En los años sesenta, cientos de personas se reunieron a las puertas de la Casa Blanca con unos papeles y unos mecheros. Encendieron la llama y los hicieron arder como si estuvieran en el infierno. Tenían un motivo: no había Dios que entendiera esos documentos. Aquellos estadounidenses no tenían la flema española de aceptar una documentación indescifrable. Ese movimiento de consumidores exigió su derecho a entender qué decían las administraciones y las empresas. El gobierno les escuchó.
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