Todos los años me obligo a ver el Festival de Eurovisión, una celebración del exceso y del artificio que me repele y me fascina a la vez (debo de ser una de las pocas personas que vieron la primera edición, en 1956, y han visto la última). Y aunque los mecanismos de defensa del cerebro —junto con lo avanzado de la hora de emisión— me inducen a dormirme ante la avalancha de agresiones éticas y estéticas, entre cabezada y cabezada consigo ver buena parte del espectáculo.
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