo, ¡por fin! Mi riñón es mío...

Esta palabra que me vincula al derecho de propiedad es una palabra de circunstancia, una palabra aceptada, escrita al pie de la escritura notarial y transcrita en el registro de hipotecas, otra certeza de autenticidad. La palabra está en boca de todos: "auténtico". Pongo mi confianza en el pergamino, en la escritura que sirve de palabra inventada por el juego social. Jugamos a atrincherarnos en palabras de posesión: mi casa, mi mujer, mi pluma, tu derecho, su perro, Karl Marx no meditó lo suficiente sobre la conjugación posesiva, la única que nunca teme a las faltas de ortografía, la conjugación de mío y tuyo. Toda la Economía Política se basa en un gesto: la mano que entrega, la mano que toma. Las teorías están al margen y sólo explican una cierta psicología en la relajación de la producción. Las macrodecisiones tienen dedos de acero. La suya sigue siendo más objetiva: la suya es una palabra de expectativa. La suya es una propiedad ignorada por los burgueses y expuesta a los gángsters. Fuera de las normas legales -y, singularmente, de las penales- el suyo pierde su objetividad: puede convertirse en el mío o en el tuyo. Es desde esta perspectiva lingüística que se debe estudiar la psicología del ladrón. El ladrón, habiendo abandonado el camino legal, sólo toma un bien vacante, y que está vacante en el momento de la técnica, en el momento en que la parafernalia del fric-frac se pone en funcionamiento, en el momento de la "vigilancia" - que es un trabajo duro y preciso, de la misma manera que el trabajo en un objeto manufacturado. El ladrón no corre "sus" riesgos. Asume su condición de ladrón: tiene la ley en contra y, para él, la antiley, es decir, su propia ley. Es significativo que este llamado derecho "medio", que un romanticismo sumario ha relegado a la mitología del cine policíaco, sea en realidad una forma marginal de decir también el derecho, o más bien de decir el antiderecho. En el caso concreto del "medio", el código de honor es un código de silencio. El que habla, el que "se sienta a la mesa", ha pasado al otro lado. La traición sirvió de apoyo para que se alineara. Y la fila es una forma de esperar las condecoraciones o el ajuste de cuentas. Básicamente, la traición es una moral del bienestar social, y el burgués traiciona por omisión. Sin una situación legal no hay derecho. Sin una palabra para nombrarlo no hay árbol. Hacemos nuestras cadenas: por norma, por palabras. Por palabra me refiero -no hace falta decirlo- al concepto inmediato que me remacha el discurso interior. Sin la palabra "árbol" se desvanece toda una porción de mi conocimiento: ya no veo los bosques, ya no sé cómo caminar por ellos, pierdo el fuego y, al perder el fuego, se me hiela la sangre, me pierdo para siempre. Puedo escuchar la desesperación sonando en la niebla de esta realización. Ya no hablo. Ya no puedo ver los nidos, los mismos vuelos, los mismos gritos, los mismos cantos, todo de nuevo. Sin árboles, ¿dónde anidarán los pájaros? Cuando los veo volar, ¿por qué ya no puedo pensar en el movimiento de las alas, en esa geometría aprendida que encuentro en el vuelo del cuervo, aunque, graznando, se preocupe por el dato mágico, también aprendido?

Cuando veo un cuervo, vuelvo a Poë y, al hacerlo, a las tablas psicoanalíticas de Marie Bonaparte, y me pregunto a cuál de los dos debería haber cuestionado. El cuervo se ha convertido, para mí, en un hecho literario y esto es lo que yo llamo desesperación. Ya no puedo ver al córvido. Veo una forma alusiva al destino y su resonancia literaria o poética: tres golpes en la ventana. La anarquía viene de dentro. No existe un modelo de anarquía, ni tampoco una definición. Definir es admitir la derrota por adelantado. Definir es detener el tren mientras rueda por la noche cuando se desvía en la aguja. También se podría decir que se tiene prisa por acabar con la inteligencia del evento. Es por su incapacidad fundamental para saber definir nada que el hombre se desvive por sus comentarios y su filosofía. Un tren en la aguja es un deber bien hecho, es una vía honestamente vendida a mí, pasajero, comprador de esta línea nocturna que me lleva a X pasando por la aguja Y, una rampa necesaria pero cuya razón desviacionista ignoro. No me desvían de mi ruta, la hacen perfecta y segura. Sólo puedo pensar en el ruido infernal y me invade el miedo. Defino el cambio en relación con mi problema como piloto solitario. Si pienso en el bloque de dispensación de carriles libres, lo pienso en términos del hombre a los mandos y la posibilidad de un giro equivocado. No doy la definición de ingeniero, no veo la carretera en sección donde me arriesgaría a entender técnicamente el cruce de las vías. No sé que después de mi paso - y es en efecto una cuestión de MI y no de un dato objetivo y cuantificado por el tráfico - esta válvula se cerrará, brazos de hierro iluminados de verde se pondrán en guardia, para dejar deslizar hacia un punto X, mi semejante, ese "vecino de al lado" de la estación al que he visto en el andén hace un rato, llamando a un mozo y subiendo al siguiente tren, a cinco minutos de distancia, ese siguiente tren que me persigue el culo -y lo estoy pensando- y que encontrará el camino libre en esta retorcida cifra de hierro, objeto de mi resentimiento. No soy el único en el mundo de los trenes. Y, sin embargo, es esto lo que me aleja del mundo por completo en este preciso momento en el que -contra toda evidencia- me creo solo, hecho como una rata en este vehículo que, en el depósito, nunca es más que una abstracción más que huye hacia la noche. En esta soledad del músculo, no conozco ni reconozco a ningún maestro, y ahora me veo obligado a unirme a la barandilla, la barandilla de mi ansiedad y la barandilla de los demás, de todos los demás. Tengo los medios para inmolarme a este miedo y sólo tengo uno, inmediato, con el que no me atrevo a relacionarme: la señal de alarma, porque más allá de este asidero que creo de seguridad, hay una tarifa de penalización, esta nivelación de la autonomía, un simple aviso que me amordaza. Este es el caso del hombre en sociedad: nunca se atreve a tirar de la señal, garante de la sociabilidad. La palabra "solo" está cargada de niebla, es una palabra de reflexión, de luz reflejada, negra, apenas válida. Es en la "soledad" en la que me encuentro cada noche tras el descanso del trabajo diario y entretenido. En la calle, el solitario es aceptado por el idéntico, por el hombre que camina delante de él y que refleja esa luz particular que hace común, curvada la espalda del seguidor, del camarero. Esta soledad visceral está al alcance de todas las conciencias. ¿Quién no ha dicho que se siente solo en una multitud? Un cliché lamentable que convierte a esta multitud en un crisol de miseria mental. Tan pronto como son abrazados, son amordazados, defenestrados, acechando en el lugar común político. Los tiranos necesitan lugares comunes para limpiarse en el múltiplo de la estupidez. Los tiranos, este día, hacen su agosto. Políticamente, la soledad no tiene sentido. Ni siquiera hay suficiente para hacer un solitario en el arsenal democrático. La cabina de votación es una plaza pública. Esta psicología del voto secreto es un rechazo a la confesión. Confesamos una papeleta. La cabina electoral, un vespino seco, un convento del socialismo a la hora del aperitivo... Me enfurece la idea de que los hombres acepten aislarse administrativamente más que para orinar. Que la soberanía nacional sea acosada hasta tal punto en un gabinete municipal, me sube al fondo del corazón como una náusea de principio. Ideas que huelen, no conozco nada más definitivo en nuestra condición de Pueblo-Rey. "

Léo FERRE

Editorial en "Le Monde Libertaire", enero de 1968.

Se repite en el "Testamento fonográfico" y en "La mauvaise graine". 

FUENTE : Libertarian Library

Traducido por Jorge Joya

Original: www.socialisme-libertaire.fr/2017/05/leo-ferre-l-anarchie.html