"Hago ordenadores para las masas, no para las élites”, le espetó un día de finales de 1982 Jack Tramiel a un grupo de jóvenes arrogantes que pocos años atrás habían fundado Apple. Él, un tipo que jamás había pisado el campus de ninguna de las prestigiosas universidades de la Ivy League, alardeaba orgulloso de que su criatura, el Commodore 64, se había convertido en líder de ventas del incipiente mercado informático, consiguiendo llevar las nuevas tecnologías a todos los rincones del planeta.
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