Detrás de una fachada de satisfacción y optimismo, el hombre moderno es profundamente infeliz; en verdad, está al borde de la desesperación. Se aferra perdidamente a la noción de individualidad; quiere ser diferente, y no hay recomendación mejor para alguna cosa que la de decir que es diferente. Se nos informa del nombre individual del empleado del ferrocarril a quien compramos los billetes; maletas, naipes y radios portátiles son personalizados colocándoles las iniciales de su dueño. Todo esto indica la existencia de un hambre de diferencia, y sin embargo, se trata de los últimos vestigios de personalidad que todavía subsisten. El hombre moderno está hambriento de vida. Pero puesto que siendo un autómata no puede experimentar la vida como actividad espontánea, acepta como sucedáneo cualquier cosa que pueda causar excitación o estremecimiento: bebidas, deportes o la identificación con la vida ilusoria de los personajes ficticios de la pantalla.
Erich Fromm - El miedo a la libertad