Hola a todos. Me llamo QAR y vengo a hablar de algo que a todos vosotros os importa un carajo: mi familia.
En realidad os voy a hablar de gatos, pero vayamos por partes.
Yo no tengo una familia de esas normales. Quiero decir que no tengo una pareja y un par de hijos. Lo que sí tengo es un padre cada día más achacoso, y una madre alojada en una residencia de ancianos que a veces no me reconoce. También tengo un hermano que nació el mismo día que yo, pero con ocho años de diferencia. O sea, que el día que yo cumplía ocho años nació él, así que cumplimos años a la vez, sin ser gemelos ni mellizos. Siempre he dicho que mi hermano fue el mejor regalo de cumpleaños que alguien ha podido recibir, y no exagero nada. Mi hermano una vez me salvó la vida, pero eso es algo que ni él mismo sabe y de lo que yo no quiero hablar.
También tuve otro hermano, que murió a los 11 años, cuando yo tenía 16. Si alguna vez reúno la entereza suficiente os hablaré de él. Por ahora vamos a dejar ese asunto. Cubramos el tema con un reverente manto de silencio para que las lágrimas no empañen la pantalla sobre la que escribo.
Os decía que esto iba de gatos, y ha llegado el momento de empezar a hablar de ellos, porque mi familia directa son dos gathijos —así los llama el veterinario que los atiende, que dirige una clínica exclusiva para gatos—. Se llaman Luisita y Pergañuky.
Luisita es una gatita joven de unos tres años. Le encanta tirar cosas desde las mesas o encimeras. No se la puede perder de vista porque siempre encontrará la manera de causar un estropicio.
Pergañuky es un gato que roza la senectud. Tiene 12 años y padece artrosis. Su tratamiento veterinario me cuesta 73 euros mensuales. Os mentiría si no reconociera que a veces deseo que se muera. También alguna vez lo he pensado sobre mi madre, especialmente cuando me confunde con otras personas de su pasado. Qué dura puede ser la vejez, hostias, y qué ingratos podemos llegar a ser algunos.
Pero estábamos hablando de gatos.
Hace unos dos años y medio sufrí un infarto agudo de miocardio. Fue una experiencia divertidísima, como os podréis imaginar. Yo estaba en mi casa a solas con mis gatos. Mucha gente desconoce que un infarto suele ir precedido de vómitos, pero así es en la mayoría de los casos. Así que vomité, y vomité con violencia, como si me hubieran metido una manguera con mucha presión por el culo y expulsara el resultado por la boca. Luisita y Pergañuky, que hasta ese momento estaban relajados en el sofá a un par de metros de mí, huyeron despavoridos.
Pasaron unos minutos (que a mí se me hicieron horas) hasta que los gatuflillos se atrevieron a acercarse. Luisita volvió a entrar en el salón y se puso a dormitar sobre el sofá mientras mi corazón se empeñaba en matarme. El otro gatuflo, Pergañuky, me miraba asomando su cara desde el quicio de la puerta sin atreverse a entrar al salón.
Un tiempo después, cuando llegó el personal sanitario —benditos sean—, lo primero que dijeron al entrar en casa fue “¡Los gatos fuera!”. Para entonces había llegado a casa una buena amiga, y ella se encargó de encerrar a los gatos en una habitación para que no molestaran a los médicos que pugnaban por salvarme la vida.
Pero hablábamos de gatos, ¿verdad?
Hace unos días tuve un susto. Digamos que fue un susto cardiaco. Nada importante, pero dados mis antecedentes sentí mucho miedo. Creí que de nuevo la Muerte estaba bailando conmigo. Y os aseguro, amigos meneantes, que no es ella a quien elegiríais como compañera de baile en las fiestas del pueblo.
El caso es que yo estaba en la cama, pensando en llamar a mi hermano para decirle que se quedara lo poco que tengo que dejarle, y que por favor se encargue de cuidar a mis gatuflillos, aunque me consta que se lleva muy mal con Pergañuky.
Pues resulta que mis gatillos, Luisita y Pergañuky, se echaron a mi lado (cosa inusual) y se pusieron a ronronear. Y yo mientras tanto empecé a sentir que el dolor de mi pecho se atenuaba hasta desaparecer. Como os lo cuento.
Después el cardiólogo me ha dicho que todo va bien. Me ha practicado una ecografía en el corazón y afirma que no aprecia nada anormal. Es una tranquilidad.
Yo no sé una mierda de nada. Si algo me define es la más absoluta ignorancia. Pero tengo claro que hay dos gatos que, a su manera, cuidan de mí.
Los muy cabroncetes son mi familia.