Los libertarios y la política, por André PRUDHOMMEAUX (1954).
"Anarquista extramuros, André Prudhommeaux (1902-1968), al que dedicamos un número temático de nuestro boletín, reunía indiscutiblemente dos cualidades que rara vez se combinan en los círculos militantes: una penetrante capacidad de análisis y una innegable habilidad para desentrañar las verdades contradictorias admitidas por la anarquía plural de su tiempo. Así es como, nos parece, hay que leer este brillante texto de 1954, publicado en los Cahiers de "Contre-courant", donde, sobre la cuestión de la ambigua relación que los libertarios tienen con la política, envía de vuelta a los "diletantes" y a los "agitadores" del anarquismo para definir una posición de "juste milieu": negarse a "confundir la lucha contra el gobierno de turno [...] con la resistencia y la emancipación frente al Estado, que es una lucha apolítica o antipolítica", sino ser capaz, paralelamente, de reflexionar sobre las circunstancias y las apuestas políticas de un momento dado y, eventualmente, determinar quién es el "enemigo número uno" y quiénes pueden ser los "aliados provisionales". Cuando conocemos la intransigencia que el autor de este texto mostró, durante la revolución española, hacia el "circunstancialismo" de la guerra que llevó a las autoridades de la CNT-FAI a entregarse -de forma bastante lamentable, por otra parte- al "arte" político hasta el corazón del aparato del Estado, no podemos sino admitir que Prudhommeaux también fue capaz de cuestionar indirectamente su radicalismo de entonces. La manera en que insiste, aquí, en el hecho de que una misma posición nunca tendrá el mismo efecto según se trate, como fue a menudo el caso en España, de un movimiento libertario lo suficientemente poderoso como para influir, en términos reales, en el futuro político de una comunidad humana mucho más amplia que la que representaba por derecho propio, o, como fue más a menudo el caso en otros lugares, de movimientos anarquistas conducidos a los márgenes de la sociedad y liberados de antemano de cualquier responsabilidad real sobre los destinos de los países donde residen.
Las preguntas e intuiciones de Prudhommeaux -que son, por supuesto, de su tiempo- pueden, de manera más general, en ciertos puntos al menos, hacerse eco de nuestro presente, en particular cuando correlaciona una cierta predisposición anarquista al exceso desenfrenado con el "descrédito" que el movimiento libertario corre el riesgo de experimentar "entre la gente sensata" para atraer hacia él sólo a "tontos o locos". O cuando insiste en la importancia que jugó, en la historia, la "ambivalencia revolucionaria-reaccionaria" y las "súbitas inversiones de alianzas" que favoreció, entre "rojos" y "marrones", por ejemplo. O, por último, cuando define que la intervención de los libertarios en la política debe provenir de una "antipolítica lúcida en cuanto a las realidades a las que se opone y los efectos que puede tener". Una antipolítica "inteligente", por tanto, y "comedida incluso en su rechazo a los compromisos irreflexivos". Sin hundirse en la facilidad del anacronismo, es posible, sin embargo, que el lector atento se anime a establecer el vínculo entre algunas de las observaciones críticas del sutil Prudhommeaux y los numerosos disparates que transmiten algunos de los anarquistas actuales, lo suficientemente deconstruidos como para haber perdido todo sentido de la medida y del razonamiento - A contrapelo."
¿Deben los libertarios asumir la responsabilidad de los acontecimientos políticos o no? La cuestión es controvertida. En un extremo están los compañeros que, de una vez por todas, afirman "no preocuparse" [1] por lo que ocurre en el mundo, para buscar su propio equilibrio y la satisfacción de sus necesidades. La actitud tiene su nobleza: es la de Arquímedes que, en medio de la Siracusa saqueada por el enemigo, se absorbió en la solución de un problema de geometría; con los ojos fijos en la figura que había trazado en el suelo, murió, se dice, sin dignarse a mirar a sus asesinos. Pero la mayoría de nuestros "despreocupados" no van tan lejos; se conforman, cuando abren los periódicos que les hablan de asesinatos más o menos lejanos en el tiempo o en el espacio, con levantar los hombros y decir: "¿Qué podemos hacer? Y, al hacerlo, me parece que renuncian gratuitamente a un poder muy real que pertenece a todo hombre de convicción y de carácter: el poder de influir, por poco que sea, en los acontecimientos que lo acosan, tomando posición y buscando, por un acto de inteligencia creadora, escapar del fatalismo de la servidumbre universal.
En el otro extremo están los que viven en una perpetua sobreexcitación ante las más mínimas fluctuaciones del juego político tal y como se practica entre los profesionales. Imaginan que deben (o pueden) intervenir eficazmente en cada una de las inextricables combinaciones cuyo significado, incierto para los propios actores, casi siempre se les escapa. A cada paso, su deseo de implicación, de intervención activa en los acontecimientos, se traduce en "revelaciones" de telenovela, "análisis" sensacionalistas y declaraciones encendidas en nombre de las masas proletarias y populares que, puede decirse aquí, son totalmente "inconscientes". Y hay alarmas angustiadas, cascadas de complots denunciados, cuadernos de reivindicaciones improvisados, planes de revolución pregonados por todos los países del mundo, titulares que anuncian cada semana la revolución social en Teherán, El Cairo o Caracas, y el Grand Soir de París para el día siguiente a más tardar [2].
Esta actitud de fanfarronería y agitación perpetua es, en mi opinión, más peligrosa que la otra, porque conduce al rápido descrédito del movimiento entre las personas sensatas y, por tanto, a un absurdo exceso de demagogia, a una megalomanía que sólo puede contener a los tontos o a los locos. Cada vez que aparece el periódico, juegan a la oca del Capitolio, "movilizan a las masas", gritan asesinato, guerra, fascismo, motín, ayuda, lucha final, precisamente cuando no pasa nada, como si estuvieran alertando a los bomberos con humo y espejos. En cuanto al día en que realmente ocurre algo, se suele comprobar que los gritones de las consignas han desaparecido, a menos que se "inviertan" las actitudes. Entonces los "organizadores" reconocen de repente que "no hay nada que hacer", se despreocupan, se las arreglan, cambian de tono o siguen mansamente la pendiente de la obediencia y el conformismo gubernamental. Y son los "diletantes" -los cínicos o los contemplativos- los que salen de sus estudios o de su "torre de marfil". Ante la irresistible llamada a la acción en los minutos en que todo vuelve a ser posible, los cansados militantes y agitadores son relevados por las fuerzas vírgenes de los no organizados.
Decenas, cientos de nombres nos vienen a la mente cuando pensamos, por ejemplo, en el comportamiento respectivo de "políticos" y "apolíticos" ante la revolución popular española. Sólo mencionaré uno: Camillo Berneri. Este vagabundo ideológico por los caminos del psicoanálisis, la psiquiatría, la filosofía de las religiones, la erudición histórica, la poesía intimista y otras "trivialidades" de la alta cultura, entregó a la "guerra de clases" en España, durante diez meses, de dieciocho a veinte horas diarias de intenso trabajo, más allá de las fuerzas humanas, hasta que los asesinos de Stalin saldaron su cuenta viendo en él la conciencia que querían matar.
Si tuviera que elegir, escogería al diletante que, en los mejores momentos, se improvisa como servidor y luchador de la causa que ama, entregándole su salud, su sustancia y su vida; al técnico de la agitación vacía y del combate verbal contra el reloj, que con demasiada frecuencia, en caso de éxito, sólo piensa en aprovechar los placeres egoístas que considera debidos a sus largas fatigas, o que, si las cosas salen mal, se limita a retirarse del juego de manera más o menos elegante.
Dicho esto, creo que la mejor respuesta a la pregunta que planteé al principio de este estudio se encuentra en un "término medio". No, el libertario no debe ni puede ignorar lo que ocurre en el mundo, que se resume en el gran hecho político de la opresión del hombre por el Estado. No, el libertario no debe ni puede perder de vista por mucho tiempo que su vida privada, su intimidad intelectual y moral, está comprometida y amenazada a cada momento por la inquisición, la intervención, la invasión sutil -a veces prometedora, a veces amenazante, a veces ciegamente brutal- de los poderes. Pero la reacción del libertario no puede ser entrar en el juego de los poderes rivales, confundir la lucha contra el gobierno de turno -es decir, la oposición política- con la resistencia y la emancipación del Estado, que es una lucha apolítica o antipolítica, que tiene sus propios principios, métodos, medios y resultados, enteramente distintos de una oposición que propone la sustitución de un gobierno por otro. En este sentido, el libertario no debe ni puede ser político: la política es su enemigo perpetuo, y la vida privada (al margen del Estado y de lo que se llama "vida pública" en el sentido oficial u opositor de la palabra) es, por el contrario, su punto de apoyo, su baluarte, su propio dominio, cuya defensa y extensión condicionan todas sus relaciones con el mundo de la política.
Obviamente, estas relaciones existen. Y el tema esencial de la presente presentación es precisamente el impacto político, consciente o inconsciente, voluntario o involuntario, calculado o espontáneo, de la actitud antipolítica libertaria sobre la propia política. Porque además de las motivaciones psicológicas que ponen en juego las reacciones libertarias ante la política, otra cosa son las concepciones éticas y los objetivos ideales que justifican nuestro comportamiento, y otra cosa es el resultado práctico, la incidencia social de dicho comportamiento. Desde el doble punto de vista que provisionalmente adoptamos aquí, desde el punto de vista general de la evolución humana y desde el punto de vista particular del devenir humano en el entorno en el que nos encontramos, lo que importa es esta incidencia social. Por lo tanto, debe examinarse objetivamente, sin vanas desesperaciones ni ilusiones.
En términos prácticos, hay que hacer una primera distinción. Hay países en los que el sector libertario de la opinión, de la expresión ideológica y del trabajo organizado es importante; en los que (por el número y el poder material, la fuerza de las tradiciones, la conformidad con el temperamento étnico, la influencia cultural, etc.), el movimiento libertario desempeña, o puede desempeñar, un papel destacado en la vida pública y pesa mucho -nos guste o no- en el destino del país. En este caso, es evidente que el comportamiento individual de cada libertario y el del movimiento organizado conllevan consecuencias generales mucho más graves y, en cierto modo, una responsabilidad política ante el "país" y ante el "pueblo" mucho mayor que en otros lugares. En tal caso, la acción o la abstención del movimiento libertario en un ámbito determinado -elecciones, huelgas, insurrección, etc.- puede provocar cambios profundos en el régimen. - En tal caso, la acción o la abstención del movimiento libertario en un terreno determinado -elecciones, huelgas, insurrección, etc.- puede depender de profundas modificaciones del régimen político, económico y social, de la victoria o la derrota de los bloques rivales en tiempos de paz, de los ejércitos en tiempos de guerra, de la existencia de un ambiente más o menos generalizado de prosperidad o de desesperación, de liberalismo o de servidumbre totalitaria.
Como ejemplo clásico de estas responsabilidades decisivas del movimiento libertario frente al pueblo o al país, tomemos la península ibérica y, en el conjunto de la península, el complejo Cataluña-Aragón-Levante. Allí, los anarquistas y sindicalistas de la CNT, durante la guerra civil, constituyeron la columna vertebral de la economía pública y de la defensa contra los facciosos. Si bien no se puede afirmar que las organizaciones de la CNT y la FAI fueran capaces por sí solas de proteger, alimentar y equipar a las provincias del noreste, creo que era absolutamente imposible que las organizaciones "gubernamentales" cohesionadas (desde Estat Catala hasta el POUM, pasando por los republicanos más o menos autonomistas o federalistas, el PSUC, los socialistas los Rabassaires y la UGT) protegieran, alimentaran y defendieran el complejo Cataluña-Aragón-Levant sin la CNT-FAI. Que yo sepa, todos los observadores objetivos de los acontecimientos de 1936-1939 están de acuerdo en este punto. De ello se desprende necesariamente que, ante la rebelión franquista y la impotencia gubernamental, la actitud de la CNT-FAI estaba imperativamente dictada por una elección: la de un enemigo número uno, y la de unos aliados provisionales. De ahí el programa que intenté esbozar en su momento en un artículo de la España Antifascista titulado "La inutilidad del gobierno", que J. Peirats [3] reprodujo en el primer volumen de su libro como un manifiesto anónimo adoptado por el movimiento libertario español. En mi opinión, el problema consistía en ayudar a salvar la República Española y su régimen republicano liberal mediante medidas antiestatales, revolucionarias y sustancialmente libertarias impuestas por la presión de los hechos y la propia naturaleza de los acontecimientos. Y de hecho estas medidas se impusieron espontáneamente no sólo en el sector libertario, sino también en otros sectores de opinión antifascista y anticentralista, en la medida en que trabajaban efectivamente por la defensa de las libertades civiles y por el bien común. El punto principal de todo este programa era la condena práctica de una defensa basada en concepciones militares-gubernamentales, y la adopción de una ofensiva social a escala de todo el país, generalizando el ejemplo dado en Cataluña y en otros lugares: la toma de la tierra por los campesinos, de las fábricas por su personal, de los servicios públicos por los sindicatos y los municipios, el alistamiento de milicias populares voluntarias que hicieran la guerra de guerrillas detrás de los ejércitos facciosos, etc. Sigo convencido de que la victoria habría sido posible en este sentido, y cuando digo victoria me refiero no sólo a la derrota de Franco y de la reacción interna militarista, policial y clerical, sino también al retroceso decisivo del estatismo y del autoritarismo en todas sus formas. El objetivo era transformar la sociedad ibérica, jerarquizada y cerrada bajo el bieno negro [4], en una sociedad abierta que permitiera los experimentos sociales voluntarios más atrevidos y que las comunidades locales pusieran en práctica el derecho a ignorar al Estado. En cuanto a la internacionalización de este principio a través del movimiento concomitante de ocupación empresarial en una serie de países occidentales, fue, por supuesto, un elemento indispensable en la consolidación y desarrollo de las fuerzas libertarias en España y en el mundo.
Pero no quiero detenerme en perspectivas que conducen, por desgracia, a especulaciones abstractas sobre "posibilidades no realizadas", a lo que se llama ucronía por analogía con la utopía. Me limitaré a señalar que, una cosa lleva a la otra, todo el movimiento libertario internacional estaba destinado a compartir y ampliar las responsabilidades del movimiento libertario español -incluso en aquellos países en los que los anarquistas eran sólo una ínfima minoría, aparentemente sin ninguna influencia en el devenir social- o a sufrir las repercusiones de una derrota sin precedentes.
Pero esto me lleva a una segunda distinción necesaria, relacionada con las implicaciones políticas de la existencia de un sector libertario en un país donde este sector ocupa una posición minoritaria aparentemente insignificante. Abordo aquí el caso de los países de relativo liberalismo político donde los libertarios tienen la posibilidad de reunirse y manifestarse a través de la palabra y la escritura, reservando para más adelante el caso de los regímenes más o menos totalitarios y las dictaduras.
La topografía convencional de los partidos en los países con una antigua tradición parlamentaria nos presenta o bien las categorías francesas de izquierda, derecha y centro, o bien las categorías angloamericanas de partido en el gobierno y partido en la oposición, fórmulas estables que se enfrentan e intercambian sus papeles a intervalos de varios años, a veces incluso de varias décadas. Sabemos que en Inglaterra la alternancia es casi automática entre los dos grandes partidos actualmente existentes: el partido "laborista" sucede al "conservador" en cada nueva legislatura, y viceversa; hoy, lo que queda del partido "liberal" es incapaz de desempeñar un papel de árbitro, y es el desgaste del equipo político en el poder el que interviene en los cambios, poco perceptibles, de la orientación política general. Lo mismo ocurre, en cierta medida, con la política estadounidense, donde la regla del juego es que cada cinco, diez o quince años la administración republicana es sustituida casi por completo por la demócrata, lo que provoca un cambio casi total en el personal del Estado. Este último no está formado, como en Francia, por funcionarios prácticamente inamovibles, sino por personas que pasan del sector privado al público y viceversa. En el ritmo pendular de los anglosajones, la influencia del espíritu de oposición antigubernamental es muy poderosa, pero la influencia libertaria, es decir, antiestatal, es casi nula. De hecho, hagan lo que hagan los anarquistas de estos países, su movimiento está libre de cualquier responsabilidad sobre el futuro político del país. Se potencia ética e institucionalmente, ya sea mediante la objeción de conciencia individual o manteniendo en toda su pureza la exigencia jeffersoniana de un mínimo de intervención burocrática y un máximo de libertades cívicas, religiosas y morales. La Alemania de Bonn, con su relativo bipartidismo (gobierno liberal-cristiano y oposición socialdemócrata) parece acercarse a este tipo gracias al desprecio de los alemanes actuales por las ideologías, y a su empirismo de importación americana e inglesa.
En los países latinos, como Francia e Italia, la situación ya es diferente. Allí, hay una gama muy fluctuante de partidos, lo que hace posible varias combinaciones. En concreto, hay tres fuerzas distintas: los dos extremos y el centro o "tercera fuerza". La extrema izquierda está representada por la oposición comunista y afines; la extrema derecha por la oposición nacionalista, clerical o fascista. Como oposiciones, estos elementos forman parte del sistema parlamentario, pero como candidatos al poder, los partidos extremos representan un peligro mortal para la constitución democrática, que sería sustituida por una dictadura con tendencias totalitarias. Por lo tanto, el juego liberal sólo tiene sentido dentro de los límites de las variantes gubernamentales que van del centro-derecha al centro-izquierda; prácticamente del liberalismo conservador al socialismo reformista. Cualquier oscilación más allá de eso haría descarrilar el sistema y sería irreversible. Las fluctuaciones de la opinión y, en particular, de la opinión opositora extremista, que inflan o desinflan los partidos del descontento agudo, se hacen sentir, por supuesto, en la inestabilidad gubernamental endémica de las democracias italiana y francesa. En tiempos normales, los extremos se equilibran entre sí, y el papel de árbitro, con las "responsabilidades de gobierno" -si se puede hablar así- pertenecen a los partidos "moderados". En Francia, a los socialistas anticomunistas, a los radicales, a los demo-cristianos, a los campesinos y a los independientes; en Italia a los partidos que van desde Silone y Saragat hasta Pella, Fanfani y Scelba. ¿Cómo se tradujo la influencia de los libertarios, y del sector de opinión que simpatizaba con ellos, en la práctica en 1954? Como elemento auxiliar de la extrema izquierda contra la extrema derecha, y de la oposición contra el partido del gobierno. No indudablemente en el plano electoral -dado el abstencionismo electoral de los anarquistas y los anarquistas- pero sí en el plano reivindicativo, sindical y social. El resultado aparente más claro es que el liberalismo de centro-derecha está ligeramente en desventaja con respecto al reformismo socialista de centro-izquierda, y que el clericalismo está más o menos controlado, pero en beneficio de un estatismo "laico". El estatismo, cabe señalar, no es en absoluto exclusivo de la revuelta antigubernamental. La mayoría de los funcionarios de los niveles inferiores y medios son a la vez estatistas por situación y rebeldes por descontento, y sus reivindicaciones se dirigen naturalmente a aumentar las tareas administrativas, el personal burocrático, los controles y servicios públicos, el presupuesto, etc. Existe, pues, una cierta paradoja en el hecho de que, en tiempos normales, la influencia política práctica del movimiento libertario organizado se ejerce más en el sentido de ampliar que de restringir las funciones del Estado, siendo al mismo tiempo un elemento de oposición al gobierno y de oposición más o menos virtual al régimen.
El papel político más útil, en mi opinión, que desempeña el sector libertario en estas condiciones, no es político en el sentido propio de la palabra, sino educativo. Consiste en morder a la extrema izquierda política mientras se lucha contra la extrema derecha. Desprendiéndose, por un lado, del partido comunista -estatista y totalitario- para llevar al terreno antiestatal a los elementos que se sitúan en el terreno de la oposición "obrera" que conduce a la llamada "dictadura del proletariado", constituyendo, por otro lado, una fuerza vigilante que tiende a oponerse, mediante la huelga y la acción directa, a las actividades de la derecha fascista y de la derecha antiestatal, a las actividades de la derecha fascista y clerical, los libertarios, en periodos de "normalidad", contribuyen eficazmente a la preservación de las libertades fundamentales del individuo, y ello tanto más cuanto que se abstienen de toda intrusión directa en la política de oposición simplemente "antigubernamental".
Este papel, sin embargo, presupone la existencia de una cierta estabilidad, un cierto equilibrio político, que hoy en día está en constante amenaza. Sin embargo, la amenaza no proviene de la "clara división del mundo en dos bloques". Un mundo o un país dividido en dos partes opuestas que se equilibran y neutralizan casi automáticamente, goza de una relativa seguridad y muy difícilmente cae en las aventuras de la guerra civil o internacional. Por el contrario, la guerra casi siempre estalla cuando existe la posibilidad del error y la sorpresa, de que un protagonista sea "tomado" por el juego de una coalición o neutralidad inesperada. Ejemplos de esta naturaleza nos son familiares hoy en día y podrían multiplicarse infinitamente. En 1914, Europa Central atacó a Francia y Rusia, creyendo erróneamente que tenía asegurada la neutralidad anglosajona. En 1939, Occidente se apoyó en Rusia para oponerse al eje Berlín-Roma-Tokio; en un golpe de efecto diplomático, Molotov se alió con Ribbentrop. Casi sin dar un golpe, los dos socios se repartieron la Europa continental, mientras que Japón se anexionó las colonias europeas en el Pacífico y el Océano Índico. Hizo falta la inesperada resistencia de Inglaterra, la "querella alemana" buscada por Hitler de parte de Stalin y el gigantesco esfuerzo de Estados Unidos, que parecía neutral, para restablecer la situación. En el plano de la política interna, ocurre lo mismo. En el origen de todo golpe de fuerza exitoso en la historia contemporánea hay una repentina inversión de alianzas.
En Italia, el Duce aprovechó la neutralización mutua del liberal burgués Giolitti y el movimiento semi-insurreccional de los obreros italianos para hacer de tercero y tomar el poder. En Rusia, Lenin había hecho lo mismo. Después de enfrentar a los soviets con la Constitución y a Kornilov con Kerensky. En Alemania, fue gracias a la "paradójica" rivalidad y complicidad de Stalin que Hitler triunfó sobre la República de Weimar. Y no es exagerado decir que en España, como en Alemania, el comunismo sirvió tanto de pretexto como de auxiliar del fascismo. El elemento conservador-liberal, a escala nacional e internacional, creía en la neutralización mutua de los partidos extremos de la derecha y de la izquierda, y pensaba así que conservaría su posibilidad de maniobra. De hecho, el reparto del botín democrático ya estaba decidido y, mientras se observaban mutuamente con recelo, los totalitarios de la derecha y de la izquierda iban a encontrar la oportunidad de un golpe común contra las libertades populares. ¿Y es necesario recordar el 6 de febrero de 1934, cuando comunistas y fascistas se precipitaron juntos al Parlamento francés para poner fin a la Tercera República, que contaba felizmente con su irreductible antagonismo?
¿Es necesario decir que los mismos elementos, reunidos en las mismas circunstancias, estaban ayer de nuevo en los Campos Elíseos para consumir al gobierno de Laniel y vitorear al mariscal Juin? En cada punto de inflexión de la historia reciente, la guerra de partidos o la guerra de Estados surge casi siempre de la inesperada coalición de fuerzas que se creían adversas, o de la intervención, en una u otra dirección, de fuerzas que se creían neutrales, y casi nunca es la existencia de contradicciones estables, permanentes y equilibradas, de intereses antagónicos abiertamente proclamados, lo que provoca la catástrofe. No es la lucha de clases espontánea, sino la existencia de partidos militarizados, fanáticos y disciplinados, capaces, por tanto, de abalanzarse sin previo aviso sobre el amigo y aliado de ayer, de coaligarse con el enemigo de ayer, y de realizar súbitamente cualquier "giro", lo que constituye el peligro esencial que amenaza a la civilización. Esta ambivalencia revolucionaria-reaccionaria, que es la prerrogativa por excelencia de las formaciones que tienden al totalitarismo, debe resultar familiar a los anarquistas, que tan a menudo han sido sus incautos y víctimas. Por lo tanto, sólo podemos concebir el papel político consciente de las minorías libertarias, en un país como Francia o Italia, como el de una vigilancia atenta para oponer la acción directa, la desobediencia civil, las huelgas y la resistencia individual y colectiva en todas sus formas, a toda intromisión de los totalitarios de izquierda o de derecha contra las libertades civiles y los derechos fundamentales de los trabajadores.
Ya sea un golpe militar como el de Kapp-Luttwitz en Berlín en 1920, una operación combinada de faccionalistas y demagogos como el 6 de febrero de 1934 en París, o una combinación de lo uno y lo otro como el 17-19 de julio de 1936 en Barcelona, la táctica defensiva que corresponde a nuestro ideal, a nuestros métodos y a los medios de que disponemos será siempre la misma. Ha dado sus frutos, ya que todos estos golpes de fuerza han sido derrotados por la espontaneidad de las élites libertarias y por la rapidez del reflejo libertario en el pueblo.
En cuanto a las ofensivas económicas y sociales de los campesinos por la tierra, de los trabajadores por la posesión real de los instrumentos de producción, de los oprimidos por el fin de las ocupaciones militares y coloniales, huelga decir que no podemos ser indiferentes a ellas.
Cuando es así, nuestro papel es acentuar la conciencia y la responsabilidad de las acciones espontáneas del pueblo; y cuando no es así, nos corresponde abogar por las vías y los medios adecuados para la conquista y la defensa de la libertad de todos. A esto, en mi opinión, se limita la intervención directa de los libertarios en la política. Por lo demás, es una antipolítica lúcida en cuanto a las realidades a las que se opone y en cuanto a los efectos que puede tener -y, por tanto, inteligente y comedida incluso en su rechazo a los compromisos irreflexivos- la que puede y debe ser defendida como guía de nuestra conducta social.
André PRUDHOMMEAUX [André Prunier]
Cahiers de " Contre-courant ", n° 4, pp. 65-72,
suplemento de Contre-courant, n° 55, noviembre de 1954.
[1] Esta es la palabra favorita de muchos colaboradores de L'Unique. [NdA.]
[2] Véase la colección de Le Libertaire de París, años 50. [NdA.]
[3] José Peirats: La CNT dans la Guerre et la Révolution. [NdA.]
Más concretamente, La CNT en la Revolución española, cuyos tres volúmenes, publicados por Ediciones CNT (Toulouse) aparecieron en 1951, 1952 y 1953. [NdÉ.]
[4] "Bieno negro": los dos años oscuros (octubre de 1933-enero de 1936) que siguieron a la victoria de la derecha reaccionaria en las elecciones de octubre de 1933. [FUENTE: A Contretemps]
FUENTE: A Contretemps
Traducido por Jorge Joya
Original: www.socialisme-libertaire.fr/2017/10/les-libertaires-et-la-politique.h