Hace unos años se me presentó una oportunidad única de examinar de cerca la ilusión de sagacidad financiera. Me habían invitado a hablar a un grupo de asesores financieros de una empresa que ofrecía asesoramiento y otros servicios a clientes acaudalados. Solicité algunos datos para preparar mi ponencia, y me proporcionaron un pequeño tesoro: Una hoja de cálculo que resumía los resultados de inversiones realizadas por unos veinticinco asesores anónimos en ocho años consecutivos. Las cuentas por asesor y año eran, en cada uno de ellos (la mayoría eran varones), el principal factor determinante de sus dividendos al cabo de un año. Clasificar a los asesores por sus resultados anuales y determinar si había entre ellos diferencias persistentes en aptitud, y si los mismos asesores obtenían regularmente mejores rentabilidades para sus clientes año tras año, fue tarea fácil.
Para responder a esta pregunta, calculé los coeficientes de correlación entre las clasificaciones por cada par de años […] Conocía la teoría y estaba preparado para encontrar pocas evidencias de persistencia de aptitudes. […] No se encontraron correlaciones consistentes que indicasen diferencias de aptitud. Los resultados se asemejaban a lo que se esperaría de un juego de dados, no de un juego de inteligencia.
Nadie en la firma parecía ser consciente de la naturaleza del juego que sus inversores estaban jugando. Los propios asesores creían que eran profesionales competentes desempeñando una profesión seria, y eso creían también sus superiores. La noche anterior al seminario, Richard Thaler y yo cenamos con algunos de los principales ejecutivos de la firma, que son los que deciden según la magnitud de los dividendos. Les pedimos que estimaran la correlación entre año y año en las estimaciones de asesores individuales. Ellos creían conocer lo que ocurriría y sonrieron cuando dijeron: «No muy altas» o «La rentabilidad sin duda fluctúa». Pero enseguida vi con claridad que ninguno esperaba que la correlación media fuese cero.
Nuestro mensaje a los ejecutivos era que, al menos cuando se gestionan carteras de acciones, la firma recompensaba la suerte como si fuese una aptitud. Esto habría sido algo chocante para ellos, pero no lo fue. No hubo señal de que no nos creyeran. ¿Cómo no nos hubieran creído? Porque habíamos analizado sus propios resultados, y ellos eran lo bastante perspicaces para ver unas implicaciones que nosotros cortésmente nos abstuvimos de detallar. Todos continuamos con calma nuestra cena, y no dudé de que nuestras conclusiones y sus implicaciones eran rápidamente barridas bajo la alfombra, y de que la vida en la firma continuaría como antes. La ilusión de aptitud no es solo una aberración individual; está profundamente arraigada en la cultura industrial. Los hechos que desafían tales asunciones básicas –amenazando los medios de vida y la autoestima de las personas– simplemente no son asimilados. La mente no los digiere. Esto es cierto en particular en los estudios estadísticos sobre rentabilidades que proporcionan información de tasa base, y que la gente de ordinario ignora cuando choca con sus impresiones personales emanadas de la experiencia.
A la mañana siguiente informamos a los asesores de nuestras conclusiones, y su respuesta fue igualmente vacua. Su propia experiencia en el ejercicio de juzgar con cuidado sobre problemas complejos era para ellos mucho más convincente que un oscuro hecho estadístico. Cuando todo terminó, uno de los ejecutivos con los que había cenado la noche anterior me llevó al aeropuerto. Me contó con cierto tono defensivo: «He hecho muchas cosas buenas por la firma, y nadie puede quitármelas». Sonreí y me quedé callado. Pero pensé: «Bueno, esta mañana te las he quitado. Si tu éxito se ha debido principalmente a la suerte, ¿Qué crédito mereces por ello?».
Del libro "Pensar deprisa, pensar despacio" del psicólogo y premio Nobel de Economía Daniel Kahneman