Miles de ciudadanos Catalanes velan los colegios electorales durante toda la noche. Se han organizado actividades para matar el rato; el cliché del "ambiente festivo" vuelve, una vez más, a dar en el clavo. Algunos duermen un rato, otros charlan hasta el amanecer: a las nueve empezarán las votaciones.
Pero a las nueve llega la policía de España. Dice que viene con la ley de su parte. La ley. ¿Cuántas veces se ha usado para azotar al pueblo? esta es una más. Pero es que ni siquiera es cierto: sobre la legalidad del despliegue de los antidisturbios sobre todo el territorio Catalán pesa la sombra de la duda. El Fiscal General - el mismo que decía "tener que contenerse para no infringir la ley" en relación al "problema Catalán" - actuando al servicio del Gobierno, sobrepasa sus funciones: varios jueces se apuntan al carro demostrando una vez más (como si hiciera falta) que, en España, la separación de poderes no existe. A las nueve la policía llega para llevarse las urnas y secuestrar los votos; pero topa con la resistencia pacífica de los votantes. Y carga. ¿En qué mente cabe que cargar contra manifestantes sentados, enseñando las manos, llamando al voto es una respuesta proporcionada y justa? Solo en la de un psicópata.
Solo en la del Gobierno Español. Solo en la de sus palmeros. Solo en la de los más ciegos, los más sordos; los que comen palomitas mientras ciudadanos pacíficos son arrollados por la brutalidad. Pronto se desata el caos. Me llaman mis amigos desde otros colegios; éste ha visto cómo aporreaban a una chica. Otro ha visto como tiraban al suelo una anciana. Tiran a la gente por las escaleras. Rompen los cristales. Destrozan las puertas. Secuestran las urnas. Todo en nombre de la ley del Reino de España. Con la eficiencia implacable de un verdugo, sin moral ni consciencia.
Fuera, en las calles, resuenan los disparos; están usando balas de goma. Prohibidas en Catalunya, pero la Ley que esgrimen se lo permite. En Plaza Catalunya, los ultras campan a sus anchas, pegan a un chico que llevaba una estelada. Allí no se ve a la policía. Pero el terror no vence. En las calles seguimos estando nosotros. Seguimos delante de los colegios. Si no lo hemos hecho ya, seguimos buscando votar. El terror, que es lo único que este estado puede ofrecer, no puede vencer la democracia. Y por mucho que la maquillen los interesados, su base es la voluntad popular. Es por eso que hoy no caben las medias tintas. No hay espacio para los matices. Hoy el pueblo está en blanco y negro. Por un lado, la condena, más absoluta, sin el mínimo intento de justificar lo injustificable. Por el otro, el resto. Esta es la fractura social que tanto anunciaban: ya la tienen aquí.
Mientrastanto, el mundo - con los ojos de los observadores internacionales invitados, o a través de los vídeos que pronto llegan a la red - observa. Callará, probablemente. Pero pase lo que pase, acabe como acabe, al final del día sabremos algo con absoluta certidumbre. Hoy ha muerto España. Ya no hay vínculo alguno que nos una. Ninguno. La "Una, grande, libre" que defienden, gritando con sus banderas del aguilucho ha perdido su esquina norte, y aún no lo sabe. Porque este día no se olvidará, nunca.