El otoño pasado, poco después de volver de Nigeria, me abordó una vivaracha universitaria rubia, cuyos ojos azules parecían a juego con las cuentas «africanas» que le rodeaban las muñecas. «¡Salvad Darfur!», gritaba desde detrás de una mesa cubierta con panfletos que urgían a los estudiantes: «ACTUAD AHORA. DETENED EL GENOCIDIO EN DARFUR.» Mi aversión a que los universitarios se suban al carro de las causas sociales de moda casi me hizo seguir caminando, pero su siguiente grito me detuvo. «¿No quieres ayudarnos a salvar África?», aulló.
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