Las vacunas nos salvan de enfermedades y después hacen que nos olvidemos de las enfermedades de las que nos han salvado. Una vez la amenaza desaparece de nuestras vidas, nos relajamos. O peor, nos inventamos otras cosas de las que preocuparnos. Por consiguiente, algunos padres bienintencionados evitan vacunar a sus hijos por el miedo erróneo a que la triple vírica (contra el sarampión, las paperas y la rubeola) provoque autismo. Y olvidan -o no saben- que 33 de cada 100 000 enfermos de sarampión acaban sufriendo discapacidad.
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