No es que necesitara el dinero ni que fuese un avaro incorregible. El problema de Roberto era que no sabía decir que no a las mujeres.
Y a Clara menos. A Clara no se le podía negar nada, con aquellos ojos verdes capaces de alumbrar por sí solos un apagón del Bernabéu, y aquella sonrisa, tan equívoca, tan arcana, tan imborrable en la memoria como un sofisma griego.
Sabía que era una imprudencia llevarla a casa. Una imprudencia y una locura, pero no supo negarse. Andrea no cogía el teléfono, pero eso no quería decir, necesariamente, que fuera a quedarse un día más en Madrid. Lo más probable es que estuviera aún en una de aquella reuniones interminables que luego tenía el mal gusto de contarle con pelos y señales, pero también podía ser que se hubiera quedado sin batería, o que no tuviese cobertura y estuviera ya camino de casa.
Pero no podía negarse. Con Clara no.
A las nueve en punto, delante de la Encina, Roberto la esperaba con el nerviosismo de un colegial. De hecho, algunos adolescentes se habían citado allí también con sus amigos o sus parejas, proponiendo la dolorosa comparación entre él mismo y aquellos jóvenes ruidosos y desenvueltos. Diferencia sí que había: el no se sentía para nada desenvuelto. Todo lo contrario.
¿Y qué es lo contrario de desenvuelto?
Esa pregunta inútil le sirvió al menos para aislarse del entorno, para olvidarse de sí mismo, del ridículo que sentía, de la sensación de soledad en medio de aquella plaza empedrada, tan aburrida ya de juergas como de procesiones.
¿Tímido? No. Se puede ser tímido y desenvuelto a la vez. ¿Irresoluto? Tampoco. Indica acción y su problema no tenía nada que ver con la incapacidad de decidirse. Retraído. Sí, eso era.
Cuando supo al fin la palabra que describía su estado tuvo que desecharla en favor de otras que no tenía tiempo de buscar: Clara lo saludaba desde el castillo.
De allí a su casa Roberto cree que hablaron de algo, o sólo que hablaron, en general, pero no está muy seguro. Abrió el portal a la tercera, después de intentarlo con las llaves del garaje y el candado de la bici, esperaron al ascensor y ya arriba, entraron en casa de él sin cruzar palabra.
Clara había estado allí otro par de veces, así que enseguida se dirigió al dormitorio y comenzó a desvestirse, mostrando unas piernas aún mejor torneadas de lo que Roberto las recordaba. Muy poco después ella estaba ya sobre la cama, ofreciéndole el sexo, húmedo y sensible.
Roberto se había inclinado sobre aquel pozo de sensualidad y estaba tan ensimismado en su tarea que casi no oyó abrirse la puerta.
Clara, azorada, trató de vestirse a toda prisa, pero aún así no pudo escapar a la mirada de Andrea, que los contempló a los dos con el ceño fruncido y un gesto indignado que le hacía temblar las comisuras de los labios.
Roberto no tuvo tiempo ni de despedirse de ella.
Se quedó solo, frustrado, ante el rostro de su mujer y la placa la puerta de su casa, que rezaba:
“Dr. Roberto García Folgoso. Ginecólogo”
-¿Cómo tengo que decirte que no traigas el trabajo a casa? —gritó Andrea desde el recibidor.