En la Francia de finales del siglo XVIII la gente no es que viviera mal: es que ya no se podía vivir. El país languidecía en la miseria mientras los mismos gobernantes que lo habían arruinado seguían con su escandaloso tren de vida, entre fiestas, cacerías y carísimos vestidos y muebles que pagaban con cargo a la hacienda pública. Indudablemente, no podemos decir que aquella situación fuera como la presente, pero tiene sus semejanzas.
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