El hombre (algo más de setenta años, pelo canoso, frente despejada, una barrigota que asoma entre pecho y cinturón) baja la cabeza, los ojos empiezan a titilarle como estrellas lejanas. Luego vuelve a mirar al entrevistador, sonríe con la sonrisa más triste del mundo. «Nunca hablo de aquello. Nunca. Ni siquiera con mi mujer. Nadie sabe cuánto sufrí». Otro silencio. Más largo. «Ojalá nunca hubiese ganado». Y el mutismo. Idéntico al de las últimas cuatro décadas.
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