Hay un científico japonés que sostiene que los conocidos coloquialmente como pterodáctilos no podían volar. Bueno, al fin y al cabo las gallinas tampoco vuelan, ni las avestruces, claro, y tienen alas. Pero por la imagen que nos hemos hecho del pterodáctilo es extraño que se haya llegado a determinar que por sus condiciones no podría levantar el vuelo, que nada de más de 40 kilos puede hacerlo de forma estable.
Sin embargo se estima que dentro del grupo de pterosaurios azdárquidos existieron especies con unos diez metros de envergadura y pesos de 250 kilos. Y seguro que se plantearán muchas tesis del tipo “se dejaban caer por desniveles y planeaban” o similares intentos de conciliación.
Aunque es difícil encontrar satisfactoria cualquier explicación que no nos permita imaginar a tales animales batiendo sus enormes alas con elegancia contra el cielo, algo me dice que las representaciones con las que contamos no terminan de hacerles justicia. En todo caso se diría que son algo extraños para nuestros cánones actuales, con una cabeza quizás mayor de lo esperado.
“Estuvieron entre los últimos miembros sobrevivientes de los pterosaurios, y fueron un grupo bastante exitoso con una distribución mundial”, según la wikipedia. No sólo esa amplia distribución remite a largos desplazamientos por el cielo del cretácico, lo que cabe esperar en principio de un animal con alas es que vuele, si quiere tener mejor futuro que el lamentablemente desparecido pájaro dodo, la evolución no está para bromas aunque a veces pudiera llegar a parecerlo.
Sucede que sus mecanismos de adaptación requieren tiempos largos, generaciones, y ante un cambio sobrevenido en el medio ambiente lo que pueden quedar son, por ejemplo, unas alas vestigiales. ¿Pero qué clase de cambio?
Aquí es donde la cosa se va a empezar a poner rara para nuestras concepciones actuales. Porque un órgano vestigial está denotando algo, es como una especie de callejón finalmente sin salida por el que avanzó la especie o que un cambio drástico dejó fuera de juego. Los últimos azdárquidos vivieron hace unos 70 millones de años más o menos hasta el final del cretácico que termina con la gran extinción masiva tal vez más conocida, aquella que los Álvarez relacionaron con un meteorito al hallar muestras inesperadamente elevadas de iridio en el sustrato.
No sólo fueron los pterosaurios, los gigantes que habían morado la faz de la tierra por millones de años cayeron, también desaparecieron de los mares en un periodo relativamente breve de tiempo, bajó el nivel del mar, se elevaron el Himalaya y los Andes, el mundo cambió.
Y es posible que los azdárquidos, otrora los reyes del cielo, ya no pudieran volar. Del mismo modo que el equilibrio de la ingeniería biológica de los grandes hervíboros, con largos milenios de éxito, y muchos otros se viera comprometida hasta sellar el destino final de su desaparición. ¿El motivo?
Sí, los Álvarez establecieron la correlación con un grave impacto que habría afectado seriamente a la atmósfera, también se ha hablado de posibles incidentes múltiples, actividad volcánica… o tal vez sucedió algo mucho más fundamental, sin exclusión de lo mencionado anteriormente y como causa raíz.
Si miramos al cielo hoy, con nuestros telescopios modernos, podemos observar la luz proveniente de algunos cuerpos celestes que, dado a la distancia que se encuentran, se muestran tal como eran en el momento que los grandes reptiles se enseñoreaban de la tierra. Hace 65 millones de años.
Por otro lado Hubble estableció una correlación entre el corrimiento al rojo y la distancia del objeto, la ley que lleva su nombre y que acabó sentando las bases para nuestra interpretación actual de expansión acelerada del cosmos. Pero si esa ley finalmente fuera una mala interpretación de las observaciones solucionaría unos cuantos problemas, y no sólo de física. Hubble, a pesar de su gran aportación, no tuvo en cuenta el tiempo. Sencillamente olvidó que las estrellas que estaba viendo a 100 años luz no sólo estaban a esa distancia, sino que las estaba viendo como eran hace 100 millones de años, y eso incluye el corrimiento al rojo de la luz que él vio.
Reinterpretada la ley de Hubble incluyendo el factor tiempo, tenemos que concluir que esa expansión se ralentizó, y no sólo eso. Él ya encontró unas decenas de excepciones que presentaban corrimiento al azul, hoy se cuentan más de 8000. Se intenta achacar a dinámicas gravitatorias locales para mantener la tesis de expansión en pie, y lo cierto es que esas dinámicas juegan un papel que dada nuestra limitada compresión de la gravedad es difícil de esclarecer.
Para nosotros la gravedad es una constante universal, por lo menos desde Newton. La cuestión es sencilla: ¿y si no fuera constante? Al fin y al cabo de Newton hace unos pocos siglos y tenemos registros fósiles de dinosaurios que abarcan etapas de millones de años.
Tal vez una de las primeras galaxias (o de las últimas, si se quiere, por lejana) que presenta un desplazamiento al azul en su espectro es M98. Y está a una distancia de unos 63 millones años luz, se considera hoy en día una extraña excepción.
Si parte de lo que experimentamos como gravedad es en realidad contracción o expansión del espacio, o estos supuestos tienen afectación sobre ella, algunas dudas se resuelven solas.
¿Por qué había reptiles gigantes del orden de decenas de metros, que la naturaleza no se ha vuelto a hallar en condiciones de reproducir? La meganeura, por ejemplo, esa suerte de libébula enorme. Los materiales biológicos tienen unos coeficientes que no permiten que los modelos sean escalados sin límite, la explicación de la mayor abundancia de oxígeno como causa del gigantismo del pasado no parece una explicación razonable desde ese punto de vista. Pero nos permite seguir interpretando lo que experimentamos como gravedad como una constante. Constante universal, dicen. ¿Seguro?