Ella y yo íbamos en el metro. Volvíamos de Alemania después de pasar una extraña semana. Yo hacía tiempo que no me sentía tan mal. No sabía qué estaba pasando. Cuanto más me esforzaba en gustarle, más parecía repelerla. En algún momento, en algún lugar, un interrupor se había accionado en mi interior y el imán había cambiado de polaridad. Mientras tanto me deshacía en un guiñapo, tratando en vano de estirarme en una dirección que cambiaba cada hora con la manecilla reloj. Ya no sabía quién era, qué quería o dónde me había dejado la cartera.
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