Cuando le pregunto a Christine Hernández, con cuatro hijos, de poca estatura y enérgica en el trato, cómo explorar en busca de casas abandonadas —las sombrías moradas con las ventanas cerradas con tablas y yeso arrancado, su interior lleno de jeringuillas, escombros en descomposición, y el peculiar saqueo de anteriores inquilinos desposeídos—, dice que es mejor enviar a alguien que no levantará muchas sospechas por parte de policías o vecinos. “Soy una mujer, y pequeña —apunta—. No superintimidante, ¿sabes?”.
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