La teoría ideal de la Iglesia y el Estado - Mijaíl Bakunin (1869)

La teoría ideal de la Iglesia y el Estado por Mijail Bakunin (1869)

A los compañeros de la Asociación Internacional de Trabajadores de Le Locle y La Chaux-de-Fonds.

I

Este 23 de febrero de 1869 Neufchâtel

Amigos y hermanos,

Antes de abandonar vuestras montañas, siento la necesidad de expresaros una vez más, por escrito, mi profunda gratitud por la fraternal acogida que me habéis dispensado. ¿No es una cosa maravillosa que un hombre, un ruso, un antiguo noble, que hasta esta última hora era completamente desconocido para usted, y que ha puesto el pie por primera vez en su país, nada más llegar, se encuentre rodeado de varios cientos de hermanos? Este milagro sólo puede lograrlo hoy la Asociación Internacional de Trabajadores, y ello por una sencilla razón: sólo ella representa hoy la vida histórica, la fuerza creadora del futuro político y social. Los que están unidos por un pensamiento vivo, por una voluntad común y por una gran pasión, son realmente hermanos, aunque no se conozcan.

Hubo un tiempo en que la burguesía, dotada del mismo poder de vida y constituyendo exclusivamente la clase histórica, ofrecía el mismo espectáculo de hermandad y unión tanto en los hechos como en el pensamiento. Esta fue la mejor época de esta clase, todavía respetable, sin duda, pero ahora impotente, estúpida y estéril, en la época de su más enérgico desarrollo. Lo fue antes de la gran revolución de 1793; lo fue también, aunque en menor grado, antes de las revoluciones de 1830 y 1848. En aquella época, la burguesía tenía un mundo que conquistar, un lugar que ocupar en la sociedad, y organizada para la lucha, inteligente, audaz, sintiéndose fuerte en los derechos de todo el pueblo, estaba dotada de una omnipotencia irresistible: ella sola hizo las tres revoluciones contra la monarquía, la nobleza y el clero juntos.

En esa época la burguesía también había creado una asociación internacional, universal y formidable, la masonería.

Sería un gran error juzgar la masonería del siglo pasado, o incluso de principios del presente, por lo que es hoy. Institución burguesa por excelencia, en su desarrollo, en su poder creciente primero y más tarde en su decadencia, la masonería ha representado, por así decirlo, el desarrollo, el poder y la decadencia intelectual y moral de la burguesía. Hoy, habiendo descendido al triste papel de un viejo intrigante, es inútil, inservible, a veces malvado y siempre ridículo, mientras que antes de 1830 y sobre todo antes de 1793, habiendo reunido en su seno, con muy pocas excepciones, todas las mentes más elitistas, los corazones más ardientes, las voluntades más orgullosas, los caracteres más audaces, había constituido una organización activa, poderosa y verdaderamente benéfica. Fue la encarnación enérgica y la aplicación práctica de la idea humanitaria del siglo XVIII. Todos estos grandes principios de libertad, de igualdad, de fraternidad, de razón humana y de justicia, elaborados teóricamente por primera vez por la filosofía de aquel siglo, se habían convertido en el seno de la masonería en dogmas políticos y como las bases de una nueva moral y de una nueva política, - el alma de una gigantesca empresa de demolición y de reconstrucción. La masonería era nada menos, en aquella época, que la conspiración universal de la burguesía revolucionaria contra la tiranía feudal, monárquica y divina. - Era la Internacional Burguesa.

Es bien sabido que casi todos los actores principales de la primera Revolución eran francmasones, y que cuando esta Revolución estalló encontró, gracias a la masonería, amigos y cooperadores devotos y poderosos en todos los demás países, lo que ciertamente ayudó mucho a su triunfo. Pero también es evidente que el triunfo de la Revolución mató a la masonería, pues habiendo cumplido la Revolución en gran medida los deseos de la burguesía al hacerla ocupar el lugar de la nobleza aristocrática, la burguesía, después de haber sido durante tanto tiempo una clase explotada y oprimida, se convirtió a su vez, con toda naturalidad, en la clase privilegiada, explotadora, opresora, conservadora y reaccionaria, en la amiga y en la más firme defensora del Estado. Tras el golpe de Estado del primer Napoleón, la masonería se había convertido, en gran parte del continente europeo, en una institución imperial.

La Restauración la resucitó un poco. Viéndose amenazada por el retorno del Antiguo Régimen, obligada a ceder a la Iglesia y a la nobleza el lugar que había conquistado con la primera revolución, la burguesía se había vuelto necesariamente revolucionaria de nuevo. Pero ¡qué diferencia entre este revolucionarismo calentado y el ardiente y poderoso revolucionarismo que lo había inspirado a finales del siglo pasado! Entonces la burguesía había sido de buena fe, había creído seria e ingenuamente en los derechos del hombre, había sido impulsada e inspirada por el genio de la demolición y la reconstrucción, estaba en plena posesión de su inteligencia y en el pleno desarrollo de su fuerza; no sospechaba aún que un abismo la separaba del pueblo; se creía, se sentía y era realmente la representante del pueblo. La reacción termidoriana y la conspiración de Babeuf la privaron de esta ilusión para siempre. - Se ha abierto el abismo que separa al pueblo trabajador de la burguesía explotadora, dominadora y disfrutadora, y se necesita nada menos que todo el cuerpo de la burguesía, toda la existencia privilegiada de la burguesía, para salvarlo.

Así que ya no fue toda la burguesía, sino sólo una parte de ella, la que empezó a conspirar de nuevo tras la Restauración, contra el régimen clerical y nobiliario y contra los reyes legítimos.

En mi próxima carta desarrollaré, si me lo permites, mis ideas sobre esta última fase del liberalismo constitucional y del carbonarismo burgués.

II

Dije en mi artículo anterior que las tentativas reaccionarias, legitimistas, feudales y clericales habían reanimado el espíritu revolucionario de la burguesía, pero que entre este nuevo espíritu y el que la animaba antes de 1793, había una enorme diferencia. Los burgueses del siglo pasado eran gigantes en comparación con los cuales los burgueses más atrevidos de este siglo aparecen sólo como pigmeos.

Para estar seguro de ello, basta con comparar sus programas. ¿Cuál era el programa de la filosofía y de la gran revolución del siglo XVIII? Ni más ni menos que la emancipación completa de toda la humanidad; la realización del derecho y de la libertad real y completa para todos, mediante la equiparación política y social de todos; el triunfo de lo humano sobre los escombros del mundo divino; el reinado de la justicia y la fraternidad en la tierra. - El fallo de esta filosofía y de esta revolución fue no comprender que la realización de la fraternidad humana era imposible mientras existieran los Estados, y que la verdadera abolición de las clases, la equiparación política y social de los individuos, sólo sería posible mediante la equiparación de los medios económicos, de la educación, de la instrucción, del trabajo y de la vida para todos. No se puede culpar al siglo XVIII por no haber entendido esto. La ciencia social no se crea ni se estudia sólo en los libros, necesita las grandes lecciones de la historia, y fue necesario pasar por las revoluciones de 1789 y 1793, fue necesario pasar por las experiencias de 1830 y 1848, para llegar a esta conclusión ya irrefragable, de que toda revolución política que no tenga como objetivo inmediato y directo la igualdad económica no es, desde el punto de vista de los intereses y derechos del pueblo, más que una reacción hipócrita y disfrazada.

Esta verdad, tan obvia y tan simple, era todavía desconocida a finales del siglo XVIII, y cuando Babeuf vino a plantear la cuestión económica y social, el poder de la revolución estaba ya agotado. Pero sigue teniendo el honor inmortal de haber planteado el mayor problema que se ha planteado en la historia, el de la emancipación de toda la humanidad.

En comparación con este inmenso programa, veamos cuál fue el programa del liberalismo revolucionario más tarde, en la época de la Restauración y de la Monarquía de Julio. La llamada libertad constitucional, una libertad muy sabia, muy modesta, muy reglamentada, muy restringida, toda ella hecha para el temperamento debilitado de una burguesía medio saciada que, cansada de luchar e impaciente por disfrutar, se sentía ya amenazada, no por arriba, sino por abajo, y veía [con] ansiedad asomar en el horizonte, como una masa negra, a esos innumerables millones de proletarios explotados, cansados de sufrir y que también se preparaban para reclamar sus derechos.

Desde el principio del presente siglo, este espectro naciente, que luego se llamó el espectro rojo, este terrible fantasma del derecho de todo el pueblo opuesto a los privilegios de una clase feliz, esta justicia y razón popular, que, a medida que se desarrolla más debe reducir a polvo los sofismas de la economía, la jurisprudencia, la política y la metafísica burguesas, se convirtieron, en medio de los modernos triunfos de la burguesía, en sus incesantes alborotadores, en los minadores de su confianza, de su valor e incluso de su espíritu.

Y sin embargo, bajo la Restauración, la cuestión social seguía siendo casi desconocida, o mejor dicho, olvidada. Hubo algunos grandes soñadores aislados, como Saint-Simon, Robert Owen, Fourier, cuyo genio o gran corazón había adivinado la necesidad de una transformación radical de la organización económica de la sociedad. Alrededor de cada uno de ellos se agrupaba un pequeño número de devotos y ardientes seguidores, que formaban otras tantas pequeñas iglesias, pero tan ignoradas como los Maestros, y que no ejercían ninguna influencia en el exterior. Además, estaba el testamento comunista de Babeuf, transmitido por su ilustre compañero y amigo, Buonarroti, a los proletarios más enérgicos, por medio de una organización popular y secreta. Pero esto era entonces sólo una obra subterránea, cuyas manifestaciones no se hicieron sentir hasta más tarde, bajo la monarquía de julio, y que bajo la Restauración no fue percibida en absoluto por la clase burguesa. - El pueblo, la masa de los trabajadores, permaneció callado y aún no reclamó nada para sí.

Está claro que si el fantasma de la justicia popular tenía alguna existencia en aquella época, sólo podía estar en la mala conciencia de los burgueses. ¿De dónde viene esta mala conciencia? ¿Eran los burgueses que vivieron bajo la Restauración, como individuos, más malvados que sus padres que habían hecho la Revolución de 1789 y 1793? En absoluto. Eran más o menos los mismos hombres, pero colocados en otro ambiente, en otras condiciones políticas, enriquecidos por una nueva experiencia y, en consecuencia, con una conciencia diferente.

Los burgueses del siglo pasado habían creído sinceramente que al emanciparse del yugo monárquico, clerical y feudal, emancipaban a todo el pueblo con ellos. Y esta creencia ingenua y sincera fue la fuente de su heroica audacia y de todo su maravilloso poder. - Se sintieron unidos a todo el pueblo y avanzaron llevando consigo la fuerza, el derecho [de] todo el pueblo. Gracias a este derecho y poder popular, que por así decirlo se había encarnado en su clase, los burgueses del siglo pasado pudieron escalar y someter esa fortaleza del poder político, que sus padres habían codiciado durante tantos siglos. Pero en el mismo momento en que plantaron allí su estandarte, una nueva luz amaneció en sus mentes. Tan pronto como conquistaron el poder, empezaron a comprender que entre sus intereses, los de la clase burguesa, y los intereses de las masas populares, no había nada en común, que había, por el contrario, una oposición radical y que el poder exclusivo y la prosperidad de la clase poseedora sólo podían basarse en la miseria y en la dependencia política y social del proletariado.

A partir de entonces, la relación entre la burguesía y el pueblo se transformó radicalmente, e incluso antes de que los trabajadores se dieran cuenta de que los burgueses eran sus enemigos naturales, más por necesidad que por mala voluntad, los burgueses ya habían tomado conciencia de este antagonismo fatal. - Esto es lo que yo llamo la mala conciencia de los burgueses.

III

La mala conciencia de los burgueses, decía, ha paralizado, desde principios de este siglo, todo el movimiento intelectual y moral de los burgueses. Me corrijo, y sustituyo esta palabra: paralizado, por esta otra: desnaturalizado. Porque sería injusto decir que ha habido parálisis o ausencia de movimiento en una mente que, pasando de la teoría a la aplicación de las ciencias positivas, ha creado todos los milagros de la industria moderna, el barco de vapor, el ferrocarril y el telégrafo, por un lado ; y [que,] por otra parte, al sacar a la luz una nueva ciencia, la estadística, y al llevar a sus últimos resultados la economía política y la crítica histórica del desarrollo de la riqueza y de la civilización de los pueblos, ha sentado las bases de una nueva filosofía, - el socialismo, que no es otra cosa, desde el punto de vista de los intereses exclusivos de la burguesía, que un sublime suicidio, la negación misma del mundo burgués.

La parálisis sólo llegó más tarde, desde 1848, cuando, asustada por los resultados de su propia obra, la burguesía se echó conscientemente atrás, y para conservar su propiedad, renunciando a todo pensamiento y voluntad, se sometió a los protectores militares y se entregó en cuerpo y alma a la reacción más completa. Desde entonces no ha inventado nada, ha perdido, junto con su valor, el propio poder de su creación. Ya no tiene ni siquiera el poder ni el espíritu de conservación, pues todo lo que ha hecho y hace por su salvación la empuja fatalmente hacia el abismo.

Hasta 1848, todavía estaba llena de espíritu. Sin duda, este espíritu ya no tenía esa savia vigorosa que del siglo XVI al XVIII le había hecho crear un mundo nuevo. Ya no era el espíritu heroico de una clase que había tenido toda la audacia porque había tenido que conquistarlo todo. Era el espíritu sabio y reflexivo de un nuevo propietario que, habiendo conquistado una propiedad codiciada, ahora tenía que hacerla prosperar y hacerla valer. El espíritu de la burguesía de la primera mitad de este siglo se caracterizó sobre todo por una tendencia casi exclusivamente utilitaria.

Se le ha reprochado esto, y con razón. Creo, por el contrario, que ha prestado un último gran servicio a la humanidad al predicar, incluso más con su ejemplo que con sus teorías, el culto, o mejor dicho, el respeto a los intereses materiales. Estos intereses siempre han prevalecido en el mundo, pero hasta ahora se habían producido bajo la forma de un idealismo hipócrita o malsano, que los había transformado en intereses malos o injustos.

Cualquiera que haya prestado algo de atención a la historia no puede dejar de observar que en el fondo de las luchas religiosas y teológicas siempre hay algún gran interés material. Todas las guerras de razas, naciones, estados y clases nunca han tenido otro objetivo que la dominación, condición necesaria y garantía del disfrute y la posesión. La historia humana, considerada desde este punto de vista, no es más que la continuación de esta gran lucha por la vida que, según Darwin, constituye la ley fundamental de la naturaleza orgánica.

En este mundo animal, esta lucha es sin ideas y sin frases, y también es sin solución: mientras la tierra exista, el mundo animal se devorará entre sí. Esta es la condición natural de su vida. - Los humanos, animales carnívoros por excelencia, comenzaron su historia con los antropófagos. - Hoy tienden a la asociación universal, a la producción y al disfrute colectivos.

Pero, entre estos dos términos, ¡qué tragedia tan sangrienta y horrible! Y aún no hemos terminado con esta tragedia. - Después de la antropofagia vino la esclavitud, después de la esclavitud vino la servidumbre, después de la servidumbre vino el trabajo asalariado, que debe ser sucedido primero por el terrible día de la justicia, y después, mucho después, por la era de la fraternidad. - Estas son las fases a través de las cuales la lucha animal por la vida se transforma gradualmente, en la historia, en la organización humana de la vida.

Y en medio de esta lucha fratricida de los hombres contra los hombres, en esta devoración mutua, en esta esclavización y explotación de unos a otros, que, cambiando de nombre y de forma, se ha mantenido a lo largo de todos los siglos hasta nuestros días, ¿qué papel ha jugado la religión? - Siempre ha santificado la violencia y la ha transformado en ley. Siempre ha santificado la violencia y la ha transformado en ley. Ha transportado la humanidad, la justicia y la fraternidad a un cielo ficticio, para dejar el reino de la iniquidad y la brutalidad en la tierra. Ha bendecido a los felices ladrones y, para hacerlos aún más felices, ha predicado la resignación y la obediencia a sus innumerables víctimas, los pueblos. Y cuanto más sublime parecía el ideal que ella adoraba en el cielo, más horrible era la realidad en la tierra. Porque el carácter de todo idealismo, tanto religioso como metafísico, es despreciar el mundo real y, al mismo tiempo que lo desprecia, explotarlo, -de lo que se deduce que todo idealismo engendra necesariamente la hipocresía.

El hombre es materia y no puede despreciar impunemente la materia. Es un animal y no puede destruir su animalidad; pero puede y debe transformarla y humanizarla por medio de la libertad, es decir, por la acción combinada de la justicia y la razón, que a su vez sólo la dominan porque son sus productos y su máxima expresión. Por el contrario, cada vez que el hombre ha querido prescindir de su animalidad, se ha convertido en su juguete y en su esclavo, y la mayoría de las veces incluso en su siervo hipócrita, como demuestran los sacerdotes de la religión más ideal y absurda del mundo: el cristianismo.

Compara su conocida obscenidad con su juramento de castidad; compara su insaciable lujuria con su doctrina de renuncia a los bienes de este mundo, y admite que no hay seres tan materialistas como estos predicadores del idealismo cristiano. En esta misma hora, ¿cuál es la cuestión que más agita a toda la Iglesia? - Es la preservación de esos bienes de la Iglesia que hoy están amenazados de ser confiscados en todas partes por esa otra Iglesia, expresión de la idealidad política, el Estado.

El idealismo político no es menos absurdo, ni menos pernicioso, ni menos hipócrita que el idealismo de la religión, del que, además, no es más que una forma diferente, una expresión o aplicación mundana y terrenal. El Estado es el hermano menor de la Iglesia, y el patriotismo, esa virtud y ese culto al Estado, no es más que un reflejo del culto divino.

El hombre virtuoso, según los preceptos de la escuela ideal, tanto religiosa como política, debe servir a Dios y dedicarse al Estado. Tal es la doctrina a la que el utilitarismo burgués, desde principios de este siglo, ha comenzado a hacer justicia.

IV

¿Qué es el Estado? Es, nos responden los metafísicos y doctores en derecho, la cosa pública; los intereses, el bien colectivo y el derecho de todo el pueblo, opuestos a la acción disolvente de los intereses y pasiones egoístas de cada individuo. Es la justicia y la realización de la moral y la virtud en la tierra. En consecuencia, no hay acto más sublime ni deber más grande para los individuos que dedicarse, sacrificarse y, si es necesario, morir por el triunfo, por el poder del Estado.

Ahí lo tienes en pocas palabras, toda la teología del Estado. Veamos ahora si esta teología política, al igual que la teología religiosa, no esconde bajo muy bellas y poéticas apariencias, realidades muy comunes y muy sucias.

Analicemos primero la idea misma del Estado, tal como nos la representan sus defensores. Es el sacrificio de la libertad natural y de los intereses de cada individuo, así como de las unidades colectivas, comparativamente pequeñas: asociaciones, comunas y provincias, - a los intereses y la libertad de todo el mundo, a la prosperidad del gran conjunto. Pero, ¿qué es este conjunto, este gran conjunto, en realidad? Es la aglomeración de todos los individuos y de todas las colectividades humanas menores que la componen. Pero mientras haya que sacrificar todos los intereses individuales y locales para componerla y coordinarla, ¿qué es el conjunto, que se supone que los representa? No es el conjunto vivo, que permite a cada uno respirar a sus anchas, y que se hace tanto más fecundo, poderoso y libre cuanto más se desarrolla en él la plena libertad y prosperidad de cada uno; no es la sociedad humana natural, que confirma o aumenta la vida de cada uno por la vida de todos; - Es, por el contrario, la inmolación de cada individuo así como de todas las asociaciones locales, la abstracción destructiva de la sociedad viva, la limitación, o mejor dicho, la negación completa de la vida y el derecho de todas las partes que componen el mundo entero: es el Estado, es el altar de la religión política en el que se inmola siempre la sociedad natural: una universalidad devoradora, que vive de sacrificios humanos, como la Iglesia. - El Estado, repito, es el hermano menor de la Iglesia.

Para probar esta identidad de la Iglesia y el Estado, ruego al lector que advierta este hecho, que ambos se fundan esencialmente en la idea del sacrificio de la vida y la ley natural, y que también parten del mismo principio; el de la maldad de los hombres, que sólo puede ser superada, según la Iglesia, por la gracia divina y por la muerte del hombre natural en Dios, y según el Estado, sólo por la ley, y por la inmolación del individuo en el altar del Estado. Ambos tienden a transformar al hombre, el uno en un santo, el otro en un ciudadano. Pero el hombre natural debe morir, pues su condena es unánimemente pronunciada por la religión de la Iglesia y por la del Estado.

Esta es la teoría idéntica de la Iglesia y el Estado en su pureza. Es una pura abstracción; pero toda abstracción histórica presupone hechos históricos. Estos hechos, como ya he dicho en mi anterior artículo, son de naturaleza muy real, muy brutal: son violencia, despojo, sometimiento, conquista. El hombre está tan formado que no se contenta con hacer, sino que sigue teniendo la necesidad de explicar y legitimar, ante su propia conciencia y a los ojos del mundo entero, lo que ha hecho. La religión ha venido, pues, a bendecir los hechos consumados y, gracias a esta bendición, el hecho inicuo y brutal se ha transformado en derecho. La ciencia jurídica y el derecho político, como es sabido, proceden primero de la teología, y después de la metafísica, que no es otra cosa que una teología enmascarada, una teología que, con la ridícula pretensión de no ser absurda, ha intentado en vano darles el carácter de ciencia.

Michel Bakunin 

[Extracto de los números 6 a 9 de Le Progrès, del 1 de marzo al 1 de mayo de 1869].

FUENTE: Non Fides - Base de datos anarquista

Traducido por Jorge Joya

Original: www.socialisme-libertaire.fr/2017/02/la-theorie-identique-de-l-eglise-