Nada hay más íntimamente humano que la sangre. Cuando vemos a un individuo con la cara desencajada, brotándole del rostro ese pegajoso líquido rojo que nos iguala a los perversos y a los inocentes, a los príncipes y a los mendigos, todo lo que el agredido representa públicamente se borra para mostrarnos sólo aquello que nos iguala como seres humanos, la vulnerabilidad, la sorpresa ante la violencia inesperada. [La envío a pesar de la posibilidad de ser tachada de cansina porque el artículo merece la pena.]
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