Piotr Kropotkin (1842 - 1921)
"Le Salariat" de Piotr Kropotkine,
de la cuarta edición - Publications des Temps Nouveaux - N°37 - 1911.
Folleto de "La Conquista del Pan".
I.
En sus planes de reconstrucción de la Sociedad, los colectivistas cometen, en nuestra opinión, un doble error. Aunque hablan de abolir el régimen capitalista, quieren mantener dos instituciones que son la base de este régimen: el gobierno representativo y el trabajo asalariado.
En cuanto al llamado gobierno representativo, hemos hablado a menudo de él. Nos resulta absolutamente incomprensible cómo hombres inteligentes -y el Partido Colectivista no carece de ellos- pueden seguir siendo partidarios de los parlamentos nacionales o municipales, después de todas las lecciones que la historia nos ha enseñado al respecto, ya sea en Francia, Inglaterra, Alemania, Suiza o Estados Unidos.
Mientras por todos lados vemos que el sistema parlamentario se derrumba, y mientras por todos lados surgen críticas a los principios mismos del sistema -no sólo a sus aplicaciones-, ¿cómo es que hombres inteligentes que se autodenominan socialistas-revolucionarios, pretenden mantener este sistema, que ya está condenado a morir?
Sabemos que el sistema fue elaborado por la burguesía para hacer frente a la realeza y al mismo tiempo mantener y aumentar su dominio sobre los trabajadores. Se sabe que al defenderlo los burgueses nunca han argumentado seriamente que un parlamento o un ayuntamiento representen a la nación o a la ciudad: los más inteligentes saben que eso es imposible. Al apoyar el régimen parlamentario, la burguesía ha buscado simplemente poner un dique a la realeza, sin dar libertad al pueblo.
También está claro que, a medida que el pueblo toma conciencia de sus intereses y se multiplica la variedad de éstos, el sistema no puede seguir funcionando. Por eso los demócratas de todos los países buscan diversos paliativos, correcciones al sistema, sin encontrarlos. Intentan el referéndum y comprueban que no sirve para nada; hablan de la representación proporcional, de la representación de las minorías, de otras utopías parlamentarias. En una palabra, uno se esfuerza por encontrar lo inalcanzable, es decir, una delegación que represente los millones de intereses variados de la nación; pero uno se ve obligado a reconocer que está en el camino equivocado, y la confianza en un gobierno por delegación ha desaparecido.
Sólo los socialistas democráticos y los colectivistas no pierden esa confianza y pretenden mantener esa supuesta representación nacional, y eso es lo que no entendemos.
Si nuestros principios anarquistas no les convienen, si los encuentran inaplicables, al menos deberían, nos parece, tratar de adivinar qué otro sistema de organización podría corresponder bien a una sociedad sin capitalistas ni propietarios. Pero tomar el sistema de la burguesía -un sistema que ya está agonizando, un sistema vicioso si es que alguna vez lo hubo- y abogar por él con algunas ligeras correcciones, como el mandato imperativo o el referéndum, cuya inutilidad ya ha sido demostrada: abogar por él para una sociedad que habrá hecho su revolución social, esto nos parece absolutamente incomprensible, a menos que bajo el nombre de Revolución Social, se abogue por algo muy distinto a la Revolución, es decir, por algún mínimo replanteo del actual régimen burgués.
Lo mismo ocurre con el trabajo asalariado; pues después de haber proclamado la abolición de la propiedad privada y la posesión común de los instrumentos de trabajo, ¿cómo se puede defender, de una u otra forma, el mantenimiento del trabajo asalariado? Sin embargo, esto es lo que hacen los colectivistas cuando defienden los bonos de trabajo.
Si los socialistas ingleses de principios de siglo predicaban cupones de trabajo, es comprensible. Simplemente buscaban poner en armonía al Capital y al Trabajo. Repudiaron cualquier idea de tocar violentamente la propiedad de los capitalistas. Eran tan poco revolucionarios que se declaraban dispuestos a someterse incluso al régimen imperial, siempre que éste favoreciera a sus sociedades cooperativas. En el fondo, seguían siendo burgueses, caritativos si se quiere, y por eso -nos dice Engels en su prefacio al Manifiesto Comunista de 1848- en aquella época los socialistas eran burgueses, mientras que los obreros avanzados eran comunistas.
Si, más tarde, Proudhon retomó esta idea, sigue siendo comprensible. En su sistema mutualista, qué buscaba, si no hacer menos ofensivo el capital, a pesar del mantenimiento de la propiedad individual, que odiaba en su corazón, pero que creía necesaria como garantía del individuo frente al Estado.
Es comprensible que los economistas más o menos burgueses también acepten órdenes de trabajo. Poco les importa que el trabajador sea pagado en cupones de trabajo o en dinero estampado con la efigie de la República o del Imperio. Quieren salvar en la debacle que se avecina la propiedad individual de las casas habitadas, de la tierra, de las fábricas, o al menos de las casas habitadas y del Capital necesario para la producción manufacturera. Y para mantener esta propiedad, los cupones de trabajo lo harían muy bien.
Siempre que el vale de trabajo pueda cambiarse por joyas o coches, el propietario de la casa lo aceptará de buen grado como precio del alquiler. Y mientras la casa, el campo, la fábrica pertenezcan a la burguesía, será necesario pagar a estos burgueses de alguna manera para persuadirlos de que te permitan trabajar en sus campos o en sus fábricas y alojarte en sus casas. Será necesario asalariar al trabajador, pagarle por su trabajo, ya sea en oro, o en papel moneda, o en cupones de trabajo canjeables por todo tipo de mercancías.
Pero cómo podemos defender esta nueva forma de trabajo asalariado -el bono de trabajo- si admitimos que la casa, el campo y la fábrica ya no son propiedad privada, que pertenecen a la comuna o a la nación.II.
Examinemos más de cerca este sistema de remuneración del trabajo recomendado por los colectivistas franceses, alemanes, ingleses e italianos (1).
(1) Se reduce a lo siguiente: Todo el mundo trabaja, ya sea en el campo, o en las fábricas, escuelas, hospitales, etc., etc. La jornada laboral está regulada por el Estado, que es el propietario de la tierra, las fábricas, las carreteras y todo lo demás. Cada trabajador, después de haber realizado una jornada de trabajo, recibe un vale de trabajo, que lleva, digamos estas palabras: ocho horas de trabajo. Con este vale, puede comprar todo tipo de productos en las tiendas del Estado o en las distintas empresas. El vale es divisible, de modo que por una hora de trabajo se puede comprar carne, por diez minutos cerillas, o media hora de tabaco. En lugar de decir: cuatro centavos de jabón, diremos, después de la Revolución Colectivista: cinco minutos de jabón.
La mayoría de los colectivistas, fieles a la distinción establecida por los economistas burgueses (y también por Marx) entre el trabajo cualificado y el simple, nos dicen que el trabajo cualificado, o profesional, debe ser pagado un cierto número de veces más que el trabajo simple. Así, una hora de trabajo del médico deberá considerarse equivalente a dos o tres horas de trabajo de la enfermera, o a tres horas de trabajo de la excavadora. "El trabajo profesional o cualificado será un múltiplo del trabajo simple", dice el colectivista Groenlund, porque este tipo de trabajo requiere un aprendizaje más o menos largo.
Otros colectivistas, como los marxistas franceses, no hacen tal distinción. Proclaman la "igualdad de salarios". El médico, el maestro de escuela y el profesor serán pagados en cupones de trabajo a la misma tasa que el excavador. Ocho horas dedicadas a hacer la ronda del hospital valen lo mismo que ocho horas dedicadas al movimiento de tierras, o a la mina, o a la fábrica.
Algunos hacen una concesión más; admiten que los trabajos desagradables o insalubres, como los de alcantarillado, pueden pagarse a una tarifa más alta que los agradables. Una hora de servicio de alcantarillado contará, dicen, como dos horas de trabajo para el profesor.
Añadamos que algunos colectivistas admiten el pago en bloque de las empresas. Así, una empresa diría: "Aquí hay cien toneladas de acero. Para producirlo, éramos cien trabajadores y tardamos diez días. Al ser nuestra jornada de ocho horas, son ocho mil horas de trabajo para cien toneladas de acero; es decir, ochenta horas por tonelada. En el que el Estado les pagaría ocho mil vales de trabajo de una hora cada uno, y estos ocho mil vales se repartirían entre los miembros de la fábrica, como ellos consideraran oportuno.
Por otra parte, si cien mineros tardaran veinte días en extraer ocho mil toneladas de carbón, el carbón valdría dos horas por tonelada, y los dieciséis mil vales de una hora cada uno, recibidos por el gremio de mineros, se repartirían entre ellos según su apreciación.
Si hubiera una disputa, - si los mineros protestaran y dijeran que una tonelada de acero debería costar sólo sesenta horas de trabajo en lugar de ochenta; si el maestro quisiera cobrar el doble por su jornada que la enfermera, - entonces el Estado intervendría y resolvería sus diferencias.
Tal es, más o menos, la organización que los colectivistas quieren sacar de la Revolución Social. Como vemos, sus principios son: propiedad colectiva de los instrumentos de trabajo, y remuneración a cada uno según el tiempo empleado en la producción, teniendo en cuenta la productividad de su trabajo. En cuanto al régimen político, sería el régimen parlamentario, mejorado por el cambio de los hombres en el poder, el mandato imperativo y el referéndum, es decir, el plebiscito de sí o no sobre las cuestiones que se someterían al voto popular.
Digamos en primer lugar que este sistema nos parece absolutamente inviable.
Los colectivistas comienzan proclamando un principio revolucionario -la abolición de la propiedad privada- y lo niegan, nada más proclamarlo, manteniendo una organización de la producción y el consumo que nace de la propiedad privada.
Proclaman un principio revolucionario y -un descuido inconcebible- ignoran las consecuencias que tendrá un principio tan diferente como el actual. Olvidan que el hecho mismo de abolir la propiedad individual de los instrumentos de trabajo (suelo, fábricas, medios de comunicación, capital) debe lanzar a la sociedad por caminos absolutamente nuevos; que debe cambiar la producción de arriba abajo, tanto en sus medios como en sus objetivos: que todas las cuestiones cotidianas entre los individuos deben modificarse desde el momento en que la tierra, la máquina y el resto se consideran como posesión común.
Dicen: "No a la propiedad privada", y enseguida se apresuran a mantener la propiedad privada en sus manifestaciones cotidianas. "Serás una comuna para producir. Los campos, las herramientas, las máquinas", dicen, "serán de todos vosotros. No se hará ninguna distinción en cuanto a la participación que cada uno de ustedes haya tenido previamente en la fabricación de estas máquinas, la excavación de estas minas o el tendido de estos ferrocarriles.
"Pero a partir de mañana discutirán minuciosamente sobre la parte que les corresponde en la fabricación de nuevas máquinas, en la excavación de nuevas minas. A partir de mañana tratarán de pensar exactamente qué parte tomará cada uno en la nueva producción. Contarás tus minutos de trabajo y estarás atento para que un minuto de trabajo de tu vecino no pueda comprar más producto que el tuyo.
"Calcularás tus horas y minutos de trabajo, y como la hora no mide nada, ya que en una fábrica un trabajador puede vigilar cuatro telares a la vez, mientras que en otra fábrica sólo vigila dos, - tendrás que sopesar la fuerza muscular, la energía cerebral y la energía nerviosa gastada. Calcularán cuidadosamente los años de aprendizaje, para evaluar exactamente la producción futura de cada uno de ustedes. Todo esto, después de haber declarado que no tiene en cuenta la parte que ha tomado en el pasado.
Pues bien, para nosotros es obvio que si una nación o una comuna se diera una organización así, no podría subsistir ni un mes. Una sociedad no puede organizarse sobre dos principios absolutamente opuestos, dos principios que se contradicen a cada paso. Y la nación o la comuna que se dotara de tal organización se vería obligada a volver a la propiedad privada o a transformarse inmediatamente en una sociedad comunista.
Esto también se hace en la sociedad burguesa; también debería hacerse en la sociedad colectivista.
Pues bien, establecer esta distinción es mantener todas las desigualdades de la sociedad actual. Es trazar una línea de antemano entre el trabajador y quienes pretenden gobernarlo. Sigue siendo dividir la sociedad en dos clases bien diferenciadas: la aristocracia del conocimiento, por encima de la plebe de manos callosas; una dedicada al servicio de la otra; una trabajando con sus brazos para alimentar y vestir a las otras, mientras éstas aprovechan su ocio para aprender a dominar a sus alimentadores.
Es más que eso: es tomar uno de los rasgos distintivos de la sociedad burguesa y darle la sanción de la Revolución Social. Se trata de establecer como principio un abuso que hoy se condena en la vieja sociedad que se va.
Sabemos cuál será la respuesta. Nos hablarán de "socialismo científico". Se citará a los economistas burgueses -y también a Marx- para demostrar que la escala salarial está justificada, ya que la "fuerza de trabajo" del ingeniero habrá costado más a la sociedad que la "fuerza de trabajo" del excavador. En efecto, ¿no han intentado los economistas demostrarnos que si el ingeniero cobra veinte veces más que el excavador es porque los costes "necesarios" para hacer un ingeniero son más considerables que los necesarios para hacer un excavador? - Esto era necesario, una vez que habíamos asumido la ingrata tarea de demostrar que los productos se intercambian en proporción a las cantidades de trabajo socialmente necesarias para su [producción]. Sin esto, la teoría del valor de Ricardo, retomada por Marx en su nombre, no podría sostenerse.
Pero también sabemos cuál es nuestra posición al respecto. Sabemos que si el ingeniero, el científico, el médico cobran hoy diez o cien veces más que el obrero, no es por los "costes de producción" de estos señores. Es debido al monopolio de la educación. El ingeniero, el científico y el médico se limitan a explotar un capital -su patente-, igual que el burgués explota una fábrica o el noble su derecho de primogenitura. El título universitario ha sustituido a la partida de nacimiento del noble del antiguo régimen.
En cuanto al jefe que paga al ingeniero veinte veces más que al obrero, hace este sencillo cálculo: si el ingeniero puede ahorrarle cien mil francos al año en la producción, le paga veinte mil francos. Y cuando ve a un capataz que es bueno haciendo sudar a la mano de obra, se apresura a ofrecerle dos o tres mil francos al año. Deja caer mil francos donde espera ganar diez mil, y esa es la esencia del régimen capitalista.
Así que no nos hablen de los costes de producción de la fuerza de trabajo, y dígannos que un estudiante que ha pasado su juventud felizmente en la universidad tiene "derecho" a un salario diez veces superior al del hijo del minero que lleva consumiéndose en la mina desde los once años. Esto significaría que un comerciante que ha hecho veinte años de "aprendizaje" en una casa comercial tiene derecho a sus cien francos diarios, y a pagar sólo cinco francos a cada uno de sus empleados.
Nadie ha calculado nunca el coste de producción de la fuerza de trabajo. Y si un holgazán le cuesta a la sociedad mucho más que un trabajador honesto, queda por ver si, teniendo en cuenta todo esto -la mortalidad de los niños trabajadores, la anemia que los corroe y las muertes prematuras-, un trabajador robusto no le cuesta a la sociedad más que un artesano.
¿Se nos quiere hacer creer, por ejemplo, que el salario de treinta céntimos de la obrera parisina, o los seis céntimos de la campesina de Auvernia que se ciega con encajes, representan los "costes de producción" de estas mujeres? Sabemos que a menudo trabajan por menos que eso, pero también sabemos que lo hacen exclusivamente porque, gracias a nuestra magnífica organización, se morirían de hambre sin esos sueldos irrisorios.
En la sociedad actual, cuando vemos que un Ferry o un Floquet se pagan cien mil francos al año mientras que el obrero tiene que contentarse con mil o menos; cuando vemos que el capataz cobra dos o tres veces más que el obrero, y que entre los propios obreros hay todas las gradaciones, desde diez francos al día hasta los seis peniques de la campesina, - esto nos subleva.
Condenamos estas gradaciones. No sólo desaprobamos los altos salarios del ministro, sino también la diferencia entre los diez francos y los seis sous. A nosotros también nos repugna. Lo consideramos injusto y decimos: ¡abajo los privilegios de la educación, así como los del nacimiento! Algunos somos anarquistas, otros socialistas, precisamente porque estos privilegios nos sublevan.
¿Cómo se puede proclamar que los privilegios educativos serán la base de una sociedad igualitaria, sin tomar un hacha contra esa misma sociedad? Lo que se sufría en el pasado ya no se sufrirá en una sociedad basada en la igualdad. El general al lado del soldado, el ingeniero rico al lado del obrero, el médico al lado de la enfermera, ya se rebelan. ¿Podríamos sufrirlos en una sociedad que empieza proclamando la Igualdad?
Obviamente no. La conciencia popular, inspirada por un espíritu igualitario, se rebelaría contra semejante injusticia; no la toleraría. Sería mejor no intentarlo.
Por eso ciertos colectivistas franceses, comprendiendo la imposibilidad de mantener la escala salarial en una sociedad inspirada por el aliento de la Revolución, se apresuran hoy a proclamar la igualdad de los salarios. Pero aquí chocan con otras dificultades igualmente grandes, y su igualdad salarial se convierte en una utopía tan inalcanzable como la escala de los demás.
Una sociedad que se ha apoderado de toda la riqueza de la sociedad y que proclama a bombo y platillo que "todos" tienen derecho a esta riqueza, sea cual sea su participación previa en la creación de la misma, se verá obligada a abandonar toda idea de trabajo asalariado, ya sea en dinero o en cupones de trabajo.
V. (2)
Pues bien, si la Revolución Social tuviera la desgracia de proclamar este principio, sería detener el desarrollo de la humanidad durante todo un siglo; sería construir sobre arena; sería dejar, sin resolver, todo el inmenso problema social que los siglos pasados nos han traído.
De hecho, en una sociedad como la nuestra, en la que vemos que cuanto más trabaja un hombre, menos se le paga, este principio puede parecer a primera vista una aspiración a la justicia. Pero, de hecho, es sólo la consagración de todas las injusticias actuales. Con este principio comenzó el trabajo asalariado, para acabar donde estamos hoy, con las flagrantes desigualdades, con todas las abominaciones de la sociedad actual. Y lo ha hecho porque, desde el día en que la sociedad empezó a valorar, en dinero o en cualquier otro tipo de salario, los servicios prestados -desde el día en que se dijo que cada uno tendría sólo lo que consiguiera cobrar por sus trabajos- toda la historia de la sociedad capitalista (con la ayuda del Estado) estaba escrita de antemano; estaba encerrada, en germen, en este principio.
¿Debemos entonces volver al punto de partida y repetir la misma evolución? Nuestros teóricos quieren hacerlo; pero afortunadamente esto es imposible; la Revolución, como hemos dicho, será comunista; si no, se ahogará en sangre.
Para nosotros, la escala salarial actual es un complejo producto de los impuestos, de la tutela gubernamental, de la monopolización capitalista, del Estado y del Capital en una palabra. Por eso decimos que todas las teorías de los economistas sobre la escala salarial han sido inventadas a posteriori para justificar las injusticias existentes. No tenemos que tenerlos en cuenta.
Tampoco dejará de decirnos que, sin embargo, una escala salarial colectivista sería siempre un paso adelante. - Siempre será mejor, se dirá, tener una clase de personas pagadas dos o tres veces más que el trabajador común que tener Rothschilds que se embolsan en un día lo que el trabajador no logra ganar en un año. Eso seguiría siendo un paso hacia la igualdad".
Para nosotros, esto sería un progreso a la inversa. Introducir en una sociedad socialista la distinción entre trabajo simple y profesional sería sancionar la Revolución y erigir en principio un hecho brutal que hoy sufrimos, pero que sin embargo consideramos injusto. Sería hacer como aquellos señores del 4 de agosto de 1789, que proclamaron la abolición de los derechos feudales con frases contundentes de efecto, pero que, el 8 de agosto, sancionaron esos mismos derechos exigiendo a los campesinos que los volvieran a comprar a los señores. Sería como el gobierno ruso, en el momento de la emancipación de los siervos, cuando proclamó que la tierra pertenecería en adelante a los señores, mientras que antes era un abuso disponer de las tierras pertenecientes a los siervos.
O, por poner un ejemplo más conocido: cuando la Comuna de 1871 decidió pagar a los miembros del consejo comunal quince francos al día, mientras que los federados en las murallas sólo cobraban treinta sous, algunos saludaron esta decisión como un acto de alta democracia igualitaria. Pero, en realidad, con esta decisión, la Comuna no hacía más que sancionar la antigua desigualdad entre el funcionario y el soldado, el gobernante y el gobernado. Para una cámara oportunista, tal decisión habría sido magnífica; pero para la Comuna era una mentira. La Comuna mintió a su principio revolucionario, y por ese mismo hecho lo condenó.
Se puede decir, a grandes rasgos, que el hombre que, a lo largo de su vida, se ha privado del ocio durante diez horas al día, ha dado mucho más a la sociedad que el hombre que no se ha privado en absoluto. Pero no se puede tomar lo que ha hecho durante dos horas y decir que este producto vale el doble que el producto de una hora de trabajo de otro individuo y pagarle en proporción. Hacerlo sería ignorar todo lo que es complejo en la industria, en la agricultura, - toda la vida de la sociedad actual; sería ignorar hasta qué punto todo el trabajo del individuo es el resultado del trabajo anterior y actual de toda la sociedad. Sería creer que estamos en la Edad de Piedra, mientras vivimos en la Edad de Acero.
De hecho, tomemos cualquier cosa -una mina de carbón, por ejemplo- y veamos si hay alguna posibilidad de medir y evaluar los servicios prestados por cada uno de los individuos que trabajan en la extracción del carbón.
Mira a este hombre en la enorme máquina que sube y baja el pozo en una mina moderna. Sostiene la palanca que detiene e invierte la máquina; detiene la jaula y la hace girar en un instante; la lanza hacia arriba o hacia abajo con una velocidad vertiginosa. Sigue un indicador en la pared que le muestra, a pequeña escala, dónde se encuentra la jaula en el pozo en cada momento de su recorrido. Sigue este indicador con la mirada, y en cuanto el indicador ha alcanzado un determinado nivel, detiene repentinamente el impulso de la jaula, ni un metro por encima ni por debajo del nivel acordado. Y en cuanto los cubos llenos de carbón han sido descargados y los cubos vacíos empujados, invierte la palanca y lanza la jaula de nuevo al espacio.
Durante ocho o diez horas seguidas, muestra estos prodigios de atención. Deja que su cerebro se afloje por un solo momento, y la jaula golpeará y romperá las ruedas, romperá el cable, aplastará a los hombres, detendrá todo el trabajo en la mina. Que pierda tres segundos con cada golpe de palanca, y -en mis modernas minas avanzadas- la extracción se reduce de veinte a cincuenta toneladas diarias.
Bueno, ¿es él quien hace el mayor servicio en la mina? ¿O acaso es el niño quien da la señal desde abajo para subir la jaula? ¿O es el minero que arriesga su vida a cada momento en el fondo de la mina y que un día morirá por el grisú? ¿O es el ingeniero el que perdería la veta de carbón y tendría que sacar la piedra si cometiera un simple error de adición en sus cálculos? O, por último -como afirman los economistas que también predican las "obras" a su manera-, es el propietario el que ha comprometido toda su hacienda y tal vez haya dicho, en contra de todos los pronósticos: "Caven aquí, encontrarán un carbón excelente".
Todos los trabajadores de la mina contribuyen, en la medida de sus fuerzas, sus energías, sus conocimientos, su inteligencia y su habilidad, a la extracción del carbón. Y lo único que podemos decir es que todos tienen derecho a vivir, a satisfacer sus necesidades, e incluso sus caprichos, una vez satisfechas las necesidades más imperiosas de todos. Pero, ¿cómo podemos evaluar sus obras?
Y entonces, ¿el carbón que han extraído es realmente obra suya? ¿No es también obra de los hombres que construyeron el ferrocarril hasta la mina y las carreteras que parten de sus estaciones por todos lados? ¿No es también el trabajo de los que han arado y sembrado los campos, extraído el hierro, cortado la madera en el bosque, construido las máquinas que quemarán el carbón, etc.?
No se puede hacer ninguna distinción entre las obras de cada uno. Medirlos por los resultados lleva al absurdo. Dividirlos y medirlos por horas trabajadas también lleva al absurdo. Queda una cosa: no medirlos en absoluto y reconocer el derecho de todos los que participan en la producción a estar cómodos.
Pero tomemos otra rama de la actividad humana, tomemos la totalidad de nuestra existencia, y digamos: ¿Quién de nosotros puede reclamar una mayor recompensa por sus obras? ¿Es el médico el que ha adivinado la enfermedad, o la enfermera la que ha asegurado la cura con sus cuidados higiénicos?
¿Fue el inventor de la primera máquina de vapor, o el niño que un día, cansado de tirar de la cuerda que abría la válvula para dejar entrar el vapor bajo el pistón, ató la cuerda a la palanca de la máquina y se fue a jugar con sus compañeros, sin sospechar que había inventado el mecanismo esencial de toda máquina moderna: la apertura automática de la válvula?
¿Fue el inventor de la locomotora o el obrero de Newcastle quien sugirió sustituir las piedras que se colocaban bajo los raíles y que provocaban el descarrilamiento de los trenes por su inelasticidad por traviesas de madera? ¿Es el maquinista de la locomotora o el hombre que, con sus señales, detiene los trenes o les abre las vías?
O tomar el cable transatlántico. ¿Quién ha hecho más por la sociedad: el ingeniero que se empeñó en que el cable transmitiera despachos, mientras los científicos eléctricos lo declaraban imposible? ¿O Maury, el científico que aconsejaba abandonar los grandes cables y coger uno no más grande que un bastón? ¿O esos voluntarios de quién sabe dónde que se pasaron noche y día en cubierta examinando cada metro del cable y retirando los clavos que los accionistas de las navieras habían clavado tontamente en la capa aislante del cable para dejarlo fuera de servicio?
Y en un campo aún más amplio -el campo real de la vida humana con sus alegrías, dolores y accidentes- ¿no nombrará cada uno de nosotros a alguien que le haya prestado un servicio en su vida tan grande, tan importante, que se indignaría si se le pidiera que valorara este servicio en dinero? Este servicio podría haber sido en una sola palabra, en una sola palabra dicha a tiempo; o podría haber sido meses y años de dedicación. Vaya y valore estos servicios, los más importantes de todos, en "órdenes de trabajo".
Y si la sociedad burguesa se está marchitando, si hoy estamos en un callejón sin salida, del que ya no podemos salir sin llevar la antorcha y el hacha a las instituciones del pasado, - es precisamente por haber contado demasiado, que es lo que hace que los bribones cuenten. Es porque nos hemos dejado llevar a dar sólo para recibir, a haber querido convertir la sociedad en una empresa comercial basada en el debe y el haber.
Los colectivistas, además, lo saben. Comprenden vagamente que una sociedad no podría existir si llevara al límite el principio de "a cada uno según sus obras". Sospechan que las necesidades -no hablamos de fantasías-, las necesidades del individuo no siempre se corresponden con sus obras. Así lo cuenta De Pacpe:
"Este principio - eminentemente individualista - se vería además matizado por la intervención social para la educación de los niños y jóvenes (incluyendo la manutención y la alimentación) y por la organización social de la asistencia a los enfermos y a las enfermas, la jubilación de los trabajadores mayores, etc."
Sospechan que el hombre de cuarenta años y padre de tres hijos tiene mayores necesidades que el joven de veinte.
Sospechan que la mujer que amamanta a su pequeño y pasa las noches en vela junto a su cama no puede hacer tanto trabajo como el hombre que ha dormido tranquilamente. Parece que entienden que el hombre y la mujer que han trabajado demasiado para el conjunto de la sociedad no pueden hacer tanto trabajo como los que han trabajado sus horas y se han embolsado sus vales en la posición privilegiada de los estadísticos del Estado.
Y se apresuran a atemperar su principio. -Pero sí, dicen, ¡la sociedad alimentará y criará a sus hijos! Pero sí, ¡asistirá a los ancianos y a los enfermos! Pero sí, las necesidades y no las obras serán la medida de los gastos que la sociedad se impondrá para atemperar el principio de las obras."
Caridad - ¡qué! Caridad, organizada por el Estado.
Será el Estado el que dé limosna a los que quieran reconocer su inferioridad. De ahí, a la ley de los pobres y al workhouse inglés, sólo hay un paso.
Es sólo un paso, porque incluso esta sociedad maternal, que nos subleva, también se ha visto obligada a atemperar su principio de individualismo. También ha tenido que hacer concesiones en un sentido comunista y en la misma forma de caridad.
También distribuye cenas de un céntimo para evitar el saqueo de sus tiendas. Ella también construye hospitales -a menudo muy malos, pero a veces espléndidos- para evitar los estragos de las enfermedades contagiosas. También ella, después de no pagar nada por las horas trabajadas, acoge a los hijos de los que ha reducido a la última de las miserias. También tiene en cuenta las necesidades, por caridad.
La miseria de los miserables -como hemos dicho en otro lugar- fue la primera causa de la riqueza. Esto fue lo que creó el primer capitalista. Porque, antes de acumular la "plusvalía" de la que nos gusta hablar, tuvo que haber gente miserable que estuviera dispuesta a vender su fuerza de trabajo para no morir de hambre. Fue la miseria la que hizo a los ricos. Y si la pobreza progresó tan rápidamente en el curso de la Edad Media, fue sobre todo porque las invasiones y las guerras que se sucedieron, la creación de Estados y el desarrollo de su autoridad, el enriquecimiento mediante la explotación en Oriente y tantas otras causas del mismo tipo, rompieron los lazos que antes unían a las comunidades agrarias y urbanas; y las llevaron a proclamar, en lugar de la solidaridad que antes practicaban, este principio: "¡La peste de las necesidades! Sólo se pagarán las obras, ¡y que cada uno se apañe como pueda!".
¿Y sigue siendo este principio el que saldrá de la Revolución? Es este principio el que se atreve a llamar con el nombre de Revolución Social -con ese nombre tan querido por todos los hambrientos, los que sufren y los oprimidos-?
Pero no será así. Porque el día en que las viejas instituciones se derrumben bajo el proletariado, habrá entre los proletarios la media parte que gritará: "¡Pan para todos! ¡Refugio para todos! ¡El derecho a la facilidad para todos!
Y estas voces serán escuchadas. El pueblo se dirá: "Empecemos por satisfacer nuestras necesidades de vida, de felicidad, de libertad. Y cuando todos hayan saboreado esta felicidad, nos pondremos a trabajar: a la labor de derribar los últimos vestigios del régimen burgués: de su moral, sacada del libro de contabilidad, de su filosofía del "debe" y del "haber", de sus instituciones de los tuyos y de los míos. Y al demoler, construiremos, como dijo Proudhon; pero construiremos sobre nuevos cimientos, - sobre los del Comunismo y la Anarquía, y no sobre los del Individualismo y la Autoridad.
Piotr Kropotkin
Notas :
(1)
Los anarquistas españoles, manteniendo el nombre de colectivistas, entienden por esta palabra la posesión en común de los instrumentos de trabajo y "la libertad, para cada grupo, de distribuir los productos del trabajo como crea conveniente"; según los principios comunistas o de cualquier otra manera.
(2)
¡Seguimos aquí la fantasiosa (?) numeración del manuscrito!
FUENTE: Libertarian Library
Traducido por Jorge Joya
Original: www.socialisme-libertaire.fr/2016/09/le-salariat.html