Un vendedor de preferentes, director de una sucursal bancaria que coloca a sus clientes y amigos un producto financiero tóxico, ¿es un cómplice de la estafa o un estafador a secas? Esta es la pregunta que no queremos hacernos porque nos lleva inevitablemente a un viejo recurso: el empleado que cumple órdenes, orgulloso de su papel. “¡Si no lo hago, me echan!”. Es curioso cómo se ha avanzado en la fisonomía del cómplice. Antes había que echar mano de Dostoyevski y la conciencia culpable.
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