(C&P) Me cuesta imaginar una infancia feliz sin un bocata de chorizo de Pamplona en la mano. Esta maravillosa merienda poseía en los setenta un halo de novedad frente al de jamón, al de salchichón o al de chorizo convencional que lo hacía irresisitible para cualquier niño. Sus virtudes eran numerosas: el pan impregnado de la grasa a cascoporro del embutido, el atractivo color rojo chillón sobre el blanco de la miga y el beige de la corteza, el sabor poderoso, la textura tierna... sólo de pensarlo me pongo a salivar.
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