Caty no había pisado en sus veintiocho años el País Vasco, pero había oído, de boca de su hermana, maravillas de aquella tierra de bosques frondosos, montes verdes y días de permanente lluvia. Un mundo completamente distinto a la seca y soleada Medellín, en el corazón de Badajoz, donde daba clases particulares. Alfonso había salido de aquellas tierras hacía ya treinta años, pero regresaba cada verano para ver a la madre. El agosto de 1990 unió la vida de estos dos extremeños en una historia de amor que sólo rompieron las balas de ETA.
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