Es imperativo que comience con una aclaración: no creo que sea posible, ni deseable, una Navidad sin que los niños pequeños reciban sus regalos. Lo que voy a contar tiene que ver con la costumbre de hacernos regalos de Navidad entre los adultos: entre hermanos, cuñados, primos, tíos, incluso entre padres e hijos ya mayores. También tengo que aclarar que no tengo nada en contra de los que viven de vender en las tiendas y grandes superficies. Os pido disculpas, pero este texto no va de cómo funciona la rueda de la economía, sino de sentimientos más o menos forzados.
Resulta que, desde que era pequeño, el tema de los regalos de Navidad siempre me ha causado más estrés que alegría. El regalo más importante del año, en mi caso, era casi el único, con la excepción del de cumpleaños, que, por cierto, me producía las mismas sensaciones desagradables. En casa nunca faltó de nada, pero mis hermanos y yo solo recibíamos juguetes (de verdad) en estas fechas señaladas. Si me equivocaba con lo que pedía a Los Reyes, cosa muy habitual debido a las luces cegadoras de la publicidad, sabía que pasarían muchos meses antes de tener otra oportunidad de acertar y "ser feliz". Lo de que los niños jugábamos (y juegan) con sus juguetes unos días y luego nos olvidábamos de ellos, para mí, era una pequeña tragedia.
Cuando crecí, el trauma se acrecentó. En Navidades, solo veía gente haciendo compras apresuradas, a veces gastando un dinero que no tenía, para regalar a la familia "porque era lo que había que hacer". Claro, seguro que también había gente que disfrutaba del ritual, era previsora y lo llevaba bien, pero esa gente, o era muy poca, o no se hacía notar porque no andaban por las calles comerciales con paso apresurado. El caso es que, las sensaciones que a mí me llegaban, no eran nada agradables.
Ya de adulto, he tenido que soportar, Navidad tras Navidad, la misma costumbre, odiosa para mí, de buscar y comprar más de diez productos originales, no demasiado costosos (pero no demasiado baratos) y que supiera que iban a gustar a sus receptores. Al mismo tiempo, tenía que mentalizarme para poner buena cara ante los regalos recibidos que, casi nunca, necesitaba ni quería realmente. Sé que suena horrible, pero mentiría si no reconociera que es lo que llevo sintiendo desde hace lustros.
El año pasado, con la excusa de la distancia social, advertí a mi familia de que no entraría en el juego de los regalos (insisto, entre adultos. Los pequeños de la familia no tienen culpa de mis conflictos mentales). Esas Navidades, aunque nos pudimos ver muy poco (y en la calle), disfruté como ningún año de la compañía de los míos. Sentí que la pseudo-reunión familiar no estaba "contaminada" por la obligación de comprar algo a los demás ni de tener que fingir que, lo que me habían comprado a mí, me gustaba. Sorprendentemente (o no) para mí, fueron unas Navidades más auténticas. Ni que decir tiene que, este año, también he avisado de que haré lo mismo. Me gusta pensar que el regalo que hago a los míos es "librarles de comprarme nada a mí". Y, creedme, tengo mis motivos para pensar que, para ellos, tampoco es un placer andar de compras estas fechas.
Con la esperanza de que algunos de los que lean esto me entiendan, aunque sea solo un poco, termino respondiendo a la pregunta del título, con el necesario (creo yo) aviso de que todo esto es mi punto de vista y que no pretendo convencer a nadie de nada. Este texto, sobre todo, me sirve a mí mismo de terapia. Llevo ya muchos años en este foro y para algo tendría que servirme, digo yo.
La respuesta es, sí. Para mí, sí es posible disfrutar de una Navidad sin regalos de por medio. De hecho, creo que es mucho mejor, más limpia y más auténtica. Y voy a intentar que, cuando ya no sea necesario el distanciamiento social, mi familia se de cuenta de que no pasa nada por no regalarnos nada y que sería mejor seguir con esta nueva tradición. Deseadme suerte.
Gracias por leerme.
¡Felices Reyes!