Hace ya unos cuantos años, en mis tiempos de exilio en la costa catalana, escuché un estimulante comentario de una niña, de ocho o nueve años, que si mal no recuerdo se llamaba Soledad. Estábamos echando unos tragos con sus padres, exiliados como yo, cuando esa me llamó aparte y me preguntó: —¿Y vos qué hacés? —Y… yo… escribo. —¿Escribís libros? —Y… sí. —A mí no me gustan los libros –sentenció ella. Y como me tenía contra las cuerdas, golpeó. Dijo: —Los libros están quietos. A mí me gustan las canciones. Las canciones vuelan.
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