Año 1880. Tres horas después de su decapitación, la cabeza del asesino Monesclou despertó gracias a una transfusión de sangre de perro. Su piel recuperó la color, se afirmaron los rasgos, se crisparon las cejas y comenzó a balbucear. Concluyó el doctor Dassy de Ligniére: “Esta cabeza, separada del cuerpo, ha oído las voces de la muchedumbre. El decapitado se siente caer en la cesta. Ve la guillotina y la luz del día”.
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