Un olor profundo y agudo inunda la cocina. Se asemeja al olor del amoniaco, pero en una versión más fuerte y rancia. Procede de la fregadera, infestada de escamas y trocitos sanguinolentos de carne procedentes de las tripas del pescado. La textura gelatinosa e impregnante de los cúmulos de grasa pegados a la cavidad abdominal hacen aún más desagradable el proceso. Toda la experiencia en conjunto, consigue que el sabor ácido de los jugos gástricos empiece a acariciarme la garganta.
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