Hasta bastante entrado el pasado siglo, Nagaland seguía siendo uno de escasos lugares que desafiaban la rigurosidad de los más estrictos mapas. Una de esas borrosas zonas aún por cartografiar cuyo nombre no trascendía más allá de algunas sociedades geográficas europeas, filántropos excéntricos, aventureros o exploradores. Sus densas junglas se extendían decenas de kilómetros, cobijando a varios grupos tribales que vivían manteniendo el que consideraban el gran regalo de sus ancestros: su propia identidad cultural.
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