"Los Estados siempre se han preocupado de controlar a la población, aunque sólo sea para recaudar impuestos, controlar la aplicación de las leyes, etc. Está en la naturaleza del Estado controlar a la población. Está en la naturaleza del Estado. Durante mucho tiempo sólo pudieron satisfacer esta ambición de forma imperfecta debido a la falta de recursos humanos y técnicos. Desde el siglo XIX, las innovaciones tecnológicas se han multiplicado, dando finalmente a los Estados los medios para satisfacer su deseo de controlarlo y vigilarlo todo: carnés de identidad, pasaportes, visados, ficheros antropométricos, videovigilancia, escuchas telefónicas, biometría, fichajes, etc.
La lista es larga y podríamos seguir y, por supuesto, los estados han desarrollado su legislación para sacar el máximo partido a estos inventos. Aunque el Estado nos diga que toma estas medidas por nuestro bien, para protegernos, porque se ve obligado a hacerlo por la dura realidad del mundo, todos los ciudadanos estamos de acuerdo en que en realidad suponen una reducción de nuestras libertades reales. Y es por supuesto para protegernos, para luchar contra la pandemia, que el Estado macroniano (él como los demás) lleva más de un año restringiendo las libertades individuales y socavando todos los derechos más fundamentales de las personas. Nuestras libertades de circulación, de reunión, de ir y venir a nuestro antojo son ahora sólo un recuerdo. Ante el diluvio de mandatos, leyes y sanciones que los poderes fácticos descargan sobre nosotros, nos sentimos como pequeños liliputienses en manos de un gigante aterrador.
Las palabras de los pensadores anarquistas del siglo XIX Proudhon, Reclus ... Castigar la voluntad del Estado para someternos de pies y manos a su voluntad nunca ha parecido tan actual. El peso del Estado se ha hecho tan pesado que la mayoría de la población comparte hoy la sensación de que este periodo marcado por una restricción de nuestras libertades como nunca antes habíamos conocido se ha hecho insoportable. La gente está asfixiada y a menudo escuchamos expresiones como "el Estado nos considera y nos trata como niños" o "vivo muy mal esta situación" o "estas medidas son absurdas" o "estamos en una dictadura sanitaria".
Sin embargo, no hay señales de revuelta en el horizonte, la multitud inclina los hombros, algunos refunfuñan un poco más fuerte, muy pocos actúan o intentan oponerse. Esto se debe a que, para la gran mayoría de la población, el Estado es absolutamente esencial para el buen funcionamiento de la sociedad. Una sociedad sin Estado es para ellos un horror, una abominación, una imposibilidad. El Estado puede tomar medidas evidentemente contrarias a sus intereses, peligrosas o incluso catastróficas, pero no se puede hacer nada. Está muy bien explicar que han existido sociedades sin estados, que incluso estas sociedades sin estados, sin jerarquía, sin dominación y sin explotación han funcionado durante la mayor parte de la historia de la humanidad, pero siguen siendo sumisos como corderos llevados al matadero.
Para la gente corriente, no hay sociedad sin Estado, sin un poder central, organizador y dominante en jefe, un poder que imaginan como un protector, una especie de superpadre del que son hijos.
Por supuesto, el Estado, al tomar medidas, hace todo lo posible para mantener esta idea en la cabeza de la gente, pero la realidad no tiene nada que ver con esta visión. Todos los antropólogos coinciden en que el Estado se inventó hace unos milenios para proteger a la clase dominante, para asegurar su dominio sobre el resto de la sociedad, y a lo largo de los siglos ha cumplido esta función maravillosamente. El Estado está totalmente al servicio de los amos, de los propietarios, y se asegura de neutralizar por la fuerza o con artimañas todo lo que pueda amenazar el orden social existente. Y es para asegurar la mejor protección posible del orden existente que el Estado, desde su nacimiento, ha tratado constantemente de desarrollar y perfeccionar sus instrumentos de control de la sociedad. Su voluntad es saberlo todo, vigilarlo todo, controlarlo todo, inspirar miedo sancionando sin piedad para evitar que las clases dominadas, las que producen la riqueza de la que se atiborran los dominantes, se rebelen y acaben con el orden inicuo que protege.
En realidad no importa, y la historia ha demostrado abundantemente la naturaleza de la clase dominante. Tanto si el régimen es una realeza absoluta, una república burguesa de derechas o de izquierdas, una dictadura militar de derechas, una democracia popular o una dictadura llamada socialista o comunista, el Estado está siempre al servicio de los vencedores. Cuando un régimen cambia, la policía no cambia; sus nuevos amos pueden pedirles que persigan a sus antiguos jefes; lo harán sin pensarlo dos veces. Es un simple juego de sillas musicales: Stalin dio como prueba de la traición de Trotsky el hecho de que, como Ministro de las Fuerzas Armadas, había dejado a los antiguos generales zaristas en sus puestos. Se olvidó de decir que él mismo, entonces a cargo de la policía, había conservado intacto todo el aparato policial del antiguo régimen, necesitaba sus conocimientos en materia de represión para aplastar a sus opositores.
Se puede decir que el Estado y la sociedad dividida en clases antagónicas están indisolublemente unidos; uno no puede existir sin el otro y todas las revoluciones que han intentado transformar la sociedad, hacerla más democrática, más igualitaria, manteniendo el aparato estatal, han fracasado y han dado lugar a la creación de espantosos sistemas de opresión. Aparece una nueva clase dirigente en lugar de la antigua, pero para la gran mayoría de la población nada cambia.
Durante siglos, los Estados se han basado principalmente en la fuerza para gobernar, pero los Estados modernos han evolucionado y ahora prefieren dar la impresión de que dependen de las clases dirigentes. Para ello, no escatiman en medios y se dan un aspecto más o menos social. El Estado, dice la gente, es la sanidad pública, la seguridad social, los fondos de pensiones, la justicia, la policía y el ejército que nos protegen de nuestros enemigos, la RSA y la ayuda social... el Estado protege a los débiles es un grito general. Toda esta buena gente olvida que el Estado no produce nada, sólo redistribuye lo que producen los trabajadores, quita a todos (hasta los más pobres pagan impuestos) para devolver a algunos y al final lo que da a las capas más pobres es poco comparado con lo que da a las clases dominantes: seguridad, prestigio, poder y dinero en forma de ayudas o mercados.
Los anarquistas queremos construir una sociedad verdaderamente igualitaria, sin clases antagónicas, sin la explotación del hombre por el hombre, y creemos que todas aquellas funciones llamadas "sociales" que contribuyen a hacer la sociedad menos desigual, actualmente gestionadas por el Estado, pueden sin ningún problema ser confiadas a organismos directamente derivados de la sociedad civil, directamente autogestionados por el pueblo. Queremos abolir definitivamente todos los organismos estatales cuyo único objetivo es privarnos de nuestras libertades, que nos convierten en meros números, que sólo sirven para trabajar, consumir y pagar y que deciden por nosotros lo que es justo y bueno para nosotros y para la sociedad. Hemos crecido, somos adultos y queremos recuperar el control de todos los aspectos de nuestra vida. Otra sociedad es posible: depende de nosotros empezar a construirla, pero primero tenemos que deshacernos del Estado.
FUENTE: CNT-AIT TOULOUSE
Traducido por Jorge Joya
Original: www.socialisme-libertaire.fr/2015/11/l-etat-votre-pire-ennemi.html