“-Eso es arroz. -Sí, ya vi una vez.” El contexto que se puede inferir de sólo dos líneas es escalofriante. Soylent green es el tratado gastronómico por antonomasia de la ciencia ficción distópica, pero aún siendo una obra brillante siempre ha tenido algo que no me acaba de convencer.
Tal vez es que las imágenes no le acaban de hacer justicia a las palabras, aunque sin duda llevar a la pantalla tal panorama se antoja más difícil que bajar la escalera de casa en ese mundo. Tiene algo demasiado crudo, como la realidad que retrata. ¿Tal vez la ausencia de música al principio...? Quizás sí logra transmitir algo de esa atmósfera desangelada y asfixiante como el silencio que se destila de los diálogos. Pero sobre todo se vale de la palabra: mobiliario, despojos.
Cómo describir un mundo en que los restos mortales los traslada un camión de la basura y el policía les pide que le acerquen a casa. Donde el policía desvalija la casa de una víctima de asesinato utilizando de saco una bolsa de almohada, al modo más clásico de ladrón balconero y todos reciben su parte.
Tal vez vez lo que perturba es ver descrita la opulencia como algo parecido a lo que conocemos como una clase algo acomodada y el umbral de la miseria tan disparatadamente bajo. Porque nos presenta el agua corriente como un lujo casi excéntrico, porque nos muestra realmente cuán hondo es el abismo. Transcurre de forma casi dolorosa, como un curso de acontecimientos parcamente irremisible. Del mismo modo que la víctima del asesinato que sirve como punto de partida de la historia parece encajar su destino.
Lo que hay tras el guardia armado que custodia los apartamentos es un miseria notable, sin embargo más allá de la amenaza del fusil los cuerpos se extienden como pavimento. Aún así hay lugar para los cuerpos esbeltos, el satén y la seda, un pequeño harén incluso, pero un simple tomate es un lujo desconocido y un modesto guiso de buey un menú degustación. Un mundo en el que al comerte una manzana no dejas más que el rabo. Y un viaje desde nuestro mundo a ése en una generación. “Año 2006, lo último que se publicó”.
“Les damos un día de fiesta al mes sin estar obligados a ello”. La generosidad que describe el relato supera con creces el peor despotismo que hayamos conocido. Un mundo donde las iglesias se asemejan más a hospitales de campaña o campamentos de refugiados u hospicios abarrotados de sin techos. Donde las manifestaciones se disuelven con las palas de máquinas retroexcavadoras arrojando a la gente a contenedores con destino más que probable a la fábrica de Soylent green, con el resto de “despojos” y unas fresas pueden costar casi los ingresos de un mes. Ni las olerías.
Un mundo tan siniestro donde la revelación de la verdad sume a los que la conocen en un estado de profunda ataraxia, melancolía y extrañamiento. Que indice incluso a esa suerte de suicidio asistido o eutanasia ritual que administran en el “hogar”, donde la proyección de paisajes y fauna de una naturaleza que ya no existe aliñada con la música y color favorito sirve como culminación de los días.
La película termina con la mano alzada y ensangrentada de Thorn (apropiado nombre) que se eleva como una flor roja gritando una verdad tan demencial como el mundo que habita, exigiéndole a su superior que difunda los frutos de la investigación que le ha llevado a poner su vida en juego.
Es entonces cuando uno recuerda en brillo casi mágico de los dos tomos de estudio oceanográfico de Soylent que Thorn se lleva a casa como parte del botín: "el océano se están secando, el plancton se está muriendo, el Soylent green lo hacen con seres humanos."
¿Llegará la terrible verdad a esas calles, a veces desoladas por el vacío y otras atestadas de miseria? Cuando se llevan a Thorn herido suena música la clásica, recordando el final que brindan en el “hogar”. Primero nos ocuparemos de usted, responde su superior, palabras que pueden ser interpretadas de forma bastante ambigua, más viniendo de alguien que tiene muy claro que “a uno le compran en cuanto le pagan un sueldo”.