Novela del escritor español Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), que, como todas aquellas en que el mar adquiere su hermosa e impresionante importancia, es un canto al Mediterráneo, a sus héroes, a su civilización, usos y costumbres.
Escrita en 1908, con todo el vigor colorista del autor, relata las desventuras económicas de un mozo mallorquín, botifarra (el linaje aristocrático por excelencia de la isla), llamado Jaime Febrer, sobre el cual pesa una tradición de caballeros que fueron guerreros, marinos, comerciantes, y que colmados de riquezas y de bienes gravitan ahora sobre su último descendiente con todo el peso de la tradición presente en la propia sangre y en la memoria de los que le rodean. Y el autor, con su maestría singular, despliega un lujo de conocimientos isleños que abarcan desde lo histórico a lo folklórico.
Jaime Febrer, solo en su hermosísimo y casi desmantelado palacio heredado, piensa que debe hacer algo que lo redima de su terrible pobreza. Piensa en casarse con una riquísima heredera, la joven xueta Valls (los xuetes son los judíos de Mallorca, secularmente enemistados o separados de los botifarras), a cuya casa de Valldemosa se dirige forzado por su determinación, que le repugna en el fondo. Y es un tío de la joven, otro xueta confeso y nada mártir, Pablo Valls, el que disuade al arruinado pretendiente de semejante boda. Se ve, pues, obligado a tomar otro rumbo; y decide irse a Ibiza, en donde le queda un peñasco y sobre él una torre de piratas conservada al amparo respetuoso de unos antiguos colonos suyos, ahora redimidos en parte por su generosidad.
Con el transcurso de los meses, la hija de esos colonos, la bellísima Margalida, capta su corazón y su voluntad. Como la chica tiene numerosísimos galanes que la cortejan para que ella se decida por uno, Jaime ha de habérselas con uno de ellos, el peor de todos: un ex presidiario al que, por temor y hasta con cierto orgullo, acatan los jóvenes ibicencos. En un asalto nocturno a la torre, el Ferrer hiere al señor y éste Ie mata en defensa propia. Lucha entre la vida y la muerte, asistido por Margalida y sus padres, e incluso por su viejo amigo Pablo Valls, que logró desenredar el lío de sus embrolladas y maltrechas finanzas en Mallorca y acude a él cuando se entera de que fue herido por cuestión de amores.
Para Jaime, que ha batallado despierto y entre el delirio de sus fiebres de herido, con los muertos que mandan en los vivos, amanece una aurora de alegría. Manda el amor. Y la novela termina con este canto de vida, después de habernos llevado a través de las costumbres de Ibiza, de sus tradiciones, y de las evocaciones que el autor nos ofrece de aquellas dos islas, Ibiza y Mallorca, que tanto juego dieron en tiempos pasados. Hay un personaje simpático, símbolo de cierta arraigada tradición humana isleña, el contrabandista, que comparte su amistad con el señor en la misma proporción que la comparte el xueta.
Con el transcurso de los meses, la hija de esos colonos, la bellísima Margalida, capta su corazón y su voluntad. Como la chica tiene numerosísimos galanes que la cortejan para que ella se decida por uno, Jaime ha de habérselas con uno de ellos, el peor de todos: un ex presidiario al que, por temor y hasta con cierto orgullo, acatan los jóvenes ibicencos. En un asalto nocturno a la torre, el Ferrer hiere al señor y éste Ie mata en defensa propia. Lucha entre la vida y la muerte, asistido por Margalida y sus padres, e incluso por su viejo amigo Pablo Valls, que logró desenredar el lío de sus embrolladas y maltrechas finanzas en Mallorca y acude a él cuando se entera de que fue herido por cuestión de amores.
Para Jaime, que ha batallado despierto y entre el delirio de sus fiebres de herido, con los muertos que mandan en los vivos, amanece una aurora de alegría. Manda el amor. Y la novela termina con este canto de vida, después de habernos llevado a través de las costumbres de Ibiza, de sus tradiciones, y de las evocaciones que el autor nos ofrece de aquellas dos islas, Ibiza y Mallorca, que tanto juego dieron en tiempos pasados. Hay un personaje simpático, símbolo de cierta arraigada tradición humana isleña, el contrabandista, que comparte su amistad con el señor en la misma proporción que la comparte el xueta.