Una sociedad es un organismo vivo cuya supervivencia depende de su productividad. La producción y en intercambio de bienes y servicios es lo que facilita la continuidad de cualquier gran grupo de personas. Ha sido así desde los orígenes de nuestra especie y seguirá siendo una ley de la naturaleza extrapolable a nuestro cambiante modo de vida tanto si somos capaces de reconocerlo como si no. Si el sustento vital de una sociedad se bloquea, incluso de forma parcial, entonces estamos sufriendo un ictus colectivo. Si se rectifica de forma inmediata, alguien afectado por un ictus se puede recuperar por completo. No obstante, si los tejidos se privan de sangre y oxígeno durante el tiempo suficiente se produce un daño irreparable, necrosis y/o muerte sistémica como consecuencia. Salvar una extremidad a expensas del organismo es un trueque para necios.
Por esto, preguntas al estilo de "¿Cómo podemos parar las muertes COVID-19 a cualquier precio?" son extraordinariamente cortas de miras. "A cualquier precio" implica que contamos con un presupuesto ilimitado, y está claro que no es el caso.
En España, hemos acordado colectivamente provocarnos un ictus colectivo por nuestra propia seguridad. "Yo me quedo en casa", a salvo. O en otras palabras: dejad de producir y reducir el flujo de nutrientes para evitar que el COVID-19 se expanda por ellos. Un ictus driscrecional es la decisión colectiva más costosa posible, y quizá la más mortífera, que jamas hemos hecho. Pero esto no debería ser una sorpresa para nadie cuando viene impuesta por los mismos incompetentes que negaron el riesgo de pandemia en enero y febrero, no vieron razones para evitar aglomeraciones en marzo y entraron en pánico en abril.
Confía en ellos bajo tu propia responsabilidad. Seguimos con el ictus.