Sucedió sobre las 2 de la madrugada del 21 de julio. Una tribu compuesta por 6 mujeres con unos 10 niños se había aposentado en los bancos de la plaza donde vivo, hablando a voces ellas y gritando a pleno pulmón los niños, generando un escándalo aún superior al de un botelleo, e impidiendo el sueño de los vecinos. Llevaban ahí desde la 1 más o menos, pero a las 2 la cosa pasó de molesta a intolerable. Cabe destacar que mi barrio es de gente trabajadora, con un alto porcentaje de población inmigrante y también de etnia gitana (las mujeres y niños que gritaban eran gitanos, aunque esto es irrelevante porque la mala educación no conoce de razas o culturas).
Llamé a la Policía Local que, a la media hora, envió un un coche que se limitó a pasar de largo por la zona, sin tan siquiera minorar la velocidad o detenerse ante ellas, y por supuesto sin llegar a hablarles. Cabe destacar que en el momento en que pasaron los agentes, el griterío estaba en todo su apogeo, por lo que pudieron comprobar el escándalo existente.
Sorprendido, llamé nuevamente al 092, donde me atendió un varón que, ante mi petición de que los agentes hiciesen algo, me replicó que “no pueden hacer más de lo que han hecho”. Yo le respondí que no habían hecho nada, y que ni siquiera habían dirigido la palabra a las mujeres pese al enorme ruido que generaban. Me volvió a repetir la misma frase.
Le pedí que los agentes volvieran y, por lo menos, pidiesen a las mujeres que controlasen a los niños para que no gritaran constantemente. Me repitió por tercera vez la misma frase, añadiendo que “si no está conforme ponga una queja por escrito”, y acto seguido puso una música dejándome con la palabra en la boca.
Obviamente, el resultado habría sido muy distinto si los hechos hubiesen sucedido en la exclusiva zona donde vive el alcalde. Pero, una vez más, se comprueba que en Murcia existen ciudadanos de primera y de segunda, cuyo catálogo de derechos varía sensiblemente dependiendo del barrio en el que residen.