A cualquiera que haya tenido hijos le habrá pasado más de una vez. Estamos en un restaurante, en un avión o en cualquier otro lugar público y, de pronto, el “angelito” o “angelita” se coge una rabieta de mil demonios por cualquier tontería. En seguida empiezan las miradas de reproche de los que están alrededor. Si los llantos se prolongan, las miradas se tornan cada vez más feroces, hasta que la presión social resulta insoportable para el sufrido progenitor.
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