El principio del Estado

Mijail Bakunin, La guerra franco-alemana y la revolución social en Francia [1870-1871].

En el fondo, la conquista no es sólo el origen, sino también el objetivo supremo de todos los Estados, grandes o pequeños, poderosos o débiles, despóticos o liberales, monárquicos, aristocráticos, democráticos e incluso socialistas, suponiendo que el ideal de los socialistas alemanes, el de un gran Estado comunista, se realice alguna vez.

Que ha sido el punto de partida de todos los estados, antiguos y modernos, nadie puede dudarlo, ya que cada página de la historia del mundo lo demuestra suficientemente. Nadie discutirá que los grandes Estados de hoy tienen como objeto, más o menos declaradamente, la conquista. Pero los Estados medianos, y sobre todo los pequeños, se dirá, sólo piensan en defenderse, y sería ridículo que soñaran con la conquista.

Ridículo como se quiera, pero sin embargo es su sueño, como es el sueño del más pequeño propietario campesino de redondearse a costa de su vecino; redondearse, agrandarse, conquistar a toda costa y siempre, es una tendencia fatalmente inherente a todo Estado, cualquiera que sea su extensión, su debilidad o su fuerza, porque es una necesidad de su naturaleza. Qué es el Estado sino la organización del poder; pero está en la naturaleza de todo poder que no puede sufrir ni un superior ni un igual, -el poder no puede tener otro objeto que la dominación, y la dominación sólo es real cuando todo lo que la obstaculiza está sometido a ella. Ninguna potencia sufre a otra a menos que se vea obligada a hacerlo, es decir, a menos que se sienta impotente para destruirla o derrocarla. El mero hecho de un poder igual es una negación de su principio y una amenaza perpetua a su existencia; pues es una manifestación y prueba de su impotencia. Por lo tanto, entre todos los estados que coexisten, la guerra es permanente y su paz no es más que una tregua.

Está en la naturaleza del Estado posar como objeto absoluto para sí mismo y para todos sus súbditos. Servir a su prosperidad, a su grandeza, a su poder, es la virtud suprema del patriotismo. El Estado no reconoce ningún otro: todo lo que le sirve es bueno, todo lo que es contrario a sus intereses es declarado criminal, tal es la moral del Estado.

Por eso la moral política siempre ha sido no sólo ajena, sino absolutamente contraria a la moral humana. Esta contradicción es una consecuencia obligada de su principio: el Estado, siendo sólo una parte, se plantea e impone como el todo; ignora el derecho de todo lo que no es él, y cuando puede hacerlo sin peligro para sí mismo, lo viola. El Estado es la negación de la humanidad.

¿Existe un derecho humano absoluto y una moral humana? En los tiempos que corren, y viendo todo lo que ocurre y se hace en Europa hoy, nos vemos obligados a plantear esta pregunta.

En primer lugar, ¿existe lo absoluto y no es todo en el mundo relativo? Lo mismo ocurre con la moral y el derecho: lo que ayer se llamaba derecho ya no lo es hoy, y lo que parece moral en China puede no ser considerado como tal en Europa. Desde este punto de vista, cada país, cada época debe ser juzgada sólo desde el punto de vista de las opiniones contemporáneas o locales, y no habría ningún derecho humano universal, ninguna moral humana absoluta.

De este modo, después de haber soñado con ambos, cuando éramos metafísicos o cristianos, ahora positivistas, deberíamos renunciar a este magnífico sueño y volver a caer en la estrechez moral de la antigüedad, que ignora incluso el nombre mismo de la humanidad, hasta el punto de que todos los dioses eran exclusivamente nacionales y accesibles sólo a los cuites privilegiados.

Pero ahora que el cielo se ha quedado desierto y que todos los dioses, incluidos por supuesto el Jehová de los judíos, el Alá de los mahometanos y el buen Dios de los cristianos, han sido destronados, sería una minucia: Volveríamos a caer en el materialismo craso y brutal de los Bismarck, los Thiers y los Federico II, según el cual Dios estaba siempre del lado de los grandes batallones, como decía excelentemente este último; el único objeto digno de culto, el principio de toda moral, de todo derecho, sería la fuerza; ésta es la verdadera religión del Estado.

¡Pues no! Por muy ateos que seamos, y precisamente por serlo, reconocemos una moral humana absoluta y un derecho humano. Lo único que hay que hacer es ponerse de acuerdo sobre el significado de la palabra absoluta. El absoluto universal, que abarca la totalidad infinita de mundos y seres, no lo concebimos, porque no sólo somos incapaces de percibirlo con nuestros sentidos, sino que ni siquiera podemos imaginarlo. Cualquier intento de este tipo nos llevaría de nuevo al vacío, tan querido por los metafísicos, de la abstracción absoluta.

El absoluto al que nos referimos es un absoluto muy relativo, y en particular relativo sólo a la especie humana. Esta última está lejos de ser eterna: nacida en la tierra, morirá con ella, quizás incluso antes, dejando paso, según el sistema de Darwin, a una especie más poderosa, más completa, más perfecta. Pero mientras exista, tiene un principio que le es inherente y que lo hace precisamente lo que es: es este principio el que constituye, en relación con él, lo absoluto. Veamos en qué consiste este principio.

De todos los seres que viven en esta tierra, el hombre es a la vez el más social y el más individualista. Sin duda, también es el más inteligente. Hay quizás animales que son aún más sociales que él, por ejemplo, las abejas y las hormigas; pero, por otra parte, son tan poco individualistas que los individuos pertenecientes a estas especies están absolutamente absorbidos por ellas y como aniquilados en su sociedad: son todo para la comunidad, nada o casi nada para sí mismos. Parece que existe una ley natural, según la cual cuanto más elevada es una especie animal en la escala de los seres, por su organización más completa, más latitud, libertad e individualidad deja a cada uno. Los animales feroces, que sin duda ocupan el rango más alto, son individualistas en grado sumo.

El hombre, animal feroz por excelencia, es el más individualista de todos. Pero al mismo tiempo, y este es uno de sus rasgos distintivos, es eminente, instintiva y fatalmente socialista. Esto es tan cierto que la propia inteligencia que lo hace tan superior a todos los seres vivos, y que lo convierte, por así decirlo, en el amo de todos ellos, sólo puede desarrollarse y tomar conciencia de sí misma en sociedad y con la ayuda de toda la comunidad.

Y en efecto, sabemos que es imposible pensar sin palabras; fuera o antes del habla, puede haber representaciones o imágenes de las cosas, pero no hay pensamientos. El pensamiento nace y se desarrolla sólo con el habla. Pensar es, por tanto, hablar mentalmente dentro de uno mismo. Pero cualquier conversación presupone al menos dos personas, una de las cuales es usted; ¿quién es la otra? Es todo el mundo humano que conoces.

El hombre, como animal individual, al igual que los animales de todas las demás especies, tiene desde el primer momento en que comienza a respirar, el sentimiento inmediato de su existencia individual; pero sólo adquiere la conciencia reflejada de sí mismo, conciencia que constituye propiamente su personalidad, por medio de la inteligencia, y por consiguiente sólo en sociedad. Tu personalidad más íntima, la conciencia que tienes de ti mismo en lo más profundo de tu ser, no es en cierto modo más que el reflejo de tu propia imagen, reflejada y devuelta a ti como por tantos espejos, tanto por la conciencia colectiva como por la individual de todos los seres humanos que componen tu mundo social. Cada persona que conoces y con la que te encuentras en contacto directo o indirecto determina, en mayor o menor medida, tu ser más íntimo, contribuye a hacer de ti lo que eres, a constituir tu personalidad. En consecuencia, si estás rodeado de esclavos, aunque seas su amo, no eres menos esclavo, ya que la conciencia de los esclavos sólo puede reflejar hacia ti tu imagen degradada. La estupidez de todo el pueblo te embrutece, mientras que la inteligencia de todos te ilumina, te eleva; los vicios de tu entorno social son tus vicios, y no puedes ser un hombre verdaderamente libre si no estás rodeado de hombres igualmente libres, siendo suficiente la existencia de un solo esclavo para disminuir tu libertad. En la inmortal Declaración de los Derechos del Hombre, hecha por la Convención Nacional, encontramos claramente expresada esta sublime verdad de que la esclavitud de un ser humano es la esclavitud de todos.

Contiene toda la moral humana, precisamente lo que hemos llamado moral absoluta, absoluta sin duda en relación con la humanidad solamente, no en relación con el resto de los seres, ni menos aún en relación con la totalidad infinita de los mundos, eternamente desconocida para nosotros. La encontramos en germen, más o menos, en todos los sistemas de moral que han surgido en la historia y de los que era en cierto modo como la luz latente, una luz que, además, la mayoría de las veces sólo se ha manifestado en reflejos tan inciertos como imperfectos. Todo lo que vemos que es absolutamente verdadero, es decir, humano, se debe sólo a ella. Y cómo podría ser de otro modo, ya que todos los sistemas de moral que se han desarrollado sucesivamente en el pasado, así como todos los demás desarrollos del hombre en la historia, incluidos los teológicos y metafísicos, nunca han tenido otra fuente que la naturaleza humana, sólo han sido sus manifestaciones más o menos imperfectas. Pero esta ley moral que llamamos absoluta, ¿qué es sino la expresión más pura, más completa, más adecuada, como dirían los metafísicos, de esta misma naturaleza humana, esencialmente socialista e individualista al mismo tiempo?

El principal defecto de los sistemas morales enseñados en el pasado es que han sido exclusivamente socialistas o exclusivamente individualistas. Así, la moral cívica, tal como nos la han transmitido los griegos y los romanos, era exclusivamente socialista en el sentido de que siempre sacrificaba la individualidad a la colectividad. Por no hablar de las miríadas de esclavos que formaban toda la base de la civilización antigua, contándose sólo como cosas, la individualidad del propio ciudadano griego o romano se inmolaba siempre patrióticamente en beneficio de la colectividad constituida como Estado. Así, cuando los ciudadanos, cansados de esta inmolación permanente, se negaron a sacrificarse, las repúblicas griega y luego romana se derrumbaron. El despertar del individualismo provocó la muerte de la antigüedad.

Encontró su expresión más pura y completa en las religiones monoteístas, en el judaísmo, en el mahometismo y en el cristianismo sobre todo. El Jehová de los judíos sigue dirigiéndose a la comunidad, al menos en ciertos aspectos, ya que tiene un pueblo elegido, aunque ya contiene todos los gérmenes de una moral exclusivamente individualista.

Así debería haber sido: los dioses de la antigüedad griega y romana eran, en última instancia, sólo los símbolos, los representantes supremos de la comunidad dividida, del Estado. Al rendirles culto, se adoraba al Estado, y toda la moral que se enseñaba en su nombre no podía, en consecuencia, tener otro objeto que la salvación, la grandeza y la gloria del Estado.

El dios de los judíos, déspota celoso, egoísta y vanidoso si alguna vez lo hubo, se cuidó de no identificarse, sino sólo de mezclar su terrible persona con el colectivo de su pueblo elegido, escogido para servirle como escabel de preferencia a lo sumo, pero sin atreverse a elevarse a él. Entre él y su pueblo siempre hubo un abismo. Además, al no admitir otro objeto de adoración que él mismo, no podía sufrir el culto del Estado. Adorado como era, nunca exigió a los judíos, ni colectiva ni individualmente, que hicieran sacrificios por él mismo, nunca por su comunidad o por la grandeza y gloria del Estado.

Además, los mandamientos de Jehová, tal como nos los transmite el Decálogo, se dirigen casi exclusivamente al individuo: las únicas excepciones son aquellas cuya ejecución excede las fuerzas de un individuo y requeriría la cooperación de todos: Por ejemplo, el mandato tan singularmente humano que ordenó a los judíos extirpar hasta el final, incluidos mujeres y niños, a todos los paganos que encontraran en la tierra prometida, mandato verdaderamente digno del Padre de nuestra santa Trinidad cristiana, que se distingue, como es sabido, por su exuberante amor a esta pobre especie humana.

Todos los demás mandamientos se dirigen únicamente al individuo: no matarás (salvo en los casos muy frecuentes en que yo mismo lo ordene, debería haber añadido); no robarás la propiedad o la mujer de otro (también considerada en cierto modo como propiedad); respetarás a tus padres. Pero sobre todo me adorarás a mí, el dios celoso, egoísta, vano y terrible, y si no quieres incurrir en mi ira, cantarás mis alabanzas y te arrastrarás ante mí para siempre.

En el mahometanismo no hay ni siquiera una sombra del colectivismo nacional y restringido que domina las religiones antiguas y del que todavía se encuentran algunos débiles restos incluso en el culto judaico. El Corán no conoce ningún pueblo elegido; todos los creyentes, sea cual sea la nación o comunidad a la que pertenezcan, son individualmente, no colectivamente, los elegidos de Dios. Los califas, los sucesores de Mahoma, nunca fueron llamados de otra manera que los líderes de los creyentes.

Pero ninguna religión llevó el culto al individualismo tan lejos como la religión cristiana. Ante las amenazas del infierno y las promesas absolutamente individuales del paraíso, acompañadas de la terrible declaración de que entre muchos llamados sólo habrá unos pocos elegidos, se produjo un pánico general, una especie de carrera hacia el campanario en la que a cada persona sólo le estimulaba una única preocupación, la de salvar su pobre almita. Es concebible que una religión así pudiera y debiera dar el golpe de gracia a la antigua civilización, fundada exclusivamente en el culto a la colectividad, a la patria, al Estado, y disolver todas sus organizaciones, sobre todo en una época en la que ya estaba muriendo de vejez. El individualismo es un poderoso disolvente. La prueba de ello la vemos en el mundo burgués actual.

En nuestra opinión, es decir, desde el punto de vista de la moral humana, todas las religiones monoteístas, pero especialmente la religión cristiana, como la más completa y consistente de todas, son fundamentalmente, esencialmente, principalmente inmorales: Al crear su Dios, han proclamado la decadencia de todos los hombres, cuya solidaridad sólo admiran en el pecado; y al plantear el principio de la salvación exclusivamente individual, han negado y destruido, en la medida de sus posibilidades, la colectividad humana, es decir, el principio mismo de la humanidad.

¿No es extraño que al cristianismo se le atribuya el honor de haber creado la idea de humanidad, de la que fue, por el contrario, la negación más completa y absoluta? Sin embargo, en un aspecto podría reclamar este honor, pero sólo en uno: contribuyó de forma negativa, al cooperar poderosamente en la destrucción de las comunidades restringidas y parciales de la antigüedad, al acelerar la decadencia natural de las patrias y ciudades que, habiéndose divinizado en sus dioses, constituían un obstáculo para la constitución de la humanidad; Pero es absolutamente falso decir que el cristianismo haya tenido alguna vez el pensamiento de constituir la humanidad, o que haya comprendido, o incluso intuido, lo que hoy llamamos la solidaridad de los hombres, siendo la humanidad una idea completamente moderna, vislumbrada por el Renacimiento, pero concebida y enunciada de manera clara y precisa sólo en el siglo XVIII.

El cristianismo no tiene absolutamente nada que ver con la humanidad, por la sencilla razón de que su único objeto es la divinidad, pero lo uno excluye lo otro. La idea de humanidad se basa en la solidaridad fatal y natural de todos los hombres entre sí. Pero el cristianismo, como hemos dicho, no reconoce esta solidaridad más que en el pecado, y la rechaza absolutamente en la salvación, en el reinado de este Dios que, entre muchos llamados, no da la gracia más que a unos pocos elegidos, y que, en su adorable justicia, impulsado sin duda por ese amor infinito que le distingue incluso antes de que los hombres nacieran en esta tierra, había condenado a la inmensa mayoría de ellos a la muerte de sus padres, Se trataba de castigarlos por un pecado cometido no por ellos mismos, sino por sus primeros antepasados, que se vieron obligados a cometerlo para evitar otro aún más terrible, el de negar la presciencia divina.

Tal es la lógica divina y la base de toda la moral cristiana. ¿Qué tienen que ver con la lógica y la moral humanas?

Es en vano tratar de demostrarnos que el cristianismo sí reconoce la solidaridad de la humanidad, citándonos palabras del Evangelio que parecen presagiar el advenimiento de un día en el que no habrá más que un solo pastor y un solo rebaño; o mostrándonos a la Iglesia católica romana, que tiende incesantemente a la realización de este objetivo mediante el sometimiento del mundo entero al gobierno del papa. La transformación de toda la humanidad en un rebaño y la realización, afortunadamente imposible, de esta monarquía universal y divina, no tienen absolutamente nada que ver con el principio de la solidaridad humana, que es lo único que constituye lo que llamamos humanidad. No existe ni la sombra de esta solidaridad en la sociedad que sueñan los cristianos, y en la que no se es [nada] por la gracia de los hombres, todo por la gracia de Dios, un verdadero rebaño de ovejas disgregadas, que no tienen ni deben tener ninguna relación inmediata y natural entre sí, hasta el punto de que les está prohibido incluso unirse para la reproducción de la especie, sin el permiso o la bendición de su pastor, siendo el sacerdote el único que tiene derecho a casarlas en nombre de este dios que es el único vínculo legítimo entre ellas: Fuera de él, los cristianos sólo se unen y pueden unirse en él. Al margen de esta sanción divina, todas las relaciones humanas, incluso los vínculos familiares, participan de la maldición general que golpea a la creación, y son reprobadas: La ternura de los padres, de los cónyuges, de los hijos, la amistad basada en la simpatía y la estima mutuas, el amor y el respeto por la humanidad, la pasión por la verdad, la justicia y el bien, la pasión por la libertad, y la más grande de todas, la pasión por la humanidad, que implica a todas las demás, están malditas y sólo pueden ser rehabilitadas por la gracia de Dios. Todas las relaciones entre los hombres deben ser santificadas por la intervención divina; pero esta intervención las distorsiona, desmoraliza y destruye. Lo divino mata a lo humano, y todo el culto cristiano consiste propiamente en esta inmolación perpetua de la humanidad en honor de la divinidad.

Que no se objete que el cristianismo ordena a los hijos que amen a sus padres, a los padres que amen a sus hijos, a los cónyuges que se amen. Sí, pero les ordena y permite amarse no inmediatamente, no naturalmente y por sí mismos, sino sólo en Dios y por amor a Dios; admite todas estas relaciones naturales sólo a condición de que Dios sea un tercero, y este terrible tercero mata a los esposos. El amor divino aniquila el amor humano. Es cierto que el cristianismo nos manda amar al prójimo tanto como a nosotros mismos, pero al mismo tiempo nos manda amar a Dios más que a nosotros mismos y, por tanto, también más que al prójimo, es decir, sacrificar al prójimo por la salvación de nosotros mismos, pues en definitiva el cristiano sólo adora a Dios por la salvación de su alma.

Siendo Dios dado, todo esto es rigurosamente consistente: Dios es lo infinito, lo absoluto, lo eterno, lo omnipotente; el hombre es lo finito, lo impotente. Comparado con Dios, en todos los aspectos, no es nada. Sólo lo divino es justo, verdadero, bello y bueno, por lo que todo lo humano en el hombre debe ser declarado falso, inicuo, detestable y miserable. El contacto de la divinidad con esta pobre humanidad debe, pues, necesariamente devorar, consumir y aniquilar todo lo que queda de humano en los hombres.

Pero la intervención divina en los asuntos humanos nunca ha dejado de producir efectos excesivamente desastrosos. Ha pervertido todas las relaciones humanas y ha sustituido su solidaridad natural por la práctica hipócrita y malsana de las comunidades religiosas, en las que, bajo la apariencia de la caridad, cada uno sólo piensa en la salvación de su propia alma, haciendo así, bajo el pretexto del amor divino, un egoísmo humano excesivamente refinado, lleno de ternura hacia uno mismo y de indiferencia, malicia e incluso crueldad hacia el prójimo. Esto explica la íntima alianza que siempre ha existido entre el verdugo y el sacerdote, alianza francamente admitida por el célebre campeón del ultramontanismo, M. Joseph de Maistre, cuya elocuente pluma, después de haber divinizado al papa, no dejó de rehabilitar al verdugo; siendo el uno, en efecto, el complemento necesario del otro.

Pero no sólo en la Iglesia católica existe y se da esta excesiva ternura por el verdugo. ¿No han protestado hoy unánimemente los ministros sinceramente religiosos y creyentes de los diversos cultos protestantes contra la abolición de la pena de muerte, tan cierto es que el amor divino mata el amor de los hombres en los corazones que son penetrados por él; tan cierto es también que todos los cultos religiosos en general, pero entre ellos especialmente el cristianismo, nunca han tenido otro objeto que sacrificar a los hombres a sus dioses. Y entre todas las divinidades de las que nos habla la historia, ¿hay alguna que haya causado tantas lágrimas y derramamiento de sangre como este buen Dios de los cristianos, o que haya pervertido en la misma medida las inteligencias, los corazones y todas las relaciones de los hombres entre sí?

Bajo esta malsana influencia, el espíritu se eclipsó, y la ardiente búsqueda de la verdad se transformó en una complaciente adoración de la falsedad; la dignidad humana se degradó, la honestidad se volvió traicionera, la bondad cruel, la justicia inicua, y el respeto humano se transformó en un arrogante desprecio por los hombres; el instinto de libertad condujo al establecimiento de la servidumbre, y el de igualdad a la sanción de los más monstruosos privilegios. La caridad, convertida en destructora y perseguidora, ordenaba la masacre de los herejes y las orgías sangrientas de la Inquisición; el religioso se llamaba jesuita, masón o pietista -renunciando a la humanidad apuntaba a la santidad- y el santo, bajo la apariencia de una humildad y caridad más o menos hipócrita, escondía el orgullo y el inmenso egoísmo de un yo humano absolutamente aislado que se adora a sí mismo en su Dios. Porque no debemos engañarnos; lo que el hombre religioso busca por encima de todo y lo que cree encontrar en la divinidad que adora sigue siendo él mismo, pero glorificado, investido de omnipotencia e inmortalizado. Por eso, con demasiada frecuencia ha sacado de ella pretextos e instrumentos para esclavizar y explotar al mundo humano.

Esta es, pues, la última palabra del culto cristiano; es la exaltación del egoísmo, que, rompiendo toda solidaridad social, se adora a sí mismo en su Dios y se impone a la masa ignorante de los hombres en nombre de este Dios, es decir, en nombre de su Ego humano, consciente o inconscientemente exaltado y divinizado por él mismo. Por eso los religiosos suelen ser tan fieros: al defender a su Dios, toman parte por su egoísmo, por su orgullo y por su vanidad.

De todo esto se deduce que el cristianismo es la negación más decisiva y completa de toda solidaridad entre los hombres, es decir, de la sociedad, y en consecuencia también de la moral, ya que fuera de la sociedad no puede haber moral, sólo quedan las relaciones religiosas del hombre aislado con su Dios, es decir, consigo mismo.

Los metafísicos modernos, a partir del siglo XVII, han tratado de restablecer la moral, basándola no en Dios sino en el hombre. Desgraciadamente, obedeciendo a las tendencias de su siglo, tomaron como punto de partida no al hombre social, vivo y real, que es el doble producto de la naturaleza y de la sociedad, sino al Ego abstracto del individuo, fuera de todos sus vínculos naturales y sociales, el mismo Ego que el egoísmo cristiano divinizó, y que todas las Iglesias, tanto católicas como protestantes, adoran como su Dios.

¿Cómo nació el Dios único de los monoteístas? Por la necesaria eliminación de todos los seres reales y vivos.

Para explicar lo que queremos decir con esto, es necesario decir unas palabras sobre la religión. Nos gustaría no hablar de ello, pero en estos tiempos es imposible tratar las cuestiones políticas y sociales sin tocar la cuestión religiosa.

Se ha afirmado erróneamente que el sentimiento religioso es peculiar sólo de los hombres; todos los elementos fundamentales del mismo se encuentran perfectamente en el mundo animal, y entre estos elementos el principal es el miedo. "El temor de Dios", dicen los teólogos, "es el principio de la sabiduría". Pues bien, ¿no se encuentra este miedo, excesivamente desarrollado, en los animales, y no están todos los animales constantemente asustados. Todos sienten un terror instintivo a la naturaleza todopoderosa que los produce, los cría, los alimenta, es cierto, pero que al mismo tiempo los aplasta, los envuelve por todos lados, amenazando su existencia a cada hora, y que siempre termina por matarlos.

Como los animales de todas las demás especies no tienen ese poder de abstracción y generalización del que sólo está dotado el hombre, no se representan a sí mismos esa totalidad de seres que llamamos naturaleza, sino que la sienten y la temen. Este es el verdadero comienzo del sentimiento religioso.

Tampoco falta la adoración. Por no hablar del estremecimiento de alegría que sienten todos los seres vivos al amanecer, ni de sus gemidos ante la proximidad de una de esas terribles catástrofes naturales que los destruyen por millares, - sólo hay que considerar, por ejemplo, la actitud del perro en presencia de su amo. ¿No es esto lo mismo que la actitud del hombre hacia su Dios?

El hombre tampoco comenzó con la generalización de los fenómenos naturales, y sólo llegó a la concepción de la naturaleza como un ser único después de muchos siglos de desarrollo social. El hombre primitivo, el salvaje, no muy diferente del gorila, compartió sin duda durante mucho tiempo todas las sensaciones y representaciones instintivas del gorila; sólo muy gradualmente comenzó a hacerlas objeto de sus reflexiones, al principio necesariamente infantiles, a darles un nombre y a fijarlas así en su mente naciente.

Fue así como el sentimiento religioso que tenía en común con los animales de otras especies tomó forma, se convirtió en él en una representación permanente y como el comienzo de una idea, la de la existencia oculta de un ser superior y mucho más poderoso que él y generalmente muy hostil y muy malvado, el ser que le asusta, en una palabra, su Dios. Así era el primer Dios, tan rudimentario, es cierto, que el salvaje que lo busca por todas partes para ahuyentarlo, creía a veces que se encontraba en un trozo de madera, en un paño, en un hueso o en una piedra: era la época del fetichismo, del que aún hoy encontramos vestigios en el catolicismo.

Sin duda, el hombre salvaje tardó siglos en pasar del culto a los fetiches inanimados al de los fetiches vivos, al de los diversos animales y, finalmente, al de los brujos. Lo consiguió mediante una larga serie de experimentos y por el proceso de eliminación: al no encontrar el temible poder que quería conjurar en los fetiches, lo buscó en el hombre-dios, el brujo.

Más tarde, y siempre por este mismo proceso de eliminación, y prescindiendo del hechicero, cuya impotencia le había sido finalmente demostrada por la experiencia, el hombre salvaje adoró a su vez los fenómenos más grandiosos y terribles de la naturaleza: la tormenta, el trueno, el viento, y continuando así, de eliminación en eliminación, ascendió finalmente al culto del sol y de los planetas. Parece que el honor de haber creado este culto corresponde a los pueblos pastores.

Esto ya era un gran avance. Cuanto más alejada estaba la divinidad, es decir, el poder que asusta, del hombre, más respetable y grandiosa parecía. Sólo había que dar un gran paso para el establecimiento definitivo del mundo religioso, y era llegar al culto de una divinidad invisible.

Hasta este salto mortal de la adoración de lo visible a la adoración de lo invisible, los animales de las otras especies habían podido acompañar a su hermano menor, el hombre, en todos sus experimentos teológicos. Porque ellos también adoran todos los fenómenos de la naturaleza a su manera. No sabemos lo que pueden sentir con respecto a los otros planetas; sin embargo, estamos seguros de que la luna y especialmente el sol ejercen una influencia muy sensible sobre ellos. Pero la divinidad invisible sólo podría haber sido inventada por el hombre.

Pero el hombre mismo, ¿con qué medios ha podido descubrir este ser invisible, cuya existencia real ninguno de sus sentidos, ni siquiera la vista, ha podido ayudarle a constatar, y con qué artificio ha podido reconocer su naturaleza y sus cualidades? ¿Qué es ese ser supuestamente absoluto que el hombre creyó encontrar por encima y más allá de todas las cosas?

El proceso no fue otro que la conocida operación de la mente que llamamos abstracción o eliminación, y el resultado final de esta operación sólo puede ser la abstracción absoluta, la nada, el vacío. Y es precisamente esta nada la que el hombre adora como su Dios. 

Al elevarse con su mente por encima de todas las cosas reales y vivas, incluido su propio cuerpo, al abstraerse de todo lo sensible o incluso sólo visible, incluido el firmamento con todas las estrellas, el hombre se encuentra ante el vacío absoluto, la nada indeterminada, infinita, sin contenido, como sin límite.

En este vacío, el espíritu del hombre, que lo había producido por medio de la eliminación de todas las cosas, no podía encontrar necesariamente más que a sí mismo en el estado de una potencia abstracta que, habiéndolo destruido todo y no teniendo nada más que eliminar, vuelve a caer sobre sí mismo en una inacción absoluta, y que, considerándose en esta inacción completa, que le parece sublime, como un ser diferente de sí mismo, se hace pasar por su propio Dios y se adora a sí mismo.

Así pues, Dios no es otra cosa que el "yo" humano que se ha vuelto absolutamente vacío a fuerza de abstracción o de eliminación de todo lo que es real y vivo. Así es precisamente como lo concibió Buda, que fue sin duda el más profundo, el más sincero y el más verdadero de todos los reveladores religiosos.

Sólo que Buda no sabía, ni podía saber, que era la propia mente humana la que había creado este dios-nacido. Sólo a finales del siglo pasado se empezó a tomar conciencia de ello, y sólo en nuestro siglo, gracias a estudios mucho más profundos sobre la naturaleza y el funcionamiento de la mente humana, hemos llegado a comprenderlo plenamente.

Cuando la mente humana creó a Dios, procedió con la mayor ingenuidad; aún no tenía conocimiento de sí misma, y sin sospecharlo en lo más mínimo, fue capaz de adorarse a sí misma en su dios-nacido.

Sin embargo, no podía detenerse ante esa nada que él mismo había hecho, tenía que llenarla y bajarla a la tierra, a la realidad viva. Logró este fin con la misma ingenuidad y por el procedimiento más natural y sencillo. Habiendo divinizado su propio ser, que había alcanzado este estado de abstracción o vacío absoluto, se arrodilló ante él, lo adoró y lo proclamó causa y autor de todas las cosas; éste fue el comienzo de la teología.

Entonces se produjo un giro completo, decisivo y fatal, históricamente inevitable sin duda, pero igualmente excesivamente desastroso en todas las concepciones humanas.

Dios, la nada absoluta, fue proclamado como el único ser vivo, poderoso y real, y el mundo vivo y, como consecuencia necesaria, la naturaleza, todas las cosas realmente reales y vivas en comparación con este Dios, fueron declaradas como la nada. La peculiaridad de la teología es hacer real la nada, y la realidad la nada.

Procediendo siempre con la misma ingenuidad y sin la menor conciencia de lo que hacía, el hombre utilizó un medio muy ingenioso y al mismo tiempo muy natural para llenar el espantoso vacío de su divinidad: simplemente le atribuyó, exagerándolas sin embargo hasta proporciones monstruosas, todas las acciones, todas las fuerzas, todas las cualidades y propiedades, buenas o malas, beneficiosas o perjudiciales, que encontró tanto en la naturaleza como en la sociedad. Así, la tierra, al ser saqueada, se empobrecía en beneficio del cielo, que se enriquecía con sus despojos.

El resultado fue que cuanto más rico se volvía el cielo, la morada de la divinidad, más miserable se volvía la tierra, y que bastaba que una cosa fuera adorada en el cielo para que lo contrario de esa cosa se realizara en este mundo inferior. Esto es lo que se llama ficciones religiosas; a cada una de estas ficciones corresponde, como sabemos demasiado bien, alguna realidad monstruosa; así, el amor celestial nunca ha tenido otro efecto que el odio terrenal, la bondad divina nunca ha producido más que el mal, y la libertad de Dios significaba la esclavitud aquí abajo. Pronto veremos que lo mismo ocurre con todas las ficciones políticas y jurídicas, que no son más que consecuencias o transformaciones de la ficción religiosa.

No fue de golpe que la divinidad asumió este carácter absolutamente maligno. En las religiones panteístas de Oriente, en el culto de los brahmanes y en el de los sacerdotes de Egipto, así como en las creencias fenicias y sirias, se presenta ya bajo un aspecto muy terrible. - Oriente siempre ha sido y sigue siendo, hasta cierto punto al menos, el hogar de la divinidad despótica, aplastante y feroz, la negación del espíritu y de la humanidad. También es el hogar de los esclavos, los monarcas absolutos y las castas.

En Grecia, la divinidad se humaniza -su misteriosa unidad, reconocida en Oriente sólo por los sacerdotes, y su carácter atroz y oscuro quedan relegados al fondo de la mitología helénica-, al panteísmo le sucede el politeísmo. El Olimpo, imagen de la federación de ciudades griegas, es una especie de república muy débilmente gobernada por el padre de los dioses, Júpiter, que obedece él mismo a los decretos del destino.

El destino es impersonal; es la fatalidad misma, la fuerza irresistible de las cosas, ante la que todo debe doblegarse, hombres y dioses. Además, entre estos dioses, creados por los poetas, ninguno es absoluto; cada uno representa sólo un lado, una parte del hombre o de la naturaleza en general, sin dejar por ello de ser seres concretos y vivos. Se complementan y forman un conjunto muy vivo, muy elegante y sobre todo muy humano.

No hay nada oscuro en esta religión, cuya teología fue inventada por los poetas, cada uno añadiendo libremente algún nuevo dios o dogma, según las necesidades de las ciudades griegas, cada una de las cuales se aferraba al honor de tener su divinidad tutelar, representante de su espíritu colectivo. Era la religión no de los individuos, sino del colectivo de ciudadanos de tantos países restringidos y parcialmente libres, unidos más o menos por una especie de federación muy imperfectamente organizada y muy blanda.

De todos los cultos religiosos que nos muestra la historia, éste fue sin duda el menos teológico, el menos serio, el menos divino, y por ello el menos malo, el que menos impidió el libre desarrollo de la sociedad humana. - La mera pluralidad de dioses, más o menos iguales en poder, era una garantía contra el absolutismo; perseguido por unos, se podía buscar la protección de otros, y el mal causado por un dios encontraba su compensación en el bien producido por otro. No existía, pues, en la mitología griega esta contradicción, tan lógica como moralmente monstruosa, de que el bien y el mal, la belleza y la fealdad, la bondad y la maldad, el odio y el amor se concentren en una misma persona, como ocurre fatalmente en el dios único del monoteísmo.

Encontramos esta monstruosidad totalmente en el dios de los judíos y cristianos. Era una consecuencia necesaria de la unidad divina; y, en efecto, una vez admitida esta unidad, ¿cómo explicar la coexistencia del bien y del mal? Los antiguos persas habían imaginado, al menos, dos dioses: uno, el de la Luz y el Bien, Ormazd; el otro, el del Mal y la Oscuridad, Ahriman; así que era natural que lucharan entre sí, al igual que el mal y el bien luchan y ganan por turnos en la naturaleza y en la sociedad. Pero, ¿cómo explicar que un mismo Dios, todopoderoso, todo verdad, todo amor, todo belleza, pueda dar a luz el mal, el odio, la fealdad, la mentira?

Para resolver esta contradicción, las teologías judía y cristiana recurrieron a las invenciones más repugnantes y descabelladas. En primer lugar, atribuían todo el mal a Satanás. Pero, ¿de dónde viene Satanás? ¿Es, como Ahriman, igual a Dios? En absoluto; como todo el resto de la creación, es obra de Dios. Así que fue Dios quien creó el mal. No, dicen los teólogos, Satanás fue primero un ángel de luz, y sólo después de su rebelión contra Dios se convirtió en el ángel de las tinieblas. Pero si la revuelta es un mal -lo cual es muy discutible, y creemos por el contrario que es un bien, ya que sin ella nunca habría habido emancipación social-, si constituye un delito, ¿quién creó la posibilidad de este mal? Dios, sin duda", responderán los mismos teólogos, "pero sólo hizo posible el mal para dejar libre albedrío tanto a los ángeles como a los hombres, y ¿qué es el libre albedrío? Es la facultad de elegir entre el bien y el mal, y de decidirse espontáneamente por uno u otro. Pero para que los ángeles y los hombres hayan podido elegir el mal, para que hayan podido decidirse por el mal, el mal debe haber existido independientemente de ellos, y ¿quién podría haberle dado esta existencia, sino Dios?

Por eso, afirman los teólogos, después de la caída de Satanás, que precedió a la del hombre, Dios, sin duda iluminado por esta experiencia, no quiso que otros ángeles siguieran el ejemplo fatal de Satanás, y los privó del libre albedrío, dejándoles sólo la facultad del bien, de modo que en adelante son necesariamente virtuosos y ya no imaginan otra felicidad que la de servir eternamente como servidores de este terrible señor.

Sin embargo, parece que Dios no fue suficientemente iluminado por su primera experiencia, ya que, después de la caída de Satanás, creó al hombre y, por ceguera o maldad, no dejó de concederle ese don fatal del libre albedrío que perdió Satanás y que iba a perderlo a él también.

La caída del hombre, así como la de Satanás, fue fatal, ya que había sido determinada, desde toda la eternidad, en la presciencia divina. Además, sin retroceder tanto, nos permitiremos observar que la simple experiencia de un honrado padre de familia debería haber impedido al buen Dios someter a estos desafortunados primeros hombres a la famosa tentación. El padre más sencillo sabe muy bien que basta con que a los niños se les prohíba tocar una cosa para que un instinto invencible de curiosidad les obligue a tocarla absolutamente. Por lo tanto, si ama a sus hijos y es verdaderamente justo y bueno, les evitará este calvario innecesario y cruel.

Dios no tenía esta razón, ni esta bondad, ni esta justicia, y aunque sabía de antemano que Adán y Eva sucumbirían a la tentación, en cuanto se cometió esta falta, se dejó llevar por una furia verdaderamente divina. No se contentó con maldecir a los desafortunados desobedientes, sino que maldijo a todos sus descendientes hasta el fin de los siglos, condenando a miles de millones de hombres que obviamente eran inocentes, ya que ni siquiera habían nacido cuando se cometió la falta. No sólo maldijo a los hombres, sino también a toda la naturaleza, su propia creación, que él mismo había encontrado tan bien hecha.

Si un padre hubiera hecho lo mismo, ¿no habría sido declarado loco de remate? ¿Cómo se atrevieron entonces los teólogos a atribuir a su Dios lo que hubieran considerado absurdo, cruel, deshonroso, anormal por parte de un hombre? ¡Oh, necesitaban este absurdo! ¿Cómo habrían explicado entonces la existencia del mal en este mundo que debía salir perfecto de las manos de un obrero tan perfecto, este mundo creado por Dios mismo?

Pero una vez que se admite la caída del hombre, todas las dificultades se allanan y se explican. Al menos así lo afirman. La naturaleza, al principio perfecta, se vuelve repentinamente imperfecta, toda la máquina se vuelve loca; a la armonía primitiva le sucede el choque desordenado de fuerzas; la paz que reinaba al principio entre todas las especies de animales da paso a una carnicería espantosa, a una devoración mutua; y el hombre, el rey de la naturaleza, la supera en ferocidad. La tierra se convierte en un valle de sangre y lágrimas, y la ley de Darwin -la lucha despiadada y atroz por la existencia- triunfa en la naturaleza y en la sociedad. El mal abruma al bien, Satanás sofoca a Dios.

Y todo porque los dos primeros hombres, desobedeciendo al Señor y seducidos por la serpiente, se atrevieron a probar el fruto prohibido.

Y semejante disparate, una fábula tan ridícula, repugnante y monstruosa, ha sido repetida seriamente por grandes doctores en teología durante más de quince siglos, y lo sigue siendo en la actualidad; más aún, es enseñada oficial y obligatoriamente en todas las escuelas de Europa. ¿Qué vamos a pensar de la raza humana después de esto? ¿Y no tienen mil veces razón los que afirman que seguimos traicionando nuestra estrechísima relación con el gorila?

Pero este no es el fin de la [palabra ilegible] de los teólogos cristianos. En la caída del hombre y sus desastrosas consecuencias tanto para la naturaleza como para él mismo, adoraron la manifestación de la justicia divina. Entonces recordaron que Dios no sólo era justicia, sino también amor absoluto, y para conciliar lo uno con lo otro, esto es lo que inventaron:

Después de dejar a esta pobre humanidad durante unos cuantos miles de años bajo su terrible maldición, que se tradujo en unos cuantos miles de millones de seres humanos condenados a la tortura eterna, sintió que el amor se despertaba en su seno, y entonces ¿qué hizo? ¿Sacó a los desdichados torturados del infierno? No, en absoluto; eso habría sido contrario a su justicia eterna. Pero tuvo un hijo único; cómo y por qué lo tuvo es uno de esos profundos misterios que los teólogos, que le dieron, declaran impenetrable, lo que es una forma naturalmente conveniente de salir de los problemas y resolver todas las dificultades. Por eso, este Padre amoroso, en su suprema sabiduría, decide enviar a este Hijo único a la tierra, para que sea asesinado por los hombres, para salvar no a las generaciones pasadas, ni siquiera a las venideras, sino, entre estas últimas, como declara el propio Evangelio, y como repite cada día la Iglesia, tanto católica como protestante, sólo a un número muy reducido de elegidos.

Y ahora la carrera está abierta, es, como decíamos más arriba, una especie de carrera hacia el campanario, un sauve-qui-peut, a quien pueda salvar su alma. Aquí los católicos y los protestantes están divididos: los primeros afirman que sólo se puede entrar en el paraíso con el permiso especial del Santo Padre, el Papa; los protestantes, en cambio, afirman que sólo la gracia inmediata y directa del buen Dios abre las puertas. Esta grave disputa continúa hasta el día de hoy; no nos involucraremos.

Resumamos la doctrina cristiana en pocas palabras:

Existe un Dios: un Ser absoluto, eterno, infinito, omnipotente, es omnisciencia, verdad, justicia, belleza y felicidad, amor y bien absolutos. En él todo es infinitamente grande, fuera de él la nada. Él es, al fin y al cabo, el propio Ser, el único Ser.

Pero he aquí que a partir de la Nada, -que por este mismo hecho parece haber tenido una existencia aparte de él, lo que implica una contradicción y un absurdo, ya que existiendo Dios en todas partes, llenando el espacio infinito con su ser, nada, ni siquiera la Nada, puede existir aparte de él, lo que nos hace creer que la Nada de la que habla la Biblia estaba en Dios, es decir que era el propio Ser divino quien era la Nada; - de esta Nada, Dios creó el mundo.

Aquí surge una pregunta por sí misma. ¿La creación se realizó desde toda la eternidad, o se realizó en un momento determinado de la eternidad? En el primer caso, es eterno como Dios mismo y no puede haber sido creado ni por Dios ni por nadie más; pues la idea de creación implica la precedencia del creador sobre la criatura. Como todas las demás ideas teológicas, la idea de la creación es una idea muy humana, tomada de la práctica de la sociedad humana. Así, el relojero crea un reloj, el arquitecto una casa, y así sucesivamente. En todos estos casos, el productor existe antes que el producto, fuera del producto, y esto es lo que constituye esencialmente la imperfección, el carácter relativo y, por así decirlo, dependiente tanto del productor como del producto.

Pero la teología, como siempre hace, ha tomado esta idea y hecho de producción totalmente humanos, y aplicándola a su Dios, extendiéndola hasta el infinito y sacándola así de sus proporciones naturales, ha hecho de ella una imaginación tan monstruosa como absurda.

Por lo tanto, si la creación es eterna, no es creación. El mundo no fue creado por Dios, por lo tanto tiene una existencia y un desarrollo independiente de él, - la eternidad del mundo es la negación de Dios mismo, - siendo Dios esencialmente el Dios creador.

Por lo tanto, el mundo ya no es eterno, - hubo un tiempo en la eternidad en el que no existía. Así que hubo toda una eternidad en la que Dios absoluto, todopoderoso, infinito, no era un Dios creador, o sólo lo era en el poder, no en el hecho.

¿Por qué no lo era? ¿Fue por capricho suyo, o necesitó desarrollarse para llegar al final al poder efectivo de crear?

Son misterios insondables, dicen los teólogos. Son absurdos imaginados por ustedes mismos, respondemos. Empiezas por inventar el absurdo y luego nos lo impones como un misterio divino, insondable y tanto más profundo cuanto más absurdo sea.

Siempre es el mismo proceso: Credo quia absurdum est.

Otra pregunta: ¿La creación, tal como salió de las manos de Dios, fue perfecta? Si no lo fuera, no podría haber sido creación de Dios, pues el obrero, como dice el propio Evangelio, es juzgado por el grado de perfección de su obra. Una creación imperfecta implicaría necesariamente un creador imperfecto. Por lo tanto, la creación fue perfecta.

Pero si fuera perfecto, no podría haber sido creado por nadie, pues la idea de perfección absoluta excluye cualquier idea de dependencia o incluso de relación. Fuera de él nada puede existir. Si el mundo es perfecto, Dios no puede existir.

La creación, responderán los teólogos, fue ciertamente perfecta, pero sólo en relación con todo lo que la naturaleza o los hombres pueden producir, no en relación con Dios. Era perfecto, sin duda, pero no perfecto como Dios.

Volveremos a responder que la idea de perfección no admite grados, al igual que la idea de lo infinito o lo absoluto no admite grados. No puede haber ni más ni menos. La perfección es una. Por tanto, si la creación era menos perfecta que el creador, era imperfecta. Y entonces volveríamos a decir que Dios creador de un mundo imperfecto es sólo un creador imperfecto, lo que sería de nuevo la negación de Dios.

Vemos que en todos los sentidos la existencia de Dios es incompatible con la del mundo. Si el mundo existe, Dios no puede ser. Sigamos adelante.

Así que este Dios perfecto crea un mundo más o menos imperfecto. Lo crea en un momento dado de la eternidad, por capricho, y sin duda para calmar su majestuosa soledad. ¿Por qué si no lo habría creado? Misterios insondables, nos gritan los teólogos. Tonterías insoportables, respondemos.

Pero la propia Biblia explica las razones de la creación. Dios es un Ser esencialmente vano: creó el cielo y la tierra para ser adorado y alabado por ellos. Otros afirman que la creación fue el efecto de su amor infinito. - ¿Para quién? Para un mundo, para seres que no existían, o que existían al principio sólo en su idea, es decir, siempre para él [1].

[1] El manuscrito se interrumpe aquí.

FUENTE: Non Fides - Base de datos anarquista

Traducido por Jorge Joya

Original: www.socialisme-libertaire.fr/2016/12/le-principe-de-l-etat.html