Parece que el culebrón de la exhumación de Franco toca a su fin. Algunos opinan que el Tribunal Supremo ha puesto punto final al franquismo con la sentencia sobre la exhumación del cadáver del dictador. Es una forma de reconocer que el franquismo seguía de alguna manera vivo durante los cuarenta y cuatro últimos años, al contrario de los que nos venían contando.
Pero el cadáver de Franco, inhumado en un mausoleo concebido para rendir honor a los caídos en la gloriosa cruzada y exaltar la subsiguiente dictadura nacionalcatólica, no es el único rastro franquista que persiste aún. Es curioso comprobar como muchos de los que han peleado hasta el final por evitar la inhumación han sido financiados en muchos casos con dinero público, como la Fundación Francisco Franco, o los propios monjes del Valle de los Caídos. Los nietos de Franco ya se financiaron con el producto de la rapiña del abuelo.
El último paladín de la batalla judicial contra la exhumación ha sido el prior de la comunidad benedictina. No es de extrañar esta actitud si conocemos su pasado falangista, pero es que tampoco esto es una casualidad pues el propósito inicial de la abadía era rendir honor y enterrar a aquellos que cayeron luchando en su "gloriosa cruzada". Todo el mausoleo, incluida la inmensa cruz pensada para infundir pavor a los que la vean desde lejos, y la comunidad religiosa que lo dirige, rezuman franquismo.
La razón de que el Prior haya quedado como postrero defensor de la permanencia del cadáver del dictador inhumado en la abadía de Cuelgamuros es sencilla, tiene a su disposición una singular arma judicial: los acuerdos de 1979 del estado español con el estado vaticano.
Recordemos que estos acuerdos fueron negociados a escondidas por las autoridades preconstitucionales emanadas directamente del anterior régimen fascista. No había pasado aún un mes de la aprobación de la constitución en referendo, cuando ya fueron firmados, prueba evidente de su génesis preconstitucional. La constitución fueademás convenientemente redactada para que, en un estado supuestamente independiente de las confesiones religiosas, fuese compatible con una perpetuación de los privilegios franquistas de la iglesia católica plasmados en esos acuerdos. Una contradicción tan evidente que proocaría la risa si no fuera por la gravedad del problema.
Y esa era la única intención, perpetuar el anterior concordato firmado en 1953 por la dictadura, que obtuvo con él su primer reconocimiento internacional, iniciando así la salida del aislamiento internacional al que estaba sometido tras su anterior alianza con los regímenes nacionalsocialista alemán y fascista italiano durante la segunda guerra mundial.
Resulta casi ridículo que el primer tratado internacional firmado por el régimen franquista fuese con un miniestado teocrático, regido por una monarquía absoluta y prácticamente sin territorio ni población. Y a pesar de las evidentes ventajas obtenidas para la imposición forzosa de la religión católica en España, el propio estado vaticano mantuvo fuertes reticencias iniciales pues aún estaba reciente el desprestigio originado por sus recientes concordatos con Mussolini (Pactos de Letrán, que supusieron la nueva creación del estado vaticano independiente) y con Hitler (Reichskonkordat). Es entonces al menos sonrojante que, ante cualquier protesta que pretenda evidenciar el atropello originado por los privilegios de la iglesia, sea aducido actualmente el rango de tratado internacional de unos acuerdos preconstitucionales que sirvieron para actualizar ese concordato franquista, no para derogarlo.
Y de aquellos polvos vinieron estos lodos. Podríamos hablar largo y tendido sobre la proliferación de adoctrinamientos religiosos en la enseñanza amparados en la obligatoriedad de incluir la oferta de catequesis católica en la enseñanza (ya llega el islam, y el crecimiento es imparable), pero nos ocupa ahora el apartado artículo I.5 que expresa que los lugares de culto tienen garantizada su inviolabilidad con arreglo a las Leyes. Esta redacción viene a sustituir a la protección contra la intrusión policial sobre propiedades de la iglesia que se incluía en el concordato de 1953. Este artículo es el aducido por el prior del Valle de los Caídos para oponerse a la exhumación del dictador pues la tumba se encuentra en sitio sagrado. Parece que no le falta razón pues, si bien el Tribunal Supremo y el gobierno opinan que esa inviolabilidad no puede ir contra el cumplimento de las leyes, es evidente que el artículo se redactó para que supusiera algún tipo de protección especial frente a la autoridad judicial y policial. Si admitimos la versión del gobierno, resulta que ese artículo es completamente insustancial. De hecho, los propios acuerdos son un tratado internacional que puede entonces ser visto como de rango superior a cualquier ley nacional.
¿Por qué entonces la iglesia católica no hace piña con el prior para oponerse a la exhumación y defender el actual concordato? Pues porque para ellos sería peor el remedio que la enfermedad. Alinearse con los residuos franquistas de la iglesia española supondría un retroceso de su imagen inasumible actualmente, a pesar de que ello forma parte de su historia reciente. Y evidenciaría el lastre que supone ese concordato para un estado supuestamente aconfesional. Descartada esa postura, solo quedaría que un superior jerárquico del prior le ordenase permitir la exhumación. Pero el destino ha querido que la intrincada estructura eclesial, forjada a lo largo de 2000 años, sitúe al prior fuera de la autoridad de cualquier obispo español. El superior en la orden benedictina es el abad de Solesmes (Francia), líder de los monjes benedictinos, pero ha preferido ponerse de perfil declarando que es un asunto interno español. Naturalmente, si la exhumación de un dictador genocida fascista español dependiese de un abad francés, el ridículo del estado español sería histórico y cabría pensar que los acuerdos con el Vaticano tendrían los días contados. La otra opción es el propio Papa, pero sería aún peor. Las conversaciones del gobierno español con la jerarquía vaticana han ido encaminadas a que se conmine de forma discreta al prior a cesar toda resistencia, pero ni a unos ni a otros les interesa una orden directa y pública del Papa en ese sentido. La tensión salió a relucir al abandonar su cargo por jubilación el anterior nuncio del Vaticano en España; se debió sentir liberado y, en un ataque de sinceridad denunció que el gobierno ¡estaba resucitando a Franco!.
Se echan ya de menos las recientes inclusiones en el programa del PSOE de exigir la derogación del concordato, denunciando su incompatibilidad con el carácter aconfesional del estado. No queda ya ni rastro en el programa actual.
Bien vale recordar finalmente que el entierro de Franco en el Valle de los Caídos fue una decisión personal del rey emérito. Puesto que es evidente que llegó a ostentar la corona gracias a una elección personal de Franco, no es descartable que tomara esa decisión para rendir un postrer homenaje a su valedor; es sabido que no consentía que nadie hablara mal de Franco en su presencia. También cabe la posibilidad de que no tuviera otra elección pues las autoridades franquistas no hubieran consentido un entierro menos grandioso. Lo cierto es que la monarquía restaurada por Franco es otro de los pilares del franquismo que se incrustó sin alternativa posible en la constitución del 78. Y cuarenta y cuatro años después queda claro que no es una buena idea meter la basura debajo de la alfombra. Aunque no se vea, termina apestando, incluso cuando la alfombra es en realidad una losa de mil quinientos kilos.
Salud