Todo se le desbordó un domingo por la tarde, como tenía que ser. Un domingo de lluvias intermitentes, frío, solo, final, melancólico. Arturo X había comenzado a meditar sobre su último día dos semanas atrás, al final de otra tarde de domingo. Acababa de ver una película francesa, La mujer del peluquero. Gracias a ella le había cambiado la idea del suicidio, aquella sensación de la que se alimentaban los escritores y músicos, los cineastas, la Iglesia incluso, que durante años había condenado a los suicidas hasta el extremo de no enterrarlos.
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