Y no soy el único. Cada vez somos más.
Las fallas son unas fiestas que engullen y luego vomitan a la ciudad entera. Es imposible escapar de ellas, inundan hasta la calle más remota de esta enorme ciudad.
Monumentos grotescos y carpas sobredimensionadas que cortan hasta 800 calles, pirotecnia que suena sin parar desde que amanece hasta altas horas de la noche, verbenas en cada esquina y una suciedad que se extiende como una cangrena que no se ha cogido a tiempo.
Porque durante unos días el civismo se suspende en esta otrora pacífica ciudad y todo vale en pos de molestar al vecino. Y parece que año tras año los limites de lo que es juicioso se expanden y toca soportar más y más incomodidades.
Y es que hay que estar de fiesta por cojones. Como si durante las falles no se produjesen emergencias o fallecimientos, hay que divertirse porque es lo que toca.
Salía ayer, día 18, del tanatorio y los masclets y las fanfarrias chocaban como nunca con mi duelo.
Porque a partir de este año, más que antes si cabe, estoy hasta los cojones de las fallas.