A mí la muerte de Franco me pilló estudiando quinto curso de la EGB en un colegio público de una barriada obrera del extrarradio barcelonés. Uno a esas edades no entiende de política, lo único que recuerdo del fallecimiento del dictador es el sentimiento de alegría contenida en el vecindario y los días de fiesta que nos dieron en el colegio con motivo del luto nacional. En esa época ya había desaparecido la Formación del Espíritu Nacional de las escuelas y la única traza del nacionalcatolicismo más rancio era el rezo del padrenuestro diario mirando a la foto de Franco al iniciar el día de clase. Cuando la escuela volvió a la normalidad tras el luto obligado, la foto del dictador desapareció a los pocos días, siendo sustituida por la del rey Juan Carlos. El crucifijo se mantuvo todo el tiempo que estuve en las aulas.
El único cambio lo detecté en octavo de EGB. Fue algo esporádico, parecía no significativo, pero visto en contexto lo fue. Aparecieron unos maestros jóvenes, muy “kumbayás” que repartieron un cuestionario, una especie de encuesta general. Ahí pude por vez primera el catalán escrito en algo que se parecía a un examen. Hoy en día mi barrio está poblado por un buen número emigrantes de Latinoamérica, el Magreb o Pakistán. En algunas zonas, son la mayoría de la clase trabajadora. En aquella época también era un barrio de emigrantes, pero de inmigración interna, trabajadores procedentes de Andalucía, Galicia, Murcia, y por supuesto también había población catalana. Pero ya fuera por imposición de la época o por la composición de los residentes, el catalán era una lengua ajena a muchos de nosotros. En la encuesta encontré un sesgo que me llamó mucho la atención. Desde muy pequeño me ha gustado mucho leer, por lo que no andaba mal en cultura general para la edad que tenía. Ahora ante mí se extendía un listado de “catalanes ilustres” sobres los cuales teníamos que escribir unas líneas. Entre ellos estaban Verdaguer, Serrat, Pi i Maragall, Balmes, Gaudí, Pau Gargallo y Picasso. A Verdaguer o Balmes sólo los conocía por haber visto su nombre estampado en algún lugar público, pero dos nombres me chirriaron. Recordaba a Gargallo, por alguna foto de sus obras en el libro de sociales. Este gran escultor en realidad se llamaba Pablo y nació en Zaragoza (donde por cierto está su museo), aunque su carrera artística la llevó a cabo en Barcelona. Lo de traducirle el nombre me pareció demasiada confianza. Con lo de Picasso ya era el colmo y además supuso mi primera mirada con cara destemplada, una de tantas que me he ido ganando a lo largo de mi vida. Me tocó leer lo que había escrito y empecé diciendo: “Pablo Picasso, catalán universal nacido en Málaga desarrolló la mayoría de su actividad artística en Francia…”. Eso no les gustó a los examinadores, cambiaron la sonrisa de “kumbayá” por una mirada de quererme fulminar. Recuerdo que me reprocharon que Picasso tuvo una importante etapa barcelonesa, con sus reuniones en “El quatre Gats”, etcétera, etcétera. Y sí, tenían razón, Barcelona fue una parte importante en la vida y obra de Picasso, pero de ahí a llamarlo catalán universal hay un paso enorme. Es como si también se dijese que George Orwel es un catalán universal porque parte de su obra fue escrita en Catalunya. Todo quedó en una anécdota, pero la historia se va haciendo a partir de gestos, hechos que los tomas como intrascendentes, pero que en realidad no lo son tanto.
Tras la aprobación del Estatut de Catalunya se empezó a solicitar las competencias en educación, entre otras muchas. Hoy veo que, desde que los partidos catalanistas han tomado la senda del independentismo, se oyen muchas voces sobre el adoctrinamiento en las escuelas. No sé si el término adoctrinamiento es el término correcto, puede que sí, pero no quisiera ser tan categórico, pero lo del crear “conciencia diferenciadora catalana” es algo que se viene haciendo desde la década de los 80, incluso antes de que las transferencias fueran finalmente aprobadas, de eso no tengo la menor duda. Estudié el bachillerato en un instituto público de un barrio aledaño al mío, el cual poseía características muy similares. Era un núcleo “duro” para quienes pretendían catalanizar a los estudiantes, ya que la mayoría éramos hijos de emigrantes castellanoparlantes. Pero lo intentaron por todos los medios. Y la cosa no quedaba en dar clases en catalán, al fin y al cabo eso hubiera sido estupendo, conocer una lengua más nunca viene mal. El camino era la inmersión en la cultura catalana insistiendo en el hecho diferencial con el resto de la nación, recurriendo para ello a exageraciones, bulos y falsedades históricas de grueso calibre. Eso sí es adoctrinar. La única ventaja era que en aquella época los profesores que hacían eso eran los menos, pero en significativo aumento. Además aperecieron muchas actividades extraescolares donde se llevaba a cabo ese ideal. Algunas eran muy lúdicas, con salidas al Figaró, en las faldas del Montseny en una especie de campamentos tipo “boy scout”. Visto lo visto, creo que debo de agradecer a mi exceso de individualismo fundamentado en una timidez enfermiza que me haya impedido participar en este tipo de aquelarres. Contra los individuos asociales como yo también tenían brigadas que acudían a las escuelas. Recuerdo que en clase de “Llengua i Literatura Catalana” aparecieron tres personas muy curiosas. Uno de ellos tenía pinta de intelectual que me recordaba físicamente a Strélnikov, el comisario político soviético que Tom Courtenay interpretó en El Doctor Zhivago. Este “experto” se pasó una hora hablando sobre la excelencia de la literatura catalana, lo cual es muy digno ya que hay grandes escritores en lengua catalana. El problema es que recurrió a unas exageraciones y distorsiones que ahora encontramos en el “Institut de la Nova Història”. Por ejemplo incidió mucho en que Mercè Rodoreda mereció el nobel de literatura, que si no se lo habían dado era por injerencias del gobierno franquista. O ponían a Manuel de Pedrolo o Peres Calders al nivel de Camus o Faulkner. Tanto Rodoreda, Pedrolo o Calders tienen obras magníficas, pero tampoco hay que exagerar. Los grandes escritores catalanes que han escrito gran parte de su obra en castellano como Mendoza, Marsé, Vázquez Montalbán, o los Goytisolo no sé si para el “experto” merecían el Nobel, porque ni siquiera fueron nombrados. Lo triste es que a la vez que avanzaba en mis estudios, la llamada inmersión también avanzaba de la peor forma posible: el catalán se imponía sobre la excelencia y aparecía la vulgaridad. Los grandes autores de las lenguas catalanas que fueron grandes incluso contra las mentes más fanáticas de la dictadura lo seguirán siendo independientemente de los devenires políticos que nos esperen. Pero, ya se empezaban a vislumbrar subvenciones a artistas mediocres simplemente porque su obra era en catalán o reivindicaban una causa excluyente. La semilla estaba puesta y de ahí ya hemos visto lo que ha salido. Mientras tanto yo abandoné el instituto rumbo a la facultad, pero eso ya es otra historia.