China es un país terrible. Ha puesto a sus ciudadanos por encima de la economía. En China los políticos corruptos pueden ser condenados a muerte. Aquí metemos en el mismo saco a los políticos honrados y a los corruptos y los mandamos por cadenas de WhatsApp. Ante una pandemia eso facilita los pronósticos. Aquí compramos papel higiénico y en Estados Unidos compran armas. Hay que limpiar mucho y protegerse de los débiles. ¿Y quienes son los fuertes? ¿Aquellos a quienes hemos salvado y cuyo privilegio de usura los entroniza como parásitos insaciables? Primero fue la precariedad sanitaria y medio país desahuciado, ahora ¿matar a las personas para salvar a los bancos? ¿Qué economía vamos a salvar? ¿La que yace en fase terminal esperando otro chute de crecimiento infinito?
Darwin no sabía lo que era un virus. El darwinismo social lo olvida. Probablemente tengamos que inventar otra economía. Una que sea compatible con la vida y nos salve de la extinción. Ya son demasiados chivos expiatorios sacrificados en los altares de la usura. Hemos pasado el pico de nuestra propia curva.
Un virus no deja de crecer por decisión propia. Nosotros posiblemente tampoco lo decidamos. Cuando los recursos finitos empiezan a declinar el crecimiento también. ¿Perderemos nuestra libertad? Quizá sería suficiente con perder la idea de que podemos sustraernos a las consecuencias de nuestras decisiones y descubrir que hay otras formas de elegir nuestro futuro.
¿Pero qué libertad tenemos? La ley Mordaza se impuso mientras nos asustaban con Venezuela y China. Los periódicos no son una democracia. Assange es el enemigo público número uno. Las empresas no son democracias. Ni la Monarquía. Ni la Iglesia. Y mucho menos la banca. Votamos solo para olvidar que la libertad es propiedad privada de unos pocos. Para hacernos trampas jugando al solitario.
Ahora afrontamos una amenaza existencial. Los privilegiados están rabiosos. Sus virus infectan las redes sociales. Nos matarían a todos si pudieran. Pero sin nosotros también ellos caerían. Somos su sustento. Es la paradoja del virus: si mata a su hospedador ha de encontrar otro. O morir para siempre.